SU MUY PROPIO SEPTIMUS WARREN SMITH (Cuento)
SU MUY PROPIO SEPTIMUS WARREN SMITH
A mi amigo y señor, Carlos Salinas de Gortari.
To my very own and only one Scarlett, since I´ve
been lovin´ you forever.
A uno de mis dos uncle Marty, Dr. Martín Gallegos Duarte, como agradecimiento por continuar la graduación de mis anteojos, por astigmatismo y miopía, siendo la misma en casi veinte años; Sus milagros, en ti son geniales, tío.
Ese que pocos damos pero todos respiramos
“La Sabia Escuela”, Akapellah…
Gotta get you in my bedroom,
need that shit right now
“Fly Sh!t”, Coi Leray
Porque sé que en las nostalgias llegas y no dices nada
“De la Vida Como Película, Tragedia, Comedia y Ficción”, Canserbero
Thinkin´ I had her but
she had me in the long run
“All About U”, 2pac
Acostarnos al zacate para que me mates
“Bombos y Tarolas”, Cartel de Santa
1
La
hierba se uncía de polvo en el aire para que con el Sol la luz le hiciera
reverdecer en el amarillo de su cuerpo filiforme como un milagro sobre la
tierra viva y seca. Como el último suspiro que no se interrumpe cuando la Luna
asedia los primeros pasos de una noche de ranas, un acontecer de movimiento y
fragilidad fuerte acechaba en busca un par de ojos que conmover, en la tremenda
llanura que mediaba entre las colinas acariciadas por las lamidas del cielo de
azul reventando.
Sólo
una lágrima, sin embargo, no iba a ser suficiente.
Él
bajaría al vientre de su madre a hacerle un parto.
*
El
muchacho sostenía una bolsa de plástico transparente y grueso que cargaba tres
quesos muy blancos.
La
hora era temprana, la soledad curiosa y el camino a otro punto del mismo
destino se abrió como una vulva inflamada repitiendo palabras de amor.
*
En
el surco la hallé.
Cuando
aro yo aro demasiado bien. Muy rápido y demasiado bien. Me dicen que soy el
mejor labrador, pero mi cuerpo lo conduce un dios que me posee. El mejor
labrador es ese dios, yo sólo disfruto del pan y del agua, del descanso junto a
mi ventana: Mi cuerpo no es mío, yo soy de un cuerpo que conduce al dios y que
me deleita.
Y
cuando la hallé en un surco ella me dijo que venía de la furia y el repudio,
como si fuera una nación. Empezó a decir cosas de un cosmos que yo no comprendo
y sólo supe besarla y respirar de su calor. Y no es que mi ignorancia venga de
ser arador: yo no soy el labrador pues mi cuerpo es del dios.
*
Llegaron
a que el sembrador dispusiera el pan, el aceite y el agua. El pan estaba duro
pero era delgado y por lo tanto su cuerpo se deshacía con placer, en la boca y
sobre la lengua, como una arena de nube o un vino de piedra.
Después
ya desnudos él entró en ella, cuyo triángulo inverso poblado de negro se perló
como rosal de rocío en un jardín de ciudad dando sabores y olores de un duro
plantío que engulle el trabajo al hallar su tesoro final. Cuando él soltó su
explosión con un cauce por ser líquida siembra su cuerpo estirose en un trance
de candor, arrollado por una comunicación definitiva y pesada que hablara con
carne de lo que se descubrían los dos…
bajo
ese techo tranquilo, soñando mapas del cielo, hasta retornar a los enunciados…
que
un día de gloria cabían en un día de historia y materia cuando la Tierra unió…
a
ese hombre de otro y de sólo porvenir con la hija de ella misma con un pasado
de guerras y duelos en un ensueño de diablos y reinos que buscaran con rabia
los ojos que en sus rostro sin frenesí y trigueño un ángel cayéndose de ebrio
consideró propicio y eterno colocar un mundo de una corte imperial y no en un
cuerpo de granos sin dueño que no fuera el salvaje y único Dios, hasta hoy, que
aquí en cuclillas se ríen y enfrentan con besos ambas creaturas de sexo
concibiendo el permiso para ya no parar en lo que fuera que hicieran entrando
el uno en el otro dejándose dentro y afuera contenidos fantásticos y trozos de
Sol, dándole santa muerte a los ríos de vida callando con gemidos elasticidades
antes ignotas y ahora no prohibidas bajo la mirada erecta empapada reflejando
su espera firme estática extasiada no eterna del dios que ahora ya no sólo era
a esta Tierra que es madre, de una, protectora de la hija y el yerno, que es
él, dispuesta a crear un mar de gotas con aquel que la trabaja buscándola
nuevamente cuando las estrellas ya giran porque su necedad es lo bueno y mañana
la Luna irá a regresar, noche tras noches, hasta que brotan con fuerza los
frutos expandidos que han de realizar macizos la suavidad de estos los hombres
en un lugar sin árboles de odio ni serpiente alguna que traiga el gran mal.
“El
peor mal de todos es la soberbia”, decía el abuelo cuando el ejército pasaba
por la casa haciendo preguntas sin nunca hablar, dejando, en ocasiones, uno o
dos muertos debido a los tiempos que para esa “isla” vivía su “mar”.
*
Mientras
la lluvia iba concentrándose en una mole de agua divina que azotaba la ciudad
de ladrillos de piedra y de espejismos de infinito que se gozaba en el castigo,
el espejo voraz callaba lo que veía y a ver daba: el pasado, ante ella, una
mujer, una rubia como nunca y más voluptuosa que la grosería más limpia no
sabía si sonreír o solamente ser.
La
pedrería, la cocaína, la madre innombrable álgida como ágata en diez vientres,
esos senos, el calor en sus genitales, la luz amarilla, la calle allá abajo
donde brillaba su higuera estaban enredados en ese baúl de recámaras esperando
la entrada del amante de la actriz que dejose empapar por la precipitación
tormentosa con tal de pensar en la crítica que leyó el otro de la película de
este por regocijarse tanto en ello. Y entraría y la tomaría de los hombros y la
tomaría después por completo y ella ¡enchantée!: es un
hombre tan guapo y tan bueno, más vicios los hay en sus padres y más lejano el
planeta del arte de él aún articulando y articulando que “cine de autor” y
“Quiero que vuelvas a hacer teatro, mi amor”. El humo corre en su garganta, se
viene el cigarrillo que se va y por lo mismo vuelve.
Entrar
entre sus muslos y sentirse un portento, él.
Va
a buscar en la muerte la actriz los ancestros y reliquias de su tiempo bajado.
Sus huesos, su sangre esperan lo último: El comienzo.
*
Sus
manos sostienen la presea. Las de ella arrojan las semillas.
No
tengo nada en sí que me aliente a vivirlo todo. Las luces, París, mis escotes
son fuego, llegar al veliz y lamer perfecta mis sueños. También bajo un dios he
mirado invisible el hálito de raíz sin ser que ha creado el hormiguero de mi
sexo y la alta gracia de estos cerdos que lloran grandiosos. Voy a bañarme y
sentarme en el aire, me llaman las brujas y no saber jamás de nadie que fuese
un primer atado de esperma o la firme y final leyenda del porqué no se sangra
si se exhala suficiente sal y llamado.
No
eres campo, la atosigan, no eres él y no eres ella y eres luz de otras eras,
máquinas disímiles a los instrumentos canónicos rodean tu lecho por no ser el
lecho donde tu corona volviose a gestar con células frotándose hasta penetrar
el estómago la otra renacuaja y darte forma con la lentitud de tu arista más
bestia.
¿Los
sembradíos?, continúen, no han pasado la espalda besada de nubes, abierta
abertura de un filo de espantos, en la memoria desierta de la menor partícula
de sustancia o imagen: Sobre él bajas, sobre él subes, eyaculas quejidos y te
estimulas con calma: Lo quieres, lo amas, te estrecha y completa, sus ojos son
garzas y te hinchas con ellos, pero tu felicidad no existe en la ciencia: No
está lo borrado, no se oye sin gritos, el mundo ha cambiado, no brinques al
suelo.
2
Su risa golpeó las paredes. Era tan
diáfana (y) tan prístina. Y era sincera: no importaba ser un mal día, no
importaba la depresión si estaba en las rocas.
Era verdad: Ella era hermosa como
nadie, soledad que adoraba, cuenco de una voz sin hambre.
