EL HOMBRE QUE SE PERDIÓ EN EL MAR (Cuento)

 

EL HOMBRE QUE SE PERDIÓ EN EL MAR

 

 

PRIMERA PARTE

 

            Cuando ella supo que él se perdió en el mar. Cuando se dio cuenta, cuando ya no regresó y no iba a regresar. El primer ocaso fue sospechoso, el quinto fue terrible:

            Una pesadilla de la que nunca desperté, pero pues se hace la fiesta, ella dice, ella piensa. Y sí, en el aniversario de la desaparición se hace la fiesta y muchos hombres y mujeres, incluso niños, terminan perdidos también, jalados por el mar y sus cansancios.

            Así es el día más importante de La Paz, pueblo homónimo a la capital de Baja California pero muy distinto, apenas una comunidad que creció antes de perderse en su costa, en su fiesta, sin consecuencias. Sí, bailar hasta entrar en trance, y comer para producirse calambres, y en el atardecer entrar en las aguas que van picándose, hallándose, atacándose.

            Él está en algún lugar seguro viendo su fiesta. Está en el Reino de los Cielos, eso lo sé bien; era muy devoto de la Santa Piadosa Madre. Ella lo recogió. Él tenía su escapulario; Ella pasó por él el primer domingo que pasó en el Purgatorio, primero Dios.

            Ella dice.

            El mar se llena de carne; el mar es una mente inmensa que se llena de carne ebria… Absorbe el latir de los corazones como absorbió la presencia del hombre que se perdió en el mar.

            Él tomó su lancha de remos, para pescar. Le gustaba adentrare en el mar, decía que para pensar en mí y en la Virgen. Ya de eso hace doce años. Doce años de lágrimas (lágrimas saladas como el agua de mar), ocho años de fiesta.

            Ocho años de gente desnuda, nadando o en pequeñas barcas de remos, bajo el atardecer sangrante; quemándose con el Sol y en el agua agresiva.

            Cuando anocheció el primer día, ¡tonta de mí!, pensé que se había quedado dormido en su lancha. Eso se me figuró.

            Sí, después de la comilona y la bebida y la danza, del desenfreno, se avienta la gente en el océano.

            Yo me quedo. Soy de las que les cocina. Me pongo luego a beber y bailo, pero no me meto al mar; me regreso a prenderle veladoras a la Virgen… para que él regrese.

            Anochece. Los últimos gritos, los últimos tragados por el misterio de la abducción. Los últimos muertos. Alguna vez regresó un muchacho, gracias a la marea, con una pierna menos que le comió un tiburón. La Luna impera, encela a las olas lesbianas; lenguaje embravecido, signos de caos proyectado por el destino: Un destino elegido. Una vejación de la coherencia en la civilización, pero también una idea formal en lo filosófico… ¡en la libertad de la idea! En el desplante, en la desnudez y en la victoria. Desaparecer y no.

            Mi sobrina, la que me ayuda a prepararles la comida, ella sí que se mete al mar. Los últimos años, se mete con su novio. Parece que el año pasado hicieron algo ahí, metidos en el agua. Allá ella…

            Sí, adentro es diferente. Mis pechos estaban afuera. Él entró en mí, entró en mí, las olas nos elevaban, nos golpeaban, dentro de mí fuera de mí dentro de mí. Los bailes con los tambores y guitarras y palos gruesos cortos con conchas y caracoles, flautas: Los tragos eran los que trajo mi tío de la ciudad (del Distrito Federal) y que él llamaba “congas”. Sí, mi tío era chofer de una familia con mucho dinero, y por eso mi hermano tenía tantos problemas con él… Congas y ginebra y cerveza y aguardiente; penes a medio parar y mujeres mojadas, en su mayoría ya peluditas. Bajo el Sol, contra el atardecer, entre la noche iluminados con el fuego pegado al queroseno. ¡Es una fiesta que celebra la tristeza de ver a mi tío partir, a la Muerte esconderse, esconderse por siempre; y también es un festejo de la bonanza reciente de lo que apenas hace unos cuantos años era una aldea de pescadores ¡iletrados!... El patrón de mi tío… ¡nos ayudó tanto por ayudarle a él!

            Pero ni siquiera sabemos quién es. Y a quien se festeja es a mi tío, el hombre que se perdió en el mar.

            Un niño de diez años se ahogó y lo resucitaron de vuelta en la arena; de vuelta a la vida, a la vida, a la vida… pero con un atrofio cerebral permanente.

