EL CRIMEN DE ORIANA (Cuento)
EL CRIMEN DE ORIANA
NOTA DEL
AUTOR PARA LA EDICIÓN DE “EL CRIMEN DE ORIANA” PARA EL BLOG “EL ARRECIFE”:
No sé cuánta forma corresponda esta
nota, pues si bien J. Saramago hallaba inadecuado por parte de un escritor
escribir un prólogo a una obra probablemente por ser un prólogo innecesario
para un texto bien escrito, una nota puede ser un tanto peor que un prólogo, a
“El crimen de Oriana” como un deber y no un gusto, pero intento convencerme de que
sólo es un modo de nutrir la experiencia de su lectura para hacer ésta más
afable, ya que algunos personajes y circunstancias de esta historia están
inspirados en mi realidad, aunque no basados en ella, provocando quizá
incomodidad, desconcierto o molestias que no son, ni mucho menos cuando lo escribí,
posibles resultados de un contenido sino de la posibilidad de creer en una
intención que no fue ni es la mía al escribir o publicar mi cuento. Al
contrario, gracias a reflexionar con respecto a esta nota, encuentro que, yo,
como escritor de ficción, puedo toparme con una agridulce ironía: La
posibilidad de que se me reclame por no escribir “la verdad”; por lo que,
considero, encuentro la razón de enmendar nuestras confusiones: No puedo
ofender ni “ventanear” a nadie si he escrito, precisamente, lo que no es
“cierto”. Yo no escribo lo que defino como “cierto” antes de agarrar la pluma;
creo en escribir lo que no lo es, para llegar a una verdad; lo cual yo
entiendo, que se entiende como Ficción.
Aunque es un texto amargo,
tristísimo y, lo que es peor, también muy cómico, y más que otros cuentos míos
más duros y graciosos, temo que “otras cosas” nos distraigan. Cuando, mi
palabra doy, “ El crimen de Oriana” es un intento serio de hacer Literatura,
ese arte de dejar, todo lo que no sea ella o de ella, aparte y atrás.
Repito la aclaración, que hago,
quizá sea cierto, por carecer de habilidad como escritor, pues no es mi papel
llamar a nadie un lector sin habilidad o sin entrega o impaciente, de que el
objetivo, intento y posible placer de “El crimen de Oriana” son enteramente
literarios, por lo tanto, sociales. Buscando también vencer, en este paso a
paso que carece de nombres que no sean “la vida” o “el mundo” antes de
llamarse, cuando sea otra cosa, la Historia, una fea realidad que no es algo
más, me doy cuenta, que la obligación de saber que la Literatura,
tristemente, es una responsabilidad muy raras veces correspondida.
¡Sería hilarante imaginar a Proust
escribiendo ante su obra: “Yo no soy Marcel”! Porque no lo fuera.
E.
PRIMERA
PARTE
1
La misma persona que ahora lee: “Mi
cuerpo no puso objeción alguna a tal viaje mientras me contenté con mirar la
iglesia de Balbec, rodeada de jirones de tempestad, desde mi cama de París”,
también leyó, hace muy poco, estas palabras: “Sólo hay una persona capaz de
decidir esta cuestión: nuestro yo de entonces; pero ése ya no está presente, e
indudablemente bastaría con que tornara para que la felicidad, idéntica o no,
se desvaneciese”. Son palabras que están impresas en libros muy bellos de unos
quinientos pesos y que son siete: Los siete volúmenes de “En busca del tiempo
perdido”, “À la recherche du temps perdu”.
Y como ahora esa persona vive en una
habitación un poco más grande que una celda del penal de Almoloya, rodeada de
la novela de Proust, en varias, docenas, de ediciones, porque ahí despertó
después de un fuerte viaje de heroína, con esta colección del tiempo recobrada,
abrió “Por el camino de Swann” y ya va leyendo “A la sombra de las muchachas en
flor”, lee por enésima vez su libro
favorito, en la edición, antaña, que fue la primera que, como su esquizofrenia,
hizo en él brotar algo sumamente especial y celoso. Entonces, como está loco,
todos en la pequeña residencia psiquiátrica donde los pacientes son vistos como
seres reales, hermosos y peligrosos, ven la decisión de los familiares de este
hombre, la de llenar su habitación, mínima pero que le encanta, de veinte mil
pesos de la obra nuestra de Proust. Y pues, en efecto, está leyendo el libro de
corrido.
Pero oye unos ruidos.
Es un hombre de veintisiete años,
despeinado pero bañado; sin embargo, de esa apariencia de judío muy velada de
judíos que, a veces, no saben que lo son o, por decirlo poéticamente, que lo
fueron. La fortuna, en cuanto a ésto, de este hombre es el hecho de amar a la
literatura judía de la contracultura universal, atemporal que es por tener
tanto peso en el mundo de las Bellas artes moderno, ya sea por el contraste o
por la formalidad en ello.