Estaban en un teatro, en un teatro
vacío donde él vivía. Él la llevó ahí para acostarse con ella, para eso vive
uno en un teatro vacío.
–¿Cuántas actrices has traído aquí?
–Te excitaría si te dijera.
–No creo. No me gustan las actrices.
–¿No?
–No.
Él se puso de pie y abrió sus
pantalones para sacar un pene fuerte y grande que empezó a masturbar muy
lentamente frente a ella.
–¿Qué es lo que te gusta?
–Que se burlen de mí.
–¿Sí?
–Sí.
Pero ella mentía.
Él guardó la pieza de su vital
fragancia de vuelta en los Armani.
–Tenemos tiempo.
–Mucho.
Cuando él se durmió quince minutos
después de no soportar la máscara y mostrar el rostro de un hombre tan
afortunado que se ha vuelto un completo idiota, ella temió que no hubiera algún
teatro ya sin algún malhechor que escucha demasiada ópera. ¿Por qué fingir?,
además. Su productor era el amor de su vida, y para una mujer el amor de su
vida es el hombre que más le proporciona placer sin demeritar lo que se llama
realidad. Y él la amaba, también, pero al muy tonto se le ocurrió experimentar
con la heroína, y ya no volvió jamás, se quedó en su apartamento, tendido en la
cima entre guiones de chiflados y viejos libros de Shakespeare. Ahí estaba
ahora mismo, hundido en el colchón, esta vez sí burlándose de ella.
Ella bostezó y prendió otro
cigarrillo y se levantó para deambular tras vestirse, en el lugar donde tu
fantasma te espera para darte vida si la tienes. El silencio, la pureza, la
apariencia en los objetos de ancestral olvido que serán utilizados mañana mismo,
es un teatro. Ese llanto bello de la fantasía material que hace del polvo
sangre y del trepidar susurros.
Sus tacones que el tiempo fue
torneando en elegancia clásica los sonidos de la aguja sexual, acariciaban los
oídos de su poseedora preciosa porque todo gira presente en el universo de un
calzado indiscutible y de un gusto formal y de honesto estudio. ¿Cuántos amantes
no dejó como a aquél, en un mundo inclemente donde ella no quiso reinar? Y en
media hora estaba frente a su productor procurando no hacer mucho ruido al
tenderse con maestría junto a él, pero él se percató de ella y como un ángel
cordial colocó su brazo, cada día más delgado, sobre su cadera venida de los
corredores mismos que él caminó en una Grecia de dioses y una Dinamarca que no
se sabe si enloqueció ante el engaño durante toda la noche: El príncipe Hamlet
precede a Stanislavski en cuanto al método de interpretación.
Las cosas, cambiadas. Como si ella
también hubiese contemplado esas paredes derretirse un día, partir. ¿Por qué lo
dejó partir a una verdad tan grande y aburrida? Porque al intentar tener sexo
con él el organismo de su productor no respondía del todo y ella tenía que
colmar sólo la mente de signos exquisitos de exceso y ornamentos, antes de
llegar fuertes mareos.
Lo culpaba. Porque lo amaba.
Al otro lado de las cortinas pesadas
había un Sol desmedido y desgraciado que así nunca iba a poder volver a reír
ante la Fuente de Trevi. Una aguja entraba en su amado gran hombre y lo dejaba
hundido en el cenit de otras leyes. Sus labios tan suyos se apartaban a veces
para expulsar entre ellos un hálito atroz.
Se mecían del cuello simples ratos
de agrado porque se drogaba su hombre con algo más que ocio y dolor: Del teatro
de su productor iba quedando solamente un viejo telón. Tanto, que él ya en
ocasiones le pedía perdón.
Tomó las píldoras que hacían del
deslave de su depresión una sensación aún brutal pero físicamente placentera.
Ella no pudo, sin embargo,
contenerse más e introdujo al miembro de su amado en su boca inflamada que era
el mayor logro de entre todos los trazos de Dios. El sabor irremplazable y
pueril la invadió, conduciéndola a un punto de plenitud tan fuerte y obsceno
que aceptando “Te amo” ella lloró. Nunca amaría nunca a nadie, no señor, que no
fuera él. Fue ella quien lo decidió desde que lo conoció día tras día. Orgasmo
tras orgasmo, diálogo tras diálogo, en Los Ángeles o Nueva York, millonarios
los dos, gente hermosa y entregada al carnero del arte histriónico. ¿Cuándo
volverás? ¿No me están aseverando que nunca? Es que aquí estás. ¡Y no sabes
cuánto!
*
Él sobre ella. Ella miraba su rostro
mientras la penetraba atormentado, sudando, desquiciado en el deber de
encontrar placer aún en la vida: Esto es algo que te gusta, es sexo y lo disfrutas,
no digas que no, no importa que duela, no importa qué tan absurdo sea. Pero él
deliraba y ella lo veía. Él se lo había descrito: Sentía sus articulaciones
agarrotadas, como si su cuerpo fuera un puño de aros cartilaginosos que rehuían
el movimiento. Y en cuanto a lo mental, la cosa era un infierno: Para él no
eran dos cuerpos desnudos y carnales, sino carnosos y lastimados, como
lacerados y ensangrentados, llagados y horrorosos, hundidos en una melancolía
inhumana y vergonzosa, insoportable y nauseabunda, de la cual no se puede
escapar. Podía sentir cada célula de su cuerpo trémulo rechazando la menor
sensación física, mientras las emociones de la vida le insistían con la fuerza
del peor demonio que estaba desollado y hecho mierda removiendo las vendas
despellejadas por el acto al que era forzado a pesar de experimentar tanto
desconcierto que prefería estar muerto. Y todo en su rostro, en su mirada, eso
ella lo veía, claro y simple, entre sus piernas, como en los sueños. Estaba
dejando la heroína.
Cuando eyaculó, su productor se hizo
a un lado sobre la cama. Una nueva desesperación vino: Temblores y una
respiración brutal invadieron su cuerpo y le llevaron a una rígida postura
fetal. Pero era todavía un hombre guapo y bueno, y por lo tanto le supo decir a
ella: “Gracias por violarme”.
Al abrir las cortinas, desnuda ella
de él, cubierta apenas por una bata japonesa que llevaba abierta, su pubis
ahora se exaltaba de nuevo al hallarse en esa soledad de carne. Él estaba sobre
el lecho tan mal, tan arrollado por la existencia, que las cosas eran cuestión
de tiempo. El hecho de que su productor hubiese decidido dejar la heroína era
un permanente sentimiento de fogosidad y ternura, de agradecimiento y entrega,
que no era raro que ella se masturbara mientras él suplicaba pidiendo la muerte
o más calmantes. La marihuana le caía terrible, la cocaína era aún peligrosa,
pero le hacía bien beber. Cuando se alcoholizaba, siempre terminaba por salir
al pasillo en busca del elevador con intenciones de comprar heroína finalmente,
pero un par de antiguos policías vestidos de enfermeros lo depositaban con
gusto de vuelta en su infierno, donde un poco de Tchaikovski y con suerte una
fumada de opio acarician sus instantes con una objetividad que él no quería
pero con la cual confrontaba esa broma podrida de saber muy bien qué hacer.
Cuando mejoró fue necesario, sin
embargo, que viera videos de su actriz recibiéndolo duro de otros hombres, para
entrar en contacto con las glándulas malévolas que estimulaban las amapolas.
Era terrible esa cosa de a diario, pero era liberador tenerla llena de amor y a
un lado, llorando: Ella quería salir a tomar un café como cuando ella compró un
libro de art nouveau y él consiguió
la trilogía Snopes de Faulkner en un solo libro, cosas sencillas, también de
diario, porque el tiempo de pasarla en el egoísmo entre ellos dos era un
santuario, y sus senos de verdadero racimo y su miembro de pez siempre suave
eran inicio y conclusión de cualquier maldita orgía: ¿Cómo no iba a ser así?
Eran dos lindos individuos, sólo pensaban en sí mismos y juntos pensaban mucho
mejor.