            Cuando se soltó el espectro oloroso de la marihuana, él tomó uno de mis pechos y metió su punta en la boca. Sentí el calor, el calor, los dientes alrededor de la corona del pezón y, después, de casi todo el seno. Seno. Matriz. Madre.

            Mis tíos nunca fueron madre. Nunca.

            Era un gran amante. Yo sólo sabía, con toda humildad y, por lo tanto, un tanto asustada, que no me engañaba porque hacía el amor como un católico… Era un hombre bueno. Cosechando peces, destripando pescados, comiendo ceviche.

            Soy un soldado de la Virgen. Soy un canto, un cirio. ¡Me pego en la espalda!

            ¡Me golpeo en la espalda, me pierdo!

            Ella me enseñó a hacer el amor sobre el lecho duro del colchón fino de la cama de Reforma. Tan católica, ella. ¡Y tan católico el patrón: puta…! El traje, la corbata y el español que me enseñó mi padre. Mi padre el bastardo, no reconocido pero aceptado por mi abuelo… el secreto gachupín, jodido y loco; flaco moribundo, tifoideico y negado a mostrarse culto: Sólo enseñó el español:

            El español como una forma de figurarse en la injusticia y violarla. El padre del hombre estéril que se perdió en el mar y el español. Violemos juntos la injusticia. ¿Qué injustica? ¡Hay muchas injusticias! A la injusticia le viene bien la manera del español: éste avienta el látigo del significado al final del fragmento, eso es el idioma: El español es el más grandioso y bello idioma después de casi todos los demás, that I can tell you, my son, my bastard. El Sol baja a escuchar el español y poder ver sin asco y contemplar la injusticia y saber que a la fuerza la están penetrando y ella al sangrar expulsa empleos para muchos, ¡y ya está! La justicia. La verga (es) la justicia. El español, simbólico hasta su raíz, es la verga. La verga, pues, y el culo: ¡Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve…! sin parar, entrar, sale; entra sale, entra, sale; la injusticia es hembrita… El español es hombre, es caballero, renombre, pene.

            Mi padre estaba loco. Era una especie: No, no una especie. Era un hombre lobo. Humano y amoroso de día. Borracho y perverso de noche. Como el español. El español enseñado a un niño con las tetillas al aire que también aprende a pescar, a pescar, a pescar, a pescar, a pescar, a pescar, a pescar, a pescar, a pescar. Cree que va a pescar, a pescar, a pescar… en su vida y que eso será todo y que está bien, y piensa (pensaba y lo pienso) que está bien. Está bien, en efecto.

            No puede usted tener hijos; es estéril, prácticamente al cien por ciento. Gracias, doctor… Gracias, patrón. Sólo te estoy ayudando. ¿Vas a decírselo a tu esposa? No.

            Se lo dije, años después, a la suya. Ella ya lo sabías. Y gracias, Santa Piadosa Madre.

            Entro con una pistola a la casucha de ese imbécil. La puerta está abierta. Vi un desmadre en las calles, las pocas calles. Los pocos coches, aparcados. Entro a la casucha con la pistola bajo la camisa delgada. Veo a una mujer bebiendo una cereza junto a una mujer más joven. ¡¿Dónde está?! Saco la pistola: Les apunto. ¡¿Dónde está?! Ellas ya han gritado. ¿Quién…? Mi chofer, ¿dónde está? ¿Está en la calle?

            El chofer desapareció. No me lo creo. Hace años, resulta, se perdió en el mar, ¡sí, cómo no! Quito el seguro. ¡No estoy bromeando! Por favor, señor, créale a la señora: Él ya no está aquí, se ha muerto. ¡No se ha muerto! ¡Tía, sí se ha muerto! ¡NO, NO SE HA MUERTO! ¿Está muerto o no? Desapareció hace doce años, en el mar, ¡ya se lo dijimos! Está en la calle ¿verdad? Junto a toda esa gente… Y me contaron la historia más maravillosa.