2
En síntesis, uno de los más
grandiosos genios literarios o, por lo menos, su alter-ego heterosexual,
enuncia que la felicidad tiene la propiedad e, incluso, la inclinación de
desvanecer.
La felicidad es toda lamidas, pero
raro es que le sostengamos con alguna correa o metamos en una jaula, por más
que haya seres malignos que aseguran, cuando se les coloca en el colmo de lo
patético pero agresivo de los demás, usualmente menos ricos o hasta miserables,
pero la señora Verdurin también pensaba ¿eh? Sí: En esta vida hay que tener
cuidado hasta de la mierda del perro, pues habrá caballeros que prefieren ser
asaltados y robados rumbo a casa de su novia que pisar excremento canino y
llegar a ella con la suela del zapato así, invadida por una calamidad de
profundidades existenciales temibles en verdad. Este mundo es la cosa más
limpia del Universo pero la que más sucia está. Muchos optan por el genocidio.
Otros, menos empeñados en brillar ante sí mismos, hacen otras cosas que ellos
las prefieren sin nombre y sin sus nombres, sin cara ni apariencia y sin las
suyas.
Pensamos que el tiempo nos apremia,
pero somos nosotros los que le metemos presión, por decirlo de algún modo. Y
él, aunque siempre elegante, no siempre está tan presente, ¡o siquiera del todo!,
y, muy seguido, es un ente cruel, hasta consigo mismo, ¡y todo por saberse
auspiciado moralmente por los amigos, que a ella sí entiende, de Coco Chanel! Y
en poco tiempo, entonces, empezó por considerarse, Lalo, este ser de Proust,
hacía ya casi diez años, el padre auténtico de Gide, quien, por saber que el padre
era amante, y más amable con él que con su propio hijo, del que el padre, Lalo,
le presentó desde su infancia como “el tío Marcel”, André Gide era tan grosero
y tan burdo con Proust, quien, tal vez, fue el que empezó el pleito.
Por lo tanto, en las terapias
grupales de Kukul, la casa de la psicopsiquiatría de la que estamos hablando,
Lalo siempre decía algo sobre “mi Marcel”:
-La novela de Proust es una burla
feroz de algo que, al mismo tiempo, resulta encantador.
O:
-La novela de Proust, en cuanto al
primordial respecto a ella, no es sobre la belleza, sino sobre la gratitud ante la belleza.
Por ejemplo.
Pero su amorío era real, aunque
fuera en la locura de él que significaba creer no en lo posible de la telepatía
que posible es, una extensión de la energía cerebral, pues, a fin de cuentas,
la energía, a pesar de lo que piensan las normas de nuestras ciencias
escolares, es aquel espacio ocupado por dos cuerpos simultáneamente, cosa que también,
de ser cierta, nos pondría en jaque con respecto a la óntica, que considera que
lo existente es cualquier espacio ocupado, cuando la existencia es el espacio
para el ser de un ente; y esa energía sólo es posible en el tiempo del ahora,
pues es un contacto, precisamente. No, Lalo sostenía una realidad telepática
que le comunicaba con seres de otros tiempos.
Su amorío, su relación intensamente
homosexual con Proust, era, nuevamente, “real”, y se basaba en distraerse de
sus letras para estimularse en otro sentido, en el erótico, que para Proust y
Lalo es lo mismo en algunas ocasiones. Y su Marcel le enviaba una imagen, puede
ser que por ser, quizá, la favorita de ambos, en blanco y negro, de un trasero
de varón, varón doblegado como un rezador musulmán, y de quien sólo se
apreciaba ese culo, podría ser que el de Proust, con un orificio orgánico
dilatado hasta tener un fondo ausente de todo color, y ausente también de
relieves y tono propio en el borde de su circunferencia, sólo un hoyo
bidimensional, como tantos hay allá afuera.
Pero Lalo era cordial en cuanto a
masturbarse, pues vivía en la zona de Kukul que pertenecía a las estadas
femeninas, fuerzas lésbicas. Solía hacerlo solamente en el baño, donde la
coladera se encontraba normalmente saturada de cabellos de ninfa, y el mueble,
estantería de aluminio, ocupada por productos baratos de belleza y paquetes,
cuadrados y abombados, de toallas sanitarias. Él no quería ser mujer, sin
embargo. Más bien, un día se enamoró de una de ellas. Se sintió Gide, sí, pero,
sí, se enamoró de una abogada.
El que también se enamoró de Dolores
fue Rafael.
3
Rafael tenía un cuerpo atlético
envidiable. No pensaba en nada, y, por lo tanto, siempre se encontraba
pensando. En terapia, sin embargo, la directora de Kukul le ayudó a pensar, por
lo menos, en el pasado.