Un café cuya espesa espuma fuera
suficiente para entusiasmarlo toda la tarde, porque ahora una cucharada de
hachís no era suficiente para subirle a Beethoven ni el jazz de unos créditos
iniciales de Woody Allen podía recordarle quién era él en el sentido más
profundo en cuanto a su persona y a sus convicciones artísticas. Cuando las
terapias, los medicamentos y el amor conseguían hacer de su cuerpo y cerebro
algo que no fuera una musa de sensaciones y
sentimientos más allá de las pesadillas, una mole orgánica que se sentía
rebanada con el agua de la ducha como una pierna de jamón vendido a granel en
el supermercado de madera entre los vinos y el foie gras, llegaba lo que él detestaba más: El aburrimiento.
“Baudelaire, célebre fumador de opio, le llamaba tedio”, “Lo sé, mi amor,
siempre me lo dices y significa que no eres el único escritor que lo padece”,
se decían, pero llegó un día frente a “El espejo” en el que su aburrimiento fue
tan agudo, tan directamente la cuestión del gran porqué de un drogarse, flotar
y alucinar y divagar y secretar cascadas de dopamina y hallar todo
celestialmente estimulante y novedoso, que su llanto surgió no como un quejido
tortuoso ni un aterrado alarido tortuoso ni un aterrado alarido de pavor y
muerte tortuoso, sino como el sonido triste y hondo del hombre que ha hallado
una verdad irremediable: él mismo frente a la imposibilidad pura, absurda y
desvelada. Ella nunca le había visto y escuchado llorar así, pero reconocía en
sí misma, en sus recuerdos, haber llorado de esa manera y haber presenciado a
otros hacerlo también. Sujetando su grande y simpática cabecita contra el pecho
con sus manos, ahora que él podría oírla, llenó su pelo corto con besos de su
boca y de su nariz mientras él se deshacía en lágrimas y ruidos, diciéndole:
“Tranquilo, mi niño; tranquilo, mi amor…”. Uno de esos llantos de la angustia
infantil en una de aquellas tardes oceánicas de la niñez, uno de esos llantos
del desamor adolescente que sólo puede resignarse para saber que no puede, en
realidad, aceptar una cuestión tan clara. “¿Te sientes muy mal, mi niño?
¿Quieres que nos hagamos un porro que te mande a algún círculo del Infierno? Ya
no podemos darte más opio, mi amor; pero quizá uno o dos opiáceos para el dolor
muscular”.
Lo que él quiso fue pedir LSD:
Quería que los objetos y los colores volvieran a moverse por todos lados en
este mundo, ¡quería poder rendir respetos a Tchaikovski y a Sergio Leone otra
vez!
A regañadientes, los enfermeros consiguieron
un par de ácidos al productor y a su bella actriz. Y aunque fue en cierto grado
contraproducente y una mala decisión, la pareja bella y joven pasó toda la
noche escuchando Pink Floyd. Fue, por decirlo de algún modo, una experiencia
desgarradora para los dos. Pero la droga funcionó y lo distrajo, tanto que, sí,
por un par de horas ambos creían que “se iban a quedar así”. Él sentía su
cabeza saturada de un aceite espeso que consideró era su cerebro escurriéndose
sin poder salir de su cráneo, mientras, arrodillada frente a una muralla de
zapatos de diseñador, ella sentía un arrepentimiento tan intenso que llegó a la
conclusión de que sus tacones la odiaban, eran un ejército y querían, realmente,
asesinarla. A la mañana siguiente, con un poco de LSD que había sobrado, él
volvió a meterse un viaje que requirió de un médico para solucionarse y de una
amenaza legal contra los custodios y la pareja, que no procedió “en esta
ocasión”: La pérdida de los empleos de unos y de la libertad de los otros.
En la noche comenzó a llover.
Estaban en la cocina. “¿Quieres irte a acostar?”, “No”, “Okey, bueno, está
bien… ¿Quieres un sándwich? Tienes que comer”, “No, no quiero un sándwich”,
“Pues tienes que comer”, “¡No! ¡No quiero un puto sándwich, ¿está bien?!”.
Ella fumaba un cigarrillo en la
sala. Pensaba que su depresión le haría perder esa guerra. Lo habían perdido
todo, se decía, porque era un todo bastante basto. No podía seguir ahí, todo,
simplemente, se había ido, ¡se fue! Hablaría con su agente para buscar algo de
trabajo por uno o dos años, ella… Ella tendría que partir y dejar a su
productor, ¡él se había hecho esto! Él no era ya el mismo, un hombre
delicadamente varonil y callado y más que sólo talentoso. Quizá un genio. Pero
esa noche y los últimos días era un hombre áspero y a merced de las exigencias
de un ser insaciable, brutal y que sólo quería tomar del mundo algo que la
vida, ¡según él!, le había quitado… Su frágil y grácil hombrecito de letras y trompeta
no estaba ahí con ella, sólo había un hombre desagradable y…
“Lo siento, nena… ¿Me perdonas esta
vez?”.
La actriz suspiró y volteó atrás: Su
hombre sonreía más buen mozo que nunca, con una sudadera limpia y los ojos de
un pastor cristiano. “Ponte tu saco, mi productor, ¡tenemos que salir de
aquí!”.
3
¿No es acaso California hermosa?
Sentados a una mesa con agua fría
servida en las copas más grandes y comiendo pan aún tibio con mantequilla a la
intemperie, en una terraza de un restaurante que estaba en la plaza de un
barrio cortejado por muchos millones de dólares con una fuente no tan
“mexicana” como “ca-li-for-nia-na” común para ese y los otros establecimientos
más allá del elitismo por estar más acá de un simple buen gusto, de “a pesar de
todo, es un lugar tan agradable que, ¡ni modo!, tenía que ser una cuestión de
muchisísimo dinero”; limpiándose con las servilletas blancas y frías de tela
blanca ordinarias; observaban los dos un cielo azul despejado casi por
completo.
Ella lo miraba. Siempre lo miraba. My own personal Septimus Warren Smith. Era igual de hermoso que siempre,
pero ya casi no hablaba, sino que se hundía en la cama, en el asiento, pensando
en sí mismo, que es la vida: Lo que perdí y todo lo que he dado, luego, lo que
escribí; y de nuevo, después de eras sin él, el culo más frondoso y
espectacular del orbe, cuyo sabor a cuero tierno y arenoso recibe la intención,
al final, triunfante, de dilatar su circunferencia valiosa para entrar presuroso
en la gruta del Cielo de una tierra de gloria que al mejor vino supera, esté
éste triste o no en la mejor copa, y que aún con resistencia tironea mi carne
apretando mi sangre, mi deseo, mi cuerpo y de ellos lo más sensible, para
insultarla un poco y dejarme llevar hasta el punto en que ella, su dueña
suprema, voltea hacia mí y recuerda su boca de corazón atolondrado que quiere,
a su vez, limpiar mi destino hasta derretir por completo el cirio de nuestro
celo consentido. La razón del amor y el amor de la razón por la cual…
Simplemente ella y nada más. Escribir por ella, en ella, y ya; escribiendo tan
bien que estaba en el estado norteamericano donde la marihuana es legal para
recibir un premio por una obra teatral tragicómica que escribió a través de “El
lobo estepario” de Hesse hasta llevarlo a las marquesinas de los lugares donde
también los letreros dicen algo salido del prisma del inglés luciendo
significados a los derechos y a los reveses en una gigante oración que rezó
finalmente:
CARE FOR A FLING?
Ella, su actriz, su pan con
mantequilla, un único ser, unos pechos de manantial que inflaban con su tamaño
mandado hacer por los ángeles que colocaron las montañas en nombre de Alá los
testículos de uno de los pocos varones de la modernidad que han podido vencer
la costumbre de la heroína.
Pero eso no implicaba que pudiera
hablar mucho.
Su productor, con su sudadera y su
saco, a través de maratones de “Curb your enthusiasm” y gozando ahora de un
tabaquismo formal, había llegado con ella ahí, para tomar un trofeo avant-garde y un puño de dinero que podrían
colocar junto a su Globo de Oro. Ahora él iba al gimnasio (“You go, girl! Congrats!”), y efectuaba el cunnilingus tan perdido
y absorto en la nada y el todo que su lengua no paraba de mecánicamente moverse
como el adorable idiota que siempre fue el amor de su vida; se olvidaba de que
estaba ahí y hasta que ella no le dijera con voz tenuemente ronca pero
acaramelada y lánguida y queda “Ven, ven…”, él no paraba de lamerle el coño y
meter en su sexo, o gap of flesh!, la
lengua pequeña y afilada de un elfo disperso y dulce. Era más que nunca su
esclavo sexual, aquel cuya libertad no implicaba un éxodo del ego ni una
emancipación de los milagros del beso más antiguo, sino una entrega, a nivel
alma y ciencia, a la romántica idea de la posesión y la lucha de un hombre por
una mujer and kiss me, my darling!