            Era la historia del tiempo: Un tiempo con cuerpo. Y toman y comen y danzan y se desnudan, y coma usted y tómese una cerveza, no creo que usted quiera ir a bailar: ¿Me ve, señora, muy viejo ya?: ¡No, no viejo, distinguido! Además, bueno, ¿cómo decirle?, mi esposo me contaba cómo era usted. Ándele, tómese una cerveza. Se la acepto. Porque la fiesta, que entraba como un chacal a la casita, abierta, tan, tan abierta como casita en la costa, le hizo saber que la violencia estaba afuera y no era violencia en absoluto. Era una rabia sui generis de espuma en el mar también…

            Le gritaban a ella, y ella se acercó, junto a su sobrina, a entregar cazos y ollas por las partes abiertas a hombres y mujeres embriagados por las fuerzas del aniversario mortal.

            Y él la vio. La vio triste al regresar a las entrañas de la casita, a la cervecita: Sí, él había alcanzado a escuchar que aún esperaba al chofer. Él no le había dicho que se acostaba. Él no le había dicho que se acostaba con su mujer; ella pensaba que le había robado dinero al patrón. Corrieron tres niños desnudos al otro lado de la ventana vieja. La casa, empezó a darse cuenta, era, aunque amplia, casi un cuchitril, dudando, aunque llevaba poco tiempo en La Paz, que las otras viviendas estuviesen igual; por fuera estaban bien pintadas y eran más grandes y tenían todos los muros cerrados.

            Se elevó cuando la vio escurrida de los senos y de tristeza. No sería una mujer como la ventana, vieja, pero estaba envejecida, aunque su rostro era casi bello.

            Yo tengo los pechos apretados bajo la blusita que es prácticamente un corpiño, y shorts de mezclilla entallados y a la altura de los muslos, pero este señor sólo ve a mi tía. La observa. No digo que le guste, o bueno, no sé, pero la ve; algo en ella le interesa. Y a los tres parece que se nos ha olvidado la pistola, pero a mí no. Mi tía le acepta un cigarro: ¡Ella no fuma!

            Se ponen a fumar. Ella llora. Ella llora porque nos amamos, pero sería más fácil estar juntos si yo fuera paralítico y ella una coneja. Pero el dinero es suyo. Es suyo es suyo es suyo es suyo. Pero está lo de la religión. Lo de la sociedad, que es su vicio. Nunca hemos practicado lo impracticable, por ejemplo. Sólo el amor la acercó a mí. Le digo que el amor nos redimirá (se rió cuando escuchó esa palabra salida de su chofer). Pero ella se quiere suicidar, sólo que también es pecado. Prende veladoras, como mi esposa en La Paz. Le digo: Tú eres más que mi esposa, ¡tú eres mi mujer! Y ella me dice que no diga esto y se baja del coche y se mete al consultorio de un psiquiatra.

            Ella llora y abre otra cerveza. Al rato lo llevo a ver a los muchachos bailar. Yo también danzo, con las viejitas, pero bailo. Yo no sé qué decirle. La sobrina se va. Mi novio me penetra por detrás: ¡Hoy, estoy segura, vamos a perdernos en el mar! Mi sobrina es una chica chulísima, pero ya todo es tan moderno que nada puedo hacer para darle un simple consejo, ¡una estampita de la Virgen! Es usted muy devota. Sí. Como mi mujer, que en paz descanse. ¡¿Ya murió?! Sí. Y, señora, en su lecho de muerte, hace año y medio… Verá, me llevó un año querer, animarme a venir aquí y medio año en encontrar el pueblo de su marido. ¿Por qué ha venido con una pistola; le robó?

            Entró en mí, no se aguantó. ¡Es tan guapo, tan galán! Me presiona las tetitas, me besa la nuca…

            Se acostaban juntos, según me confesó, moribunda, mi mujer. Eran, hace muchos años, amantes. Años antes de que se perdiera en el mar. Inclusive, podríamos decir que fue una tontería, pero… católicos todos, ¿qué de tontería tiene que se la meta el chofer a tu mujer? ¡Santa Piadosa Madre!

            Se arrodilla para meter su lengua donde no puedo decir dónde. Creo que mis nalguitas lo valen. Yes sir!

            Santa Madre. El orgullo va primero. ¿Cuánto duró?

            No mucho.

            Ya estamos viejos. Lo perdonaría si estuviera aquí. Esta última frase estaba llena de un rencor contra mí, no contra él. Nunca habría un rencor contra él, me dije, me imaginé; y quise poseerla. Me levanté y dejé la cajetilla de Camel sobre la mesa golpeada.

            ¿No vamos a ver bailar a los muchachos? No, señora. Recuerde que traigo una pistola.