El pasado de Rafael y el pasado para
Rafael, se volvieron un tiempo doblegado. Desarrolló habilidades agresivamente
sociales y acusadamente violentas o sexuales. Era un hombre de más de cuarenta
años, pero su baja estatura, su calva a él ad-hoc, su voz dulce (y su
felicidad, extrema a pesar del encierro y la pobreza, pues los pacientes ahí,
en Kukul, eran mantenidos todos por parientes vivos o muertos, era una perenne
sonrisa, juguetona y de un duende), le hacían parecer una especie de muchacho
veinteañero de una aparente, o bien latente contradicción: en cierto plano,
pues en la psicología se curan las contradicciones, pero no se cree en sus
existencias. Esa contradicción era tratar a una mujer, especialmente liándose
con ella por una noche o por años enteros, con el mayor amor y el mayor
desprecio. Le gustaban y las odiaba. Seguramente, ellas eran su mundo.
4
La opinión de Gide sobre “Luz de
agosto” le había parecido a Lalo más grave y desdeñosa cuando leyó el “Diario”
de su hijo en una versión reducida, de sólo trescientas páginas, que al leer la
edición completa hasta casi su final: De las tres mil páginas, sólo pudo leer
dos mil doscientas, aproximadamente, porque su casita de programa social se
incendió parcialmente y la cafetera que dejó encendida toda una noche y sin
café en ella, desbarató una bandeja de plástico que ocasionó, de modo místico,
misterioso y sospechoso, tan sospechoso que pudo no haber sido tan verdadero, que se prendiera el
librero y la mesita de caoba, rota, donde descansaba un libro grueso en cuya
portada se leía: Premio Nobel de Literatura; ANDRÉ GIDE, Diario 1936/1950. Gide
comentaba una insistencia monótona en la escritura de Faulkner, a pesar de
contar con “un puto diario de miles de hojas”. ¡Cómo aventó pestes contra el
tío Marcel! O contra el propio padre al decir, con su voz aguda y raquítica:
“¡¿De quién he salido, sucio perro?!”, cosa que Gide, claramente, no escribió.
Y como André sobrevivió al tío
Marcel, sólo quedó leerle porque, y esto es verdadero, Lalo nunca se resintió
contra su hijo, por más que lo admirara, por más que con tanta facilidad le
leyera. Lalo se enteró del comportamiento de Gide cuando ya era un hombre a
punto de cruzar el umbral de lo adulto, cosa que no suprimió el haberse visto
involucrado en la depresión amorosa sobre la que escribe Proust, soñándole
cuando su amante e incondicional amigo sufría la suya propia a los diecinueve
años. Sin ningunas segundas intenciones, Proust se consigue en todas partes
(pero nunca se posee si uno no es digno), mas Gide sólo fue posible leerle tras
comprar ese “Diario” reducido a esas menos de trescientas cincuenta páginas y
el “Prometeo desencadenado”, en una librería en las Lomas de Chapultepec, en la
época que Lalo pasó: en su recámara leyendo a esa Francia, en Miami, de vez en
cuando, viajando de Querétaro al Distrito Federal para caminar de un lado a
otro, por parientes y amigos que en dichos lares vivían casi para él y uno que
otro concierto en el Auditorio Nacional (Dylan, Calamaro. Etcétera…), donde es
imposible fumar incluso tabaco, por lo que los presentes cargan cocaína o se
avientan un ácido y medio antes de cantar a un Dylan que ya no vive en los años
sesentas del siglo veinte, sino haciendo música con mexicanos y banjos, en
Paseo de la Reforma, saliéndose un poquito para probar las crêpes sucre de una
crepería en La Condesa, sin mencionar que con su padre, cuando volvió por dos
semanas a México, siendo que era mesero en Missouri, acompañado de Bárbara, su
concubina, fea y carismática y anonadada del nivel, très ordinaire, del inglés
de Lalo, conoció la Zona Rosa de Monsiváis y el Coyoacán de Frida y Diego,
además de los murales de éste en Palacio Nacional, que le permitieron confiar
en el comunismo hasta estudiarlo a fondo y saber lo equivocado que es el hecho
de que en este mundo, limpio pero sucio, exista.
-Lo único acertado del comunismo son
aspectos que pertenecen al sentido común –dijo Lalo alguna vez, con mucha fe en
el ser humano.
Sin embargo, Lalo acaba de leer
también que un hombre que sufre mucho, muy moral se vuelve. Suponemos que el
“moralista”, por otro lado, ya es un estado del individuo en el que se decide
cuándo la antropofagia está “bien” o “mal”.
Y no conforme con esa existencia que
a su ser revolvió en placer y revolcó en conocimientos, antes de saber que sus
escritores fundamentales estaban reñidos, quizá muy hondamente, uno con el
otro, aún apenas creyendo en Dios; Lalo besó a Dolores; muchos, muchos