“Vamos a ver Casablanca”, “¿Te leo lo que escribí?”, “Te acompaño a tus
compras”, “Vamos por el conejo jugando en la Luna de granito que te mandé hacer
en la 5ta”, “Voy a explicarte qué sucede en la Avenida Pensilvania desde
tiempos en que trabajaba todavía en la Ford (¡Muerte a la Ford!) Robert
McNamara (¡Que muera Kennedy también, mi amor!) (Cierra tu puño, así, eso es, y
levanta el brazo hacia el cielo, como Leonard Bernstein y Elizabeth Taylor,
¡eso es, mi cielo, así!)”.
Saberlo completamente desnudo a
excepción de sus tennis blancos, con ese cuerpo atlético conmoviéndola sudando
con las piernas abiertas y los ojos virados, porque también tenía un trasero de
muy buen tamaño para ofrecer a su boca, que mascaba el saber de los sueños y
sus cuerpos de nube y piel, para masturbar su pene inmenso como si ordeñara a
una adorable vaquita una ubre escurriendo leche cósmica transparente y densa…
Porque su productor era él, el elegido por y para ella, aquel que ella prefería
a todos los hombres conocidos y por conocer que sólo conoció por haber decidido
en algún punto de su vida sexual perdonar la mierda de este mundo, él, quien la
hacía reír y ahora llorar: El que la hacía sentir, actriz suya y hasta la
muerte.
“Voy a fumarme un cigarrillo a la
fuente”, “Sí, no tardes”, “¿O vienes?”, “No, me espero, ve tú”. Pero no tardes.
La impaciencia de no tenerla con él, por poder ver dónde ella estaba era menor
que en un inicio, algo que dominaba ahora, pero en ese momento una persona, una
chica joven, la reconoció y gritó su nombre, y en menos de tres minutos ella
estaba rodeada de una pequeña multitud. Él no podía verla, la cosa se volvía
angustiosa; no siempre pasaba, mas cuando sucedía era un suplicio. Fue a
rescatarla. “¡Hey, hey, hey! Abran paso, esto ya terminó, ya fue suficiente”.
Nunca era fácil. Los seres humanos son agresivos y fuertes como cielos cargados
de la requerida electricidad para soltar su propia tormenta de relámpagos; sólo
hace falta una provocación. “Abran paso, abran paso…”. Hasta que se
desesperaba. “A ver… Muy bien cabrones, muy bien, ¡qué bueno que la admiren,
pero tengo que pedirles que vayan a sus propios hogares a joderse a sí
mismos!”. Sólo era cuestión de minutos, sin embargo. Estaban de vuelta a la
mesa, con un policía cerca, indiferentes ante la docena de miradas que se
interrogaban juzgándolos, comiendo pan con mantequilla.
Las conversaciones solían ser,
antes, muy fluidas. Ahora parecía como si, en realidad, no se agradaran el uno
al otro, aunque, lo sabemos, no era así. Él está colocado con barbitúricos y
coca para disfrutar únicamente de agrados físicos y el buen tiempo, y ella
tiene trabajo que hacer, además de recapitular lo sucedido anoche y hoy en la
ducha con su portento de macho pequeño y tranquilo: La verdad es que le
excitaba del modo más sabroso y sucio que la mente de él estuviera en un estado
tan deplorable y jodido. Sólo verlo ahí, ausente, nada más sintiendo,
literalmente, su cerebro, y enfocando su vista ante objetos que no pasaban de
ser fenómenos a su consciencia, le hacía palpitar su hegemónica pussy. Todo es mental, interior hasta
llegar la noche, en la que la actriz le pide un poco a su productor de la
cocaína, capaz de hacer alucinar a un elefante pero que a él sólo le ayuda a
relajarse un poco ya, de él para poner una pequeña montaña blanca sobre la punta
de su glande y engullir su pene, emocionado y dormido. Pero la verdadera corona
de la vida entre los dos, el enarbolar análogo al de la bandera de los Estados
Unidos en la historia mundial, era un intenso abrazo y un coloquio silencioso
de sus cuerpos, de una vida, del arte histriónico, de la celebridad sometida,
del triunfo sobre todo aquello que es engañoso en una dimensión donde el odio y
el engaño toca la puerta sin cesar jamás de la casa de todo hombre y mujer que
ha hallado en el rostro y la lengua el brillo perpetuo de las verdades
grandiosas que habitan dentro y que parten de ahí mismo, de la expresión de
todo oficio honesto: ¡Qué fácil sería juzgarlos, pero qué difícil emularlos,
pues sólo el arte permite comprenderlos!
Ellos mismos han llegado a
preguntarse qué es ordinario y qué no lo es. El secreto, sin embargo, es no
llegar a respuesta alguna y sólo abrir los ojos a la luz que enceguezca. Los
libros y los Doors, Lee Morgan y Freud, el saxofón, el buen vino, “Toro
salvaje”, Jesucristo, las culturas prehispánicas y el hinduismo, la tumba de
Napoleón, la ontología… el filme favorito de los dos: “Far from heaven”, todo
lo que del todo venga bien como un todo. Él sabía leer lo suficiente para
conocer bastante bien a Borges en su traicionera morada aledaña a Chile: “Pobre
de él, diciendo que no creía en la estética ni en las Escuelas, que decía que
son sólo estímulos y, por lo tanto, no un auténtico valor artístico. Porque
para mí el arte no es otra cosa que una sucesión de estímulos, creo que Borges,
al final, pudo ahorrarse sus prólogos charlatanes y dedicarse sólo a enviarnos
a las otras realidades que no conllevan explicación en su experiencia”.
Llegado su turno, el productor fue a
fumarse un cigarrillo, hábito posterior a su rehabilitación de la heroína, a la
fuente de piedra oscura. A él nadie lo rodeó ni lo acosó, ni siquiera los que
los acechaban al comer el pan con mantequilla. Nadie se acercó, incluso se distrajo
con unas flores, antes de recordar una misión para ese suelo californiano que
surgió después de que su sobrino supiera que iba a recibir un premio en Los
Ángeles: Encontrar a Snoop Dogg, hablar con él y pedir un autógrafo o
fotografía para ese hijo adolescente de su hermano mayor, abogado penalista de
trajes cruzados y corbatas anchas que nunca tendría suficiente de la Time ni de
la Forbes: Había leído hasta el número de Justin Bieber. Solamente que, si a
duras penas podía enfocar la vista o recordarse a sí mismo que era el ganador
de un premio para hombres y mujeres únicamente como él, que su pieza
experimental había triunfado no sólo en Nueva York y Kansas sino también en Los
Ángeles, ¿cómo demonios iba a buscar a alguien más, a otro ser humano que no fuera
su mujer hablando en una video llamada junto a él con Sofia Coppola para
determinar qué sería mejor hacer con respecto a alguna cuestión de un desfile
de modas al que asistiría el propio Dios? Es difícil, en ocasiones, saber qué
hacer cuando el mundo es un sitio tan hermoso y, a la vez, en los pasillos de
un hotel o en la soledad que perseguimos camino al mingitorio, tan surrealista
como una reunión aristocráticasocial de un filme de Buñuel aterrizando en la
isla de Marlon Brando. Situación de vida en verdad gloriosa y estimulante,
sí, pero, aunque deliciosamente, bastante confusa: A su productor no le gustaba
ni que le encargaran un paquete de cigarrillos cuando iba a la tienda. Pero su
sobrino era un pequeñito muy parecido a Eminem que siempre le preguntaba muy
atento y con ganas de ayudarlo, como si fuera El Padrino, si tenía problemas
con su chica, pues ya no le veía sonreír como antes, o “con ese trabajo tuyo,
tío, que si no fuera teatro estaría en blanco y negro”. Era un chico muy
despierto y con una sorprendente habilidad para canalizar su violencia y su
odio generacional a cuestiones meramente mediáticas, y como su tío no quería
que creciera para convertirse en un abogado como su padre, lo mejor sería
apoyar sus sueños actuales consiguiendo una señal de apoyo y ánimo del autor de
“Murder was the case that they gave me”.