 

SEGUNDA PARTE

 

            ¿Cuánto tardará la Policía en venir y decirme que uno de mis hijos trató o consiguió matar a su hermano? Es verdad, estoy harto de ellos. Ya muerta, estoy harto de mi mujer. Tenía un pelo que siempre me hechizó, lo arrastraba en mi pecho como Chole, a quien yo llamo Soledad, que es su nombre y Chole sólo su laberinto, como Chole pasa el trapeador, que ella llama mechudo, por el piso de mármol: ¡Cómo hacíamos el amor! Como dos locos, dos locos muy lentos pero nada quietos; como no hacíamos muchas cosas, ella se desquitaba con otras, y la luna de miel en Nueva York, donde Kennedy está enterrado, si mal no recuerdo en la capilla de san Patricio, descubrimos una compatibilidad que pudo no estar ahí: Mi padre, que era ateo y realmente un asco, me decía que llegar célibe al matrimonio podría resultar en una inesperada incompatibilidad erótica entre las partes. Quizá el viaje tuviera razón. Y, por eso, mi vida es el éxito más íntimo que puede haber: ganarle al padre en la cama, intentando que esté ahí lo menos posible. Ella que… Harto por siempre. Y para siempre harto de ella, confiando en sus dos hijos, en sus dos hijos, en sus dos hijos criminales, forcejeándose la herencia como dos malditos brutos en un par de trajes que les incomodan: Se la pasan en bermudas o pantalones apretados y mocasines arabescos sin calcetines, bajándose de un Porsche. Cuando tienes un Porsche y puedes andar por la vida sin calcetines, me pregunto, ¿para qué carajos necesitas más dinero? En vida ella les dio millones. Millones. Seguramente se lo gastaron, uno en Mónaco y el otro en Río de Janeiro. Así es, son dos críos de treinta y tantos bastante finos: Non plus ultra en cuanto a clase. Pero quisiera ser yo quien los mate a los dos, aunque no lo diga en serio, no realmente, no en el fondo. En el fondo sólo hay amor, por eso Jesucristo se recluye ahí y el resto está a merced del Diablo… o del chofer. Ella sudaba por culpa de los tumores, y me lo dijo: Sucedió cuando éramos muy jóvenes, en los tiempos en que escuchaba jazz todo el día desde los quince años para hacer cabrear a mi padre, una especie de genio que reconocía hasta el movimiento de un par de cientos de sinfonías y conciertos. No tardé en beber como él, lo cual me asqueaba, me corroía; entonces, llegó la marihuana. Llegó el jazz. ¿En tiempos en que escuchaba jazz todo el día? ¿A qué carajos se refería? Siempre escuché jazz… ¡Carajo, siempre he escuchado jazz todo-el-puto-día! Es como la heroína a Miles Davis o el caos a Coltrane o el gitanismo a Reinhardt. ¿Qué sucedió exactamente cuando yo escuchaba jazz todo el día en nombre de Dios? Ella lo reafirmó. Se acostaba con él, con un lanchero. Con el chofer. Le pregunté que por qué, ¡y me dijo que antes lo amaba! Y luego, después de seguir hablando varios minutos, me confesó: Dejó de amarlo, sí, sólo por eso se dejaron en paz; pero nunca, jamás, aunque lo quería y lo deseaba profundamente, volvió a amarme a mí. ¿Por seguir amándolo a él? No, ya te dije que dejamos de amarnos; me di cuenta que éramos demasiado diferentes, conocí su verdadera persona y dejé de sentir la misma atracción; además, él no sentía arrepentimiento alguno de engañar a su esposa, ¡lo que yo no podía dejar de considerar despreciable! ¿Y tú, sentías arrepentimiento? ¡Ya te dije que sí; hasta dejé de amarlo! ¡Y dejaste de amarme a mí! Pero no por él. ¿Cómo sabes? Tengo mi propia teoría. Dímela. Es lo que dicen, tanto la religión como esos libros que le gustan a Chole: si no te amas a ti misma, no puedes amar a los demás… ¿Sabes? Si Dios no estuviera aquí, ahorita mismo, te daría un maldito revés en tu cara, ¡hija de tu chingada madre! Creo que me merezco eso. ¡Claro que te lo mereces! Sus pechos en su desnudez total, cósmica, que juntos ella y yo transformamos en una ambrosía divina. Me permitía perderme en ellos con las manos y a besos… Me permitía masturbar mi pene con la presión blanda de ambos frutos lechosos. Y no había problema si eyaculaba sobre su vientre, sobre sus nalgas redondas y lácteas, que ella separaba para mostrarme el ano que yo no pude nunca ni, por lo tanto, quise tocar así fuera con el dedo. Era una amante tan moderna mi esposa, tan entregando esa dura media luna apretada de vello suave donde se posaban los rocíos del sudor y la excitación: de su éxtasis en llamas. Llama del Espíritu Santo. Estado de Gracia. Mujer, especie de zumo de naranja que estallaba cítrica en mi boca cuando introducía su lengua comunicando un desquiciado placer: Yo siempre di las gracias a los santos de la Iglesia cuyas historias y vidas mi esposa conocía tan bien, pues en la locura de ellos Dios se mostraba, se aparecía, por lo que ella era esa mujer que, precisamente, se desquiciaba, se enloquecía de placer con su marido. Yo nunca supe si mi madre llegó virgen al matrimonio; no sé por qué, y espero no sea una falta creer que es asunto mío. No dejó un testamento. Tanto ella como yo le debimos toda felicidad, todo rastro, finalmente, de dignidad, a la religión y a Dios Nuestro Señor, por lo que cualquier nivel de devoción, particularmente conforme avanza la madurez, ¡la edad! de una persona, nunca me parece exagerado; pero ella se volvió supersticiosa y, aunque la palabra es fuerte, una adepta de la mojigatería. Terminó por no dejar a Soledad leer libros de Deepak Chopra, pues el nombre del consabido autor gurú le parecía el de un infiel a la Iglesia, a, lo digo burlándome de ella, a la Corona. Regresó a las Cruzadas, de algún modo. Entonces, negarse al testamento, quizá fue un desplante más de sus pendejadas, de considerar pecaminoso todo. Todo estaba mal para ella, todo. Dejó a muchas de sus amigas, y muchas la dejaron a ella, con lo mucho que le gustaba la sociedad, porque quería rezar rosarios en vez de conversar tomando un café, cada vez que se veían. Eran unas chismosas, eran unas alcahuetas con sus hijas, ¡Dios, sus hijas!, eran mujerzuelas intentando llevar a sus hijos al Infierno. No toleraba ir a un lugar público porque le aterraba la nueva moda de las mujeres, de todas las edades, que visten prendas de licra que dibujan sus siluetas casi desnudas. Ellos sabrán qué hacer. Yo sólo quiero que sean felices, ¡que se casen, Dios mío, por favor!, decía mientras el cáncer empujaba las paredes internas de su cuerpo. Y ahora, los que sabrían qué hacer, no se hablan si no es a gritos frente a abogados y notarios que no saben ya qué explicaciones darles. De esas reuniones yo regreso a la casa del ateo, como terminó por llamarle ella, a fumar otra vez un cigarro, que terminó ella por prohibirme, y pensar lo que cualquier padre, hasta de un buen muchacho o de una chica prudente, qué carajos hice mal. Estoy seguro, aunque me pese aceptarlo tanto como me pasó asimilarlo, que la religión es una respuesta individual. Por ahí escuché, en el mundillo del jazz, a un borracho decir que por ahí leyó: Cuando Dios le habla a uno, no le habla a todos, pero Dios nos ha hablado a cada quien alguna vez en la vida. Con humildad yo digo: Dios me ha hablado tantas veces, que no sé qué me dijo. No sé qué me ha dicho. Que ame a mi mujer y a mis hijos. Lo hice. Lo hice y terminé comprando una pistola para matar al amante de ella y contratando un abogado antes de que ellos me devoren a mí también diciendo que fui un mal padre y, como yo sí trabajé toda mi vida, que me tiraba a la secretaria o explotaba a los trabajadores, o a ellos; los pocos años que pude hacerlos trabajar en la fábrica que vendí hace años, donde todos éramos católicos, lo cual, si uno lo piensa detenidamente, es un milagro, a la vez que un acto de fe de mi parte. La fe lo es todo. Hay quien dice: Yo no tengo fe; Dios se me ha aparecido, me consta que existe, no es fe por lo que creo en Él. Lo cual es válido, pero no católico; ella diría que ellos están más benditos en la tierra, pero nosotros, los católicos, seremos más grandes en el Cielo; claro que lo diría sólo en sus últimos años, no cuando la conocí, no en Nueva York ni amamantando a nuestros hijos. Salió del vestidor con una bata de seda roja abierta. Pude ver que había depilado su pubis; con coquetería sus piernas estaban juntas, y yo sólo alcanzaba a ver la parte superior de su triángulo pálido. Sus caderas, amplias pero encantadoras y de una mujer aún delgada, podían imaginarse a través de la seda. Y sonreía. No sé cómo lo logró; tal vez sólo porque era una mujer, pero ambos pezones estaban apenas medio cubiertos por la bata. Me acerqué a ella escurriendo mi excitación y me hinqué. Ella no separó las piernas, lo que me autorizó a besar su zona sexual que estaba descubierta. Oliéndola, sin que mis besos dejasen de ser dulces y castos, cuando ella ya había retirado su bata, eyaculé sobre sus pies, como Magdalena vació su aceite en Cristo y Jesús agua en los pies de Pedro. Su mente estaba tan sana en ese entonces, que, antes de buscar el orgasmo de ella, la comparé con Afrodita… Su vagina estaba tan sensible que mis manos hicieron todo el trabajo, santificándose con esa mujer piadosa. Cuando se vino apretó su pecho derecho y con la otra mano apretó y sobó mi glande a un grado casi doloroso… Ella hizo por mí, yo hice por ella. Ellos se quieren matar, me quieren matar, todos queremos matarnos. Es triste, pero lo dice la Biblia que lo dice Dios: “Les mandaré al Ayudante” y “Chinguen a su madre”. Todos.