Prendió el segundo cigarrillo con la
colilla aún ardiente del primero, pero su actriz le hizo señas, cándidas y
femeninas, de que los filetes ya habían llegado a la mesa; por costumbre
murmuró un pequeño “¡Maldición!”, su Septimus Warren Smith, y escuchó cómo la
mujer más bella del mundo le decía “¡Mira, mi amor, arriba! La estela de un jet
en el cielo”, eventualmente divertido y a un par de minutos de contemplar de
pronto, con sus labios profusos y sus ojos felinos, a esa actriz deliciosa y
besarla con fuerza, como si fuese él un gran hombre, para decirle “Te amo” y
concluir como siempre que su tipa era un sol.
*
Vino blanco, vino tinto, canapés, y
marihuana en un jardín compacto hecho de la noche, eran su vida temporalmente,
un logro, el triunfo, bastantes cientos de miles de dólares como premio; siendo
que era la pareja de su actriz, era percibida la situación como algo para él
usual, mas la verdad era que había escrito algo grandioso, aunque inspirado
gracias a la fuerza de la fuerza de su amor, era su soledad y su destreza la
madre de su cenital pieza teatral: Lo usual no era su obra y su victoria, lo
usual era semejante mujer, pero nadie, ni ellos mismos, tenían la manera de
reparar en ello fácilmente. Era una noche más de vivir situaciones predeciblemente
inesperadas. Y como para él tantas veces el mundo era un fenómeno tan vacuo,
tantas veces él lo llenó de sí mismo, como lo hacía de adolescente cuando su
hermano lo llevaba a los clubs nocturnos, o de universitario en las veladas de
caos e intimidad pulverizada de las fiestas de la colectividad de la facultad a
la hora en que la mayoría de los otros estudiantes hacían el amor entre la nada
y el vómito.
“Me gustaría no verme tan serio”,
pensó, porque, en efecto, parecía una momia recién despierta por un jalón de
coca con cristal.
–Estás en Los Ángeles… ¿No?
–¿En Los Ángeles? Eh, sí. Yo amo Los
Ángeles. “Welcome to Los Angeles, mr.
Fink!”
–Bueno, hombre, me alegro de que
estés consciente de la situación.
–Sólo de la situación estoy
consciente, el resto de mi persona se siente como una guitarra en manos de Jimi
Hendrix a la hora de comprobar en Woodstock quién bebió más cerveza…
–Sí, sí, lo que sea… Estás en Los
Ángeles, de acuerdo. Bueno, a lo que voy, oh gran hombre del drama…
–Y de la tragicomedia.
–Sí, sí, lo que sea… Yo, escucha
bien, yo quiero ser el primero y el último ser en la Tierra en ofrecerte una
buena cantidad de pasta por los derechos de “Care for a fling?”, para hacerla un filme. Podríamos conseguir a
Marc Forster.
–Oh, Marc Forster, adoro a Marc
Forster…
–Sí, sí, lo que sea…
–Pero no está en venta.
–¿Qué?
–“Care for a fling?”, no está en venta.
–¡Eso dices tú!
Su productor comenzó a reír ante la
amenaza.
–¿Eres peligroso?
–Sí, sí soy peligroso, ¡tenlo por
seguro!
–Voy a desplazarme a otro punto del
perímetro, hermano, ¿te parece?
–¡Llámame!
Su actriz, en cambio, se encontraba
sentada, en un cómodo sofá, entre el individuo más célebre del evento: una
víctima de Harvey Weinstein, que era su mejor amiga; y un famoso actor cómico
de televisión que no paraba de hablar de política.
–Piénsenlo, chicas: Estados Unidos
de América sí es un gran país…
Él insistía en que su nación había
dejado de ser la más poderosa del mundo recientemente debido a que,
precisamente, los norteamericanos habían decidido, después de informarse y
reflexionar sobre la verdad histórica de los U.S. of A. en el siglo XX, que no valía la pena ser el país con
mayor poder a cambio de ser también el país más injusto.
–¡Y la cosa no es tan sencilla!
Ahora somos vulnerables, sólo México nos está protegiendo… ¡Pero nuestras
generaciones de hoy no volverán a tomar una sola vida, ni un solo puto plato de
arroz, solamente por aspirar el estiércol de la superioridad política…! –y
concluyó–: Creo que estamos diciendo “No” a la guerra.
Pero ella no prestaba atención,
hundida en deleite en el perfume cándido ardiente de la portentosa actriz a su
lado, vieja amiga y confidente, rubia despampanante elegantemente, que la sabía
enamorada más que nunca: Ella se sentía el seno de su productor, un vientre de
un ser adorable al que gustaba de desquiciar sexualmente y presionar
intelectualmente para que leyera cada vez más a Óscar Wilde, como Carlos
Fuentes…
–¡¿Y qué me dices de los hijos de
puta que nos invaden desde abajo?! –exclamó un norteamericano, vestido de
fidelidad, texana, al actor de TV que las dos actrices ya no escuchaban. Pero
éste le contestó:
–¡Esos “hijos de puta” son Elia
Kazan, hombre, sé honesto!
El hombre que mandaba a sus
cortinas, ese era su productor, hicieran o no caso esas cortinas a su hombre…
Su productor, su dramaturgo, su drogadicto, su amante: ¡Ese hombre se iría al
Cielo en un buen día!
–¡Hey! Ya me contestó Snoop –le dijo
su amiga.
–¡¿De verdad?! –exclamó su actriz.
–Sí, mira.
Ella recordó al sobrino de su hombre
y preguntó a su gloriosa colega si de casualidad no conocía a Snoop Dogg.
–Conozco a Dre –le había respondido.
–¿Dr. Dre?
–Sí, ¿quién más?
–Y él conoce a Snoop, ¿verdad?
–Bueno, la verdad es que todos
conocen a Snoop Dogg en California…
–Supongo…
–Pero sí, Dre y él son auténticos
cómplices.
–¿En el rap?
–¡Y en el crimen, perra, ¿qué te
crees?!
¡Snoop Dogg no tardaría en llegar
ahí!:
She
was so excited.
–¿Por qué Trump? –continuaba el
actor de TV ganador del premio Emmy, frente a su súbito interlocutor.
–¿Y por qué no Trump? ¡Kanye West lo
apoya!
–¿Tú qué sabes de Kanye West?
–Bastante.
Su actriz apuntó dispersa:
–Acabo de ver al señor Trump en una
película de Woody Allen. ¡Y no en cualquier película de Woody Allen, no! En “Celebrity”; el director de fotografía
fue Sven Nykvist…
–¿Seven Nicklevest? ¡¿Quién putas es
Seven Nicklevest?!
–Sven Nykvist, el director de
fotografía de Ingmar Bergman, dulzura –apuntó su cercana amiga.
–¡Y Woody ama a Ingmar Bergman!
Carajo, hombre, ¿no te sabes la historia?
–¿Es en “Manhattan” o en “Annie
Hall” cuando el personaje de Diane Keaton le dice al de Woody que Ingmar es
parte de su lista de gente “sobrevalorada”?
–Uy, ya me confundiste, pero
recuerdo la escena, caminan por la calle; Diane lo improvisó, estoy segura.
–¡Lo mismo pensé yo!
–Mujeres… –se quejó el actor de TV–.
Mujeres apoyando a Trump…
–¿Por qué, a quién quieres apoyar
tú?
–¡A Obama!
–Se llama Kamala.
–Vaya, ¡qué gracioso! –apuntó con
sarcasmo el bajo histrión, que esa madrugada moriría de una sobredosis leyendo
un guión bastante aburrido sobre la vida de Robert Downy Jr., que le
ofrecieron. Lo que llamó la atención fue el disfraz en el que se halló al
cadáver: Intentando entrar en personaje, el actor anti-Trump, al no encontrar
un disfraz de Batichica de su talla esa misma noche, tomó de un baúl uno de
Gatúbela, para fallecer en él sin haber querido otra cosa que parar.
–La verdad es que no es ninguna
gracia. Si Kamala Harris queda de presidenta, ¡bien por los ciudadanos
norteamericanos, y lo digo en serio, se ve que es una gran mujer! Pero
si gana Trump, ¡bien por Estados Unidos!
–Estás perdido, pendejo.
–Y tal vez soy tu padre, cabrón,
¿cómo te suena eso?
–Me suena a un imbécil que se la
chuparía a todo fascista que se le pone enfrente.