 

TERCERA PARTE

 

            La Luna refrescó los pensamientos de ella. Estoy cansada y quiero descansar. No necesitó, por lo menos conscientemente, perdonar a su marido, porque ni siquiera lo culpó: Nació en ella más que una justificación: Estaba lejos y solo. Pero se agotó, súbitamente en el último año, por considerar que estaba vivo pero perdido. Estoy cansada y quiero descansar, estoy muerta, pelada, para afuera, la vida es una pústula y ha querido ser yo, ser mí. Mar dios, mar hombre. Mar dios, mar hombre, mar de fiesta. La Luna entró completa con su néctar fugaz de Noche, mama de otras cosas, la Luna entró completa con su néctar refrescó sus pensamientos (y) la cerró al vómito de dolor de años, años de dolor años de chiches de perra, de Sol: ese ocaso envolvente mala noticia pero la noche dice que: Tranquila, mujer, está durmiendo, y tranquila (la) mujer, pechos de hueso. Estoy renovada y estoy viva. Cocino, fregaré después de tomar, de bailar llorando: siempre lloro

            cuando bailo entre los viejos.

            La sobrina se mueve con los muslos descubiertos brillando apenas mestizos para el novio glotón que se requetecome lo de en medio (esperemos nos cuenten la historia, lo sucedido). La sobrina acostumbrada a venirse bajo el crucifijo que la entristece tanto que le ofrece sus pechitos y gemidos, Adonai. ¡Ayúdame, pues, niña! ¡Pues ya te estoy ayudando a ti! ¡Pero deja de papalotear, ¿en qué estás pensando?! En nada. El hombre que se perdió en el mar. El hombre que no se fugó por una mujer ni con un botín; sólo se perdió por la bravura de ese  mar y no encontró el camino a La Paz, se insoló, además, olvidó el agua… y su esposa también; y llevaba unos tragos y un cigarrito de marihuana que, como no traía agua, le hizo recurrir más de lo acostumbrado a los tragos, y mareado se acostó, fue cuando se insoló; despertó  y era de noche; el mar, feroz, le volteó la lancha, y… Sí, mi novio pasa su lengua por…

            Ella le ha rezado esta mañana a su Santa Piadosa Madre. Ella sabrá, pronto, que él no va a volver cuando, ella, se suelte a llorar. Con todo su amor, con todo su no-sabemos-si-tormento se pondrá a llorar hasta dolerle su abdomen viejo