–Lo siento, pero no hay fascismo en
Texas.
–Tú y Nixon se pueden ir a la
mierda.
–Nixon terminó la guerra de Vietnam,
esa pequeña guerra que comenzó el marica de Kennedy.
–¡¿Podrían callarse los dos?! Puta
madre, es como estar con mi novio.
Su productor, mientras tanto,
recibía toda clase de comentarios sobre su obra teatral.
–Lo que más me gusta de ella es lo
que más me gusta del arte moderno en general: Que no tiene final.
–Sí tiene final.
Un hombre muy serio se acercó a él y
le dijo:
–Hola, viejo, me alegro estar aquí,
para darte una sugerencia para tu próximo trabajo.
–Ah, ¿sí?
–Sí.
–¿Y cuál es esa sugerencia?
–Integrar un poco más de Beckett.
Inclusive una referencia al concepto “sombrero” del sombrero.
Su productor, así mismo, también
llegó a comenzar algún intercambio breve de comentarios, sobre todo ante la
mesa del caviar que, aun siendo rojo, era tan ruso como el tiempo. A una chica
irlandesa desaliñada, al oír su acento y preguntarle si era, en efecto, teta e
historia del viejo Boston y recibir una afirmación como respuesta, le dijo:
–Vaya, yo amo a James Joyce. Pienso
que el primer capítulo de “Ulises” es lo más bello que se ha escrito en el
idioma inglés.
–Sí, James Joyce está bien.
–¿Te gusta el último capítulo? Es
difícil.
–Nunca llego a esa parte.
En el jardín, un autor mexicano
tomando una cuba libre y ofreciéndole
unos buenos toques de su porro, a pesar de que la costumbre californiana suele ser
cada quien con su delgado “flautín”, le decía:
–¡Puta, qué bueno que hay ron! Yo
soy “cubero” de corazón, desde que
era un chaval.
–¿”Cubero”?
–Sí, “cu-be-ro”: El que toma cubas
libres… ¿Sabes cómo hacer la mejor cuba libre de tu vida?
–Supongo que no, ¿cómo?
–Un vaso de un litro no ornamentado.
Lo llenas de hielo y lo llenas de bacardí blanco, y lo pintas con un chorrito
de cocacola. No se sube para nada, al contrario, te nivela, y se llena tu
buchaca de puro, escandaloso bello alcohol tierno.
–Oh, vaya.
–Sí… ¿Qué tal la yerba? ¿Creerás que
es la misma que fumo en la Ciudad de México? O bueno, cuando no estoy fumando Chronic. La conseguí aquí, para mi
sorpresa. Se llama Mexican Mellow.
–Está buena, muy buena.
El actor se acercó a él como de manera
confidencial:
–Como tu obra de teatro, hermano. Es
grandiosa.
–Te lo agradezco. Me alegra que te
haya gustado.
–Se la voy a recomendar a Pedro,
para que la vea en internet.
–¿Pedro Almodóvar?
–¡No, hombre! Pedro Sierra, el dueño
de la Comercial.
–¿Qué carajos es la Comercial?
–¡La Comercial Mexicana!
–¿Y qué putas es eso?
Tanto su productor como el actor
comenzaron a reír.
–¡La yerba nos está pegando,
hermano!
–Sí, lo sé… ¿Pero qué es la Comercial?
–Un grupo de supermercados.
–¿Un grupo? ¿Es un consorcio
corporativo?
–No no no, bueno, sí pero no, así no
se le conoce…
–¿Qué?
–Es sólo una.
–¿Una qué?
–Una tienda.
–¿En la Ciudad de México?
–¡No, en todas partes!
–No te estoy entendiendo nada,
viejo. ¿Una sola tienda está en todas partes, como Dios?
–¿Dios?
–Sí, viejo, es omnipotente.
–¡Cielos, cabrón, no! Es una cadena,
una franquicia de varias tiendas que se llaman igual, que son la misma.
–Ya. ¿Y Pedro es el dueño?
–Sí, Pedro es uno de los dueños, si
cuentas los accionistas.
–Wall Street, ¿no?
–No lo sé.
–Debe ser un hombre con mucho
dinero.
–Sí, lo es, vive en Reforma.
–¿Qué putas es “Reforma”?
–¡Ah! Es una avenida en la Ciudad de
México.
–¡Ah, ya, ya,! Pues, bueno, ¡bien
por él!
–Tiene SIDA.
Un joven peculiar, entusiasmado y
alegre, empezó diciéndole:
–Tengo una idea súper padre. Yo hago
animación.
–¿Cómo “Animatrix”?
–No, como “Animatrix” no.
–¿Como “Las trillizas de
Belleville”?
–No –y soltó una risita nerviosa–,
como “Las trillizas de Belleville” no. Es un filme animado para niños, ¡y
también para grandes!
–Sólo te pediría algo, viejo.
–Eh, ¿qué?
–No plagues tu película con chistes
para los padres, ya sabes, para que no se aburran y que sigan regresando al
cine con sus niños.
–Aunque, bueno, parte del cine de
animación…
–Disney no hacía eso.
–De acuerdo, de acuerdo, era una
época diferente, de la posguerra.
Su productor no aguantó reír un
poco. Levantó la ceja y preguntó:
–¿La posguerra?
–Sí.
–Ehm, pues ahora que lo dices, puede
ser, como el film noir, sí. Pero
disculpa, por favor continúa.
–Sí, hombre, te decía. Eh, el cine
animado que hago es infantil, sin importar si tiene bromas o no.
–Y tienes un proyecto…
–¡Es correcto! Un filme sobre
pandas.
–Por lo que sé (tengo un sobrino),
hace años salió una película animada sobre pandas.
–Ajá, pero… ¡Mis pandas andan en
patineta!
Hubo un pequeño silencio un tanto
incómodo. Su productor dijo:
–Eh, tengo que ir al baño, viejo.
–Ah, oh… Pero, ¿qué te parece?
–No sé, tengo que pensarlo.
–¡Ah, vamos! Sólo dime si suena bien
o no.
–Lo que te puedo decir es que no sé
por qué me estás diciendo esto.
En cambio, su actriz y la mejor
amiga seguían en el mismo sofá. El actor de TV y el fiel norteamericano seguían
discutiendo:
–¿Y qué me dices de los Panama Papers?
–¿Qué sobre ellos?
–¡Trump está ahí!
–¡Oh, vamos, cabrón! Obviamente es
una inculpación. Está ahí por un par de irregularidades en Las Vegas, ¡por
pendejadas! Son acusaciones estúpidas, eso es lo que son…
–¡Está ahí junto a Irán, I-RÁN!
–¡Por favor! Jesús… Además, ¿qué
clase de enfermo se pone a leer los Panama
Papers? Esa mierda es la lectura de Timothy McVeigh, imbécil, no de un
hombre informado…
–Pues, bueno, cabrón, por algo los
Estados Unidos se están levantando en armas.
–Ah, ¿no me digas?
–Te lo estoy diciendo.
–Pensé que los demócratas estaban en
contra de las armas.
–La voz es un arma.
–Sí, cabrón, lo que sea… Hijo de
perra… Oye, ¡¿por qué no vas a joder a tu madre?!
–Ay, Dios mío… –se dijo su actriz.
Su amiga apuntó:
–¿Por qué no volvemos a eso de que
Estados Unidos no quiere aplastar al mundo entero sólo por mantener el poder?
–Ojalá que los árabes nos jodan por
el culo –dijo una voz clara, prístina, sosegada, que pertenecía a un hombre que
había estado de pie escuchando la discusión; un hombre joven, claramente un
cómico, una especie de Adam Sandler combinado con Ben Affleck.
–¿Cómo? –preguntó el actor de TV
(que moriría esa noche).
–Digo que ojalá los árabes nos jodan
por el culo.
–¿Otra vez? –apuntó su actriz.
–“Otra vez” no; el 9/11 fue sólo un rim. Muy bueno, sí… Muy, muy
bueno… Pero ¿qué hay de realmente volarnos el trasero?
–Bueno, hay que tener en cuenta que
los musulmanes no permiten la sodomía.
–¿Y el sexo oral?
–Yo te lo podría decir –comentó la
mejor amiga, nostálgica.
–Que yo sepa, los talibanes sí se
dejan por el culo. Son reformistas, ¿saben?
–Sí, ¿y por qué no se lo comentas a
Osama Bin Laden?