            ese llanto de patronato, de hogar y no de iglesia, de niña pobre no de viuda rica (sin desestimar alguno de los dos). Se pondrá a llorar… Y vuela sobre él y él, que cualquiera se imaginaría como un mentecato, es un agente en camino de la Federal: así, uno deja de imaginarlo a él y, finalmente y gracias, empieza a imaginarla a ella: La gastronomía no es considerada arte solamente porque es la Mujer quien lo practica. Su ano, sí, damas y caballeros, es de una fogosidad erótica tal, que él rara vez lo toca siquiera con el dedo. O no lo hace. Lo mira y se lo saborea, y se corre arañando las nalgas de su mujer, aún semidesnuda, smartly. La coloca nuestro futuro protector y vigía, vengador y guerrero febril, en posición de perro, y la penetra como el niño maloso del salón aporrea una piñata antes del frágil cumpleañero, y… Te lo estoy diciendo en serio, si no te concentras ni te voy a dejar ayudarme ni te voy a pagar. Se acerca como va encrestándose una ola la fiesta que, algún día, llegará a un escritorio diabólico del Vaticano; la fiesta que se ha convertido en un día de muertos, no en libros, sin flores de rigor; sólo una fiesta exquisitamente salvaje que hallará un alto algún día. El día en que llegue, en que se descubra, el verdadero monstruo. El verdadero ídolo. Aquí no hay becerros de oro, sólo fantasmas de carne, espantos de sangre caliente en borracha solución marina que hace de los genitales del delirio y de La Paz, de la Muerte y del Amor: cama de silencios y estrépitos, ovación de ángeles que lloran nuestras alas para impedir alguna estúpida tibieza, algún vomitado tropezón: nubes también invitadas a los fuegos de los pies sin alto, en alto el conocimiento desapercibido y sospechado, completamente en cueros y gozado. Bestias de la vida os doy la razón, vosotras sois (ahora) mis hijas. Mientras, la manzana terrícola quiebra la manzana demoníaca, de donde sale negando el brote, una nada con algo, que es lo que Dios y los hombres hemos de combatir. ¡Como la rebelión en el inicio de los tiempos, de Satanás, sigue siendo la causa de cada rincón del tiempo y el espacio en el mundo! ¿No es eso la injusticia? ¿No es por eso que se culpa siempre a Dios? La conclusión está hirviendo: No se puede tocar, ya no se puede ser

            el mismo. ¡Yo me pongo una tanguita fucsia y me aviento con mis chichis al aire a la cama con él! ¡Oh, sí! Ya está lista la comida y destapan sus cervezas. La Ceniza. Polvo somos. Polvo somos polvo somos polvo somos… Sus manos tiemblan las de ella: es la calma y la tranquilidad que, con la propia mente en nuestra contra, invocan el dolor que han alejado. Voy llegando al pueblo. Hay una Virgen, mi maleta es grande. El calor, álgido, hace sudar los senos de vela de ella, con la blusa del vestido de hace quince años de flores, desabotonado hasta mostrar un poco, muy poco, de su sostén y nunca le dijo: Tápate. Nunca jamás se puso celoso. Nunca se peleó, ¡nunca se agarró a golpes! Lo asaltaron en el Distrito Federal en una ocasión, afuera de un El Globo. Le quitaron varios miles de pesos y el celular. El atardecer abrió fuego, y el casquillo golpeó el pómulo del chofer. ¡No sabes lo que sentí, vieja! ¡Me lo imagino! ¿Un tiro en la cara? ¡Pensé que estaba muerto! Muerto en el océano de la Ciudad de México Dios abre la lengua. ¿Qué hacías en Naucalpan? Es más seguro allá, patrón. ¡¿Que Las Lomas?! ¡No creo! ¡Casi te matan! Todo por diez donas. Pero no pasó nada. No se llevaron la camioneta del patrón.

            Nada pasó, deja me enfrío. Me engulló un pez gigante. Y se mete en mí con un condón: El condón me excita mucho, se me hace súper sucio, como si yo fuera una puta. Y entonces ella gime increíblemente. Llego, abro la puerta después de atravesar la delgada multitud de hombres y mujeres semidesnudos y escuincles encuerados; los pocos autos en movimiento parecen querer reventar el claxon. Las dos gritan y ¿Qué hace usted aquí?

            Aquí vine a quedarme, a quedarme a vivir. Ya no tengo casa, quiero no tener nombre y ser un Usted. No le entiendo. Mis hijos… Mis hijos quieren matarse. Mi mujer… yo no podría quitar sus retratos de la sala ni la sala de sus retratos. No me gustan los abogados. Y, para ser sincero, no me gusta el Distrito Federal. O la Ciudad de México o como se llame. No me gusta nada. Vengo a la fiesta a ver si me muero

            si me ahogo

            si me pierdo. Ella lo miró y una especie de suspiro, mientras la sobrina permanecía, aunque tranquila, estática, infló y desinfló su tórax. Pues, no se tiene que ahogar ni perder; puede nomás bailar. Pero la verdad es que la idea de la muerte la incitó sexualmente. Quédese, le dijo. ¿Quiere comer? No, no. Deme una cerveza, por favor, yo le compro más. No se preocupe por eso, ni se las van a cobrar. Él sudaba despeinado, sosteniendo… Agárrale la maleta, niña, ¿qué esperas, hija? Ah, no… ah, bueno, gracias. La sobrina la llevó a un sitio fuera de la vista.

            Las cervezas pasaban y los cigarros. Historias tristes para viejos se contaban uno a otro, con la sobrina con el novio Dios sabría ya en dónde y cómo. Hasta reían. Ella empezó a hablarle de la Santa Piadosa Madre, y se sorprendió ante respuestas del tipo al que no estaba acostumbrada a escuchar fuera del catecismo del cura; palabras teológicas. Dogmas, bienaventuranzas y simbología del Génesis (Y Dios pasó a llamar a la expansión cielo). Él dijo que el Génesis no habla de la Creación del Universo, sino sólo de la creación de la Tierra; pero no comentó el carácter poético, de aquel Libro primero de la Santa Biblia, que convierte, paradójicamente, sus palabras en certezas científicas. El tiempo con el Sol agudizando su carácter sabroso y agresivo como los cantos bachianos de la Pasión según san Mateo, fue rodando. La gente erotizada, en sí no provocaba en él la estimulación sexual, sino que le excitaba la idea de que ella fuera a desnudarse también en honor a su esposa, al chofer deshonroso que se acostó con ella, ella que… ¡Ah, ¿para qué seguir fingiendo?! ¡Ella era una maldita perra o, por lo menos, lo fue! ¿El chofer qué iba a ser? El hombre que se perdió en el mar con una polo blanca de mil pesos. ¡Vámonos!, ella dijo. Y se fueron. Y llegaron, llegaron a la arena y, sí señor, se bailaba con tambores y otros instrumentos, instrumentos de suma pobreza, de una especie de auténtica miseria pero la bebida y el vicio santificados por la Virgen de ai, flotaban en abundancia entre todos esos seres que, como los franciscanos y los jesuitas en los primeros días de la colonización y antes de ser expulsados, encontraron la utopía que, ya hemos dicho, será disuelta y castigada dentro de unos años. Nuestro agente está acostado bajo una palmera que cruje por el agradable y fatuo viento, mientras su novia lo monta borrando su falo dentro de ella, que, más por ella que por él, se mueve en círculos sobre su pelvis: rodeados están por lancheros que se masturban y los cubrirán de semen.

            Ellos se meten al mar. No han bailado. Se meten al mar, apresurados. Se meten al mar. No quieren morirse afuera del Misterio. No quieren morirse fuera del Dios, fuera del Vientre, del Seno, de las Fauces, de los Escalones y Plataforma. Van a bailar desde el agua. Flotan. Ahora, ahora sí, flotan desnudos y viejos, canos y tensos temblando: Ven. Ven correr a los habitantes de La Paz al agua. El ocaso se está yendo. Tiemblan. Ven. Nadan cruzándolos, saludándolos, animándolos. Junto a ellos, una lancha. ¡Aquí, amigos, trépense! Viejos, cabrones. Trépense o se me van a ahogar. Gracias a la luz de la Luna, la lancha los ha visto. Y yo estoy como le gusta a mi novio, que me ve mientras una chiquilla lo masturba, ofreciendo mi culito intocable a un gringo cabrón que traerá un ejército de gringos el próximo año. Me la mete, la siento dura; eso sí, la estoy sintiendo bien dura, como si no me cupiera: trato de meter la mano y él la quita… pero gana la batalla y todo dura casi media hora hasta que siento una especie de orgasmo ahí atrás y yo…

            En la lancha hacen el amor. Se duermen sobre el mar bravo y fatal. Sobre la mar brava y mortal, que los arrastra, al amanecer, a la orilla. Despiertan cuando el mundo apenas está gris y aún (está) frío. Desnudos los dos, se echan al agua y nadan a la arena. Algo los sorprende y los deja helados: La visión súbita de un hombre corriendo con fuego prendido en su espalda. ¡Estoy pasando frente a ellos corriendo! Un niño, como todos desnudo, lo ve y ríe con un dedo en la boca, como si lo estuviera mordiendo, y corre al agua. Ella le toma la mano: No te asustes.

 

Eric

Querétaro, Qro.

2023

 

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