–Porque está muerto.
–Ay, Dios mío… ¿Qué edad tienen?
–¡Tú cierra la boca, maldita fulana!
–estalló el actor de TV.
Los ojos hermosos de su actriz
parecieron resurgir de un letargo divino patrocinado por Alá, abriéndose como
un par de lunas llenas, por la indignación.
–¡¿Discúlpame?!
–¡¿Qué, perra?!
–¡¿Por qué no te jodes a ti mismo,
ojete?! –bramó su actriz, levantándose– ¡Tienes un Emmy, perdedor!
–¡Sí, él tiene un puto Emmy… y yo:
una pistola!
El fiel norteamericano extrajo de
entre su ropa, un tanto de otra parte, un arma de fuego bastante grande, de un
metal mate, ¡fría!, y muy lejos del viejo glamur estadounidense bélico popular.
La dirigió al actor de TV.
–Primero Trump y ahora las damas
aquí. No creo que vaya a permitírtelo, mequetrefe.
Un nuevo silencio quiso reinar, pero
los murmullos, el descarnado show mayor, el hartazgo, provocado ¿quizá?, por
los canapés, de esa gente, de esa mesa minúscula, ante la vieja violencia
americana, además del grado alto y estupefaciente de toda clase de drogas de
salón, pusieron una atención casi calmada en un suceso más donde el Partido
Demócrata sólo sabía pedir pedir al pueblo, el pueblo juzgado como “sin
cultura” por aquellos que no reparan en la cuestión del hecho de que los
Estados Unidos de América es una cultura de apenas unos siglos y aún no de
piedra, pero ahora inocente, al pueblo del águila clara que junto al águila
parda son la profecía bíblica que nombra “El lugar donde se juntan las dos
águilas”.
–Antes que nada, ¿quién carajos eres
tú? –le preguntó, sin despegar la vista del actor de TV, el norteamericano fiel
al cómico que seguía de pie ahí sosteniendo su trago.
–Sí, ¿quién carajos eres tú, hombre?
–se oyó un quedo comentario.
–Tan sólo su judío de siempre,
amigos.
Hubo tanto risas como suspiros de
alivio y un par de idiotas que comenzaron a aplaudir.
–¿Estás con Bush, amigo?
–Ahorita no, estoy aquí.
–Lo digo en serio, compañero, y lo
digo sosteniendo a la hija consentida de la Magnum .44… ¿Estás con Bush?
–Puedes apostarlo: Soy un musulmán
converso.
–¡Yo también! –dijo alguien en el
público– Pasé años denigrando a los judíos, circuncisos, hasta que un viejo
refugiado de Bosnia, porque también era un musulmán converso, aquí en América,
mi gente, me habló de la circuncisión islámica.
–¡Amén!
–Se dice “Amín”.
–¡Amín, mi negro!
–Aunque suene irónico, inclusive
gracioso, me circuncidé en un Mount Israel en Miami, por un descuento de la
temporada en la tarifa final.
–Bien. Entonces no estamos solos
–dijo el norteamericano fiel… quitando el seguro a su pistola.
Pero para cuando estaba ocurriendo
este acontecimiento, a su productor ya le había sucedido esto:
–Debería montar una puta oficina en
este lugar –exclamó para sí, y a su espalda escuchó:
–¿Por qué? ¿Nunca has estado en una
situación propia que no sean las obras de arte con las que bendices a tu grey?
Su productor volteó y no pudo evitar
decir:
–¿Qué putas fue eso, viejo?
–Un hombre que ha seguido tu
trayectoria, muchacho. Mi nombre es Abdullah Meryem. Soy turco.
–¿Turco?
–Sí. Soy turco. Y Dios me ha traído
hasta aquí.
–Jesús, ¿desde Turquía?
–No, desde Atlantic City.
–Oh, bien, eh, ¡un placer! Soy… ¡yo!
–Sí, lo eres… Y también fuiste el
productor de “My cum is gorgeous”,
esa obra antisemita del Off-off-Broadway.
–Ah, vamos, no puede ser antisemita
si la escribió un judío…
Los dos rieron después de un
silencio esclarecedor y puro: El arroyo del que bebió una cierva… del bosque de
una sierva del Señor.
–Por ti he leído casi todo lo de
Philip Roth.
Su productor sonrió, un tanto
sorprendido, ante la mención tan estimulante de su escritor favorito que…
–Tú hablas con él por telepatía,
muchacho.
–Oh, bueno, tanto así como levantar
el iPhone no, pero sí… alguna vez lo hice, claro, tuve esa fortuna.
–Esa orgía de luz.
–Si así lo desea, señor Meryem.
–Sobre todo, muchacho… cuando
consumiste heroína todo ese tiempo.
Su productor sintió cómo él mismo
empalidecía, cómo nunca ella se sale del todo de “ahí”, de ese sitio entre el
estómago y el amor, con las garras clavadas en nuestro corazón como los ojos
amarillos de un gato enflaquecido y majestuoso que dolorosamente nos sigue
adorando: Esa libertad criminal, ese incurrir en Kafka de manera temporalmente
plácida, ese pecado contra la blasfemia, que se ha ido, volcándose en un charco
que, si nos asomamos por la ventana de nuestro apartamento en la 5ta, podemos
ver dándole de beber a las viejas ratas que han leído los pergaminos de nuestra
genialidad con dueño, ese hombre del paraguas que pasa por Amsterdam y Reynosa,
entre suicidas y un pachá, por la sangre de algunas venas, que ha escrito lo
anterior para pagar un carnaval que nos observa insaciable en el baño de un
loco casual: Una poesía que no quiere ser poeta, un poeta que no puede ser la
otra poesía, porque se agota el desdén cuando arde la pasión, y termina uno
estampado con la prosa maldita de un escritor aburrido que sólo tiene para las
putas sus llagas y su resurrección en un mundo del mal, creatura que…
–¿Muchacho?
–¿Eh?
–¿Estás ahí?
–Eh, sí… Sí.
–Mira, mejor, ¿qué te parece que
enaltezca un cuarto aquí atrás con algo que, si lo acostumbras y permites, puede
hacerte mirar, tal vez, la silueta del resto de mi vida?
–Suena bien, señor Abdullah…
–¿Todavía fumas… opio?
–¡Oh, no! Digo, me refiero a que
sólo lo hago con mi novia, en casa.
–Ah, lo siento…
–Pero, espere, señor Abdullah, para
algo debe servir esta porquería:
De su saco, su productor sacó un
teléfono celular, una especie de mac de la NASA que le vendieron alcoholizado
mientras esperaba atormentado que su actriz firmara unos cuantos autógrafos
después de meterse todo Bolivia por la fosa derecha un fin de semana en el
peligroso Detroit… Pero, en fin… Le escribió a su amada un mensaje preguntando:
“¿Me dejas fumar opio con un hombre turco muy amable?”, “¡No!”, “¿Por favor…?”,
“Haz lo que quieras, entonces”, “Venga, ¿estás enojada?”, “Sí, pero no contigo,
perdón… ¡Fuma, disfrútalo, es tu fiesta, querido, no te voy a dejar por eso y
vas a regresar al hotel conmigo”, “¿Lo dices en serio?”, “Sí, anda… ¡Te amo!”
–Permiso concedido, señor Meryem.
–Sígueme.
Lo siguió a un cuarto en el fondo de
un pasillo azul terso, junto a cuya puerta se hallaba, encendida una lámpara de
pie. Al entrar, después de que el místico turco le cediera el paso, una
habitación cubierta de detalles le recibió. Un hombre sentado sobre unos
cojines le señaló un pequeño tatami cubierto de mil grullas bordadas, donde su
productor se acostó. El señor Meryem le dijo:
–Si me lo permites, muchacho,
quisiera leer un texto del que me habló Dios. Un texto tal vez insignificante
para ti, pero significativo para glorificarLe en nombre del arte, de la
relación entre tú y yo: Tú eres mi escritor favorito.
–¿Cuál sería, señor Abdullah?
–En verdad, creo que cualquiera,
amigo mío, que no haya leído yo antes.
–Eh, tengo varios en esta cosa –dijo
su productor refiriéndose a su celular–. Pero, supongo que uno…
–¿Sí?
–Uno que me deprime, con el que no
supe qué hacer. Lo escribí la primera vez que me inyecté, en el Bronx. Trata
sobre Sita, un ser que menciona “El Ramayana”, la encarnación de la esposa de
Vishnú, al que siempre confundí con Ganesh hasta que mi chica me corrigió,
Lakshmi, y después, habla de ella, de una actriz y su espejo, y de mí, en un
balcón. Esa noche ella no llegó a dormir. Fue la primera vez que se acostó con
otro hombre. Son apenas unos apuntes, pero, bien, espero que le agrade.
–¿Tiene título, mi amigo?
–Tentativo.
–¿Cuál es, muchacho?
–“El dios abandonado”.
–No te pido más.
Su productor le extendió su máquina
al turco señor, con el archivo abierto.
–Lo traigo aquí porque a ella le
encanta.
–Amigo, duerme.
El hombre sentado le extendió una
pipa apache rellena de una pequeña esfera de opio.
–Es de Vietnam.
–Okey…
Su productor comenzó a fumar,
mientras Abdullah Meryem se acomodaba y le decía: “Amigo mío, yo ya estoy
muerto”.
El hombre sentado le dijo al
escritor:
–Ven.
Y:
Ven ven ven ven ven ven ven…
–Dios es mi testigo de que estoy a
punto de jalar el gatillo.
–¡Vamos, tranquilo, hombre, nadie
tiene que morir!
–Voy a disparar contra este hijo de
perra!
El espectáculo llegaba a ese punto,
a esa situación provocado por los Demócratas de la era de Bayden, uno de los
tantos acechadores degenerados, decían los Republicanos del former president Trump; el actor de TV
perdió los estribos y llanamente dijo:
–Prométeme que vas a hacerlo, que vas a disparar: ¡Promételo,
hijo de puta!
En ese instante, una voz entre el
público exclamó con emoción y asombro:
–¡Ay, Dios mío, cabrón! ¡ES SNOOP
DOGG!
–¡¿Qué?! ¡¿Dónde?!
–Aquí mismo, negrazo –dijo el buen
rapero míster Snoop Doggie Doggie Dogg-Dogg –¿Qué hay, perras?
–¡Hola, Snoop! –coreó la audiencia.
–Él traerá una pistola también… –se
oyó el comentario.
–Él mató a un hombre, sí…
–Eso es cuestión de mí –dijo Snoopy–
Lo que no es cuestión de mí es este vaquero a punto de volarle la cabeza a este
pobre tonto… Negrazo, suelta el arma, mi hermano –dijo con calma reconciliadora
el gran espíritu de la Costa Oeste.
–No, Snoop, estoy harto de estos
cabrones…
–Vamos, compañero, dame tu arma,
hermano.
–Él tiene que pedir perdón a mí y a
Trump.
–Uy, sí, eso realmente va a pasar
–respondió el actor de TV con sarcasmo y autoimprudencia.
–¿Qué tal un par de pistas desde
atrás, de Texas?; podemos darle chop
& screw como en Houston, negrazo, y todos relajarnos y seguir bebiendo.
–¡Estamos fumando yerba también,
Snoop! –se lanzó desde el público.
–Bien, entonces, cabrones, ayudemos
a nuestro amigo aquí a bajar esa puta bazuca… Suéltala, hermano; puedes
quedarte o puedes irte, pero suéltala como si estuviera caliente… Me refiero,
yo estuve en la cárcel y en un juicio por humear un par de cabrones, y todo
deja de ser tan agradable para uno y para sus perras: Déjame ofrecerte un
porro, mi negrazo.
El norteamericano fiel bajó el arma
y la guardó de vuelta en el interior de su atavío.
–Ese es mi negrazo… Ahora, cabrones,
¿quién es el chico del cumpleaños?
Su productor regresaba. Pudo
observar en el hombre sentado un tatuaje grande y oscuro de una Luna turca que
entre las dos puntas de sus extremos sostenía una pequeña Estrella de David.
“El mundo nos llama”, pareció decir el ángel que cuidó desde arriba de su
cuerpo a su cuerpo esparcido en el tatami de las mil grullas. Su productor
podía sentir una densa sustancia suave masajeando el interior de su ser. Con
ayuda del señor Abdullah se puso de pie. “¿Todo está bien?”, “Eso espero, muchacho.
¿Todo está bien?”, “Tan bien como es posible”. En dos segmentos de un tiempo
invisible pero no desapercibido, sino callado a la visión de la consciencia, el
señor Meryem y su productor caminaban por el ministerio del misterio del
secreto pasillo.
–¿Le importa si prendo un
cigarrillo, señor Meryem?
–No, amigo: Préndete.
–Estoy un poco mareado…
–Eso es natural, has de estar
agotado, mi amigo.
Llegaron ambos, en otro santiamén,
entre unas pocas personas que aún reían y tomaban, al sofá donde su actriz
fumaba un cigarrillo con la mejor amiga. Al verla, el espíritu de su productor
inundose de placer y estímulos de amor romántico, y exclamó:
–¡Hola, nena!
–¿Dónde estabas?
–Con el señor Meryem.
–¿Con quién?
–Con él, el… –dijo su productor,
pero al voltear a su lado y después hacia atrás, no encontró el menor rastro
del señor Abdullah.
Su actriz se dirigió a su amiga.
–Nos tenemos que ir, niña: Te
llevamos.
–No, cariño. Traigo mi auto; vayan y
hagan lo que tengan que hacer.
Su actriz se puso de pie.
–Toma, aquí. Lo dejó Snoop Dogg para
tu sobrino, cabrón –le dijo fingiendo enojo.
El presente era una cadena de oro
y brillantes que consistía en las
palabras: “Death Row Records”.
–Dijo que si nos quedábamos unos
días en California le habláramos.
El tesoro incomprable irradiaba
destellos de ríos dorados y destellos de roca blancos.
–Háblale mañana, esto no lo haría
cualquiera. Es el hombre más amable del mundo.
Recargado en ella su actor, ambos
salieron al momento, el más frío, de la oscuridad grandilocuente, previa a las
acuarelas moradas y grises del alba, de la madrugada.
Una limusina los esperaba.
–Oh, no, en limusina no.
–No seas pesado, estás casado con
una actriz.
–¿Casado?
–Sí. Por recomendación de Snoop,
vamos a casarnos tú y yo.
El chofer abrió la portezuela de la
limo.
–Bueno, por mí está bien, amor mío.
Vamos, ayúdame a entrar.
–Te ayudo a entrar, Septimus.
–¿”Septimus”? ¿Septimus Warren
Smith?
–Sí, mi muy propio Septimus Warren
Smith, nene.
–Sí, aunque es un poco cruel, ¿no
crees?
–Es Virginia Woolf.
–Ella es un poco cruel.
–No, no lo es.
–¡Sí que lo es!... Pero bueno, si es
porque me amas, yo también te amo, Liz.
–Yo también te amo, Dick.
Su productor se acostó en el asiento
largo lateral y ella junto a la portezuela. Seriamente pero sin verdadera
preocupación, le preguntó:
–¿Estás bien?
–Sí, bastante bien, muy bien… Mañana
te contaré la experiencia… Fui iluminado por Alá, nena.
Ella sonrió divertida:
–¿De qué estás hablando?
–De nada, mi amor. De nada.
–Oye…
–¿Qué?
–¿Te apetece una noche de bodas
conmigo?
Su productor intentó enderezarse,
pero sólo contestó:
–La verdad sea dicha: Más que la
vida misma.
Su actriz extrajo una pequeña caja
de plata, que contenía antigua cocaína rosa de Miami:
–¿Quieres un poco, señor iluminado?
–No, no, después.
–Bueno, porque yo sí… Estas nenas no
se hacen grandes solas –ella le dijo refiriéndose a sus pechos.
–No, no lo hacen solas.
Pronto, ella se acercó a él gateando
desde su asiento a aquel donde estaba tumbado su futuro esposo. Introdujo su
mano divina en los pantalones de su actor.
–Hola ahí, grandulón.
–Hola, mi amor.
Mientras ella lo besaba, sin embargo,
su mente se percató de que había olvidado el dinero del premio. Pero no dijo
nada. Ella ni recordaría ese dinero. Sólo quería casarse con él. Y era verdad
eso de que lo amaba. Él la amaba a ella también. La cuestión era bien simple.
Su actriz se lo dijo:
–I love you, Van Gogh.
–And so, I love you, my hoe.
FIN
Querétaro, Qro.
Jul-Ago, 2024
Eric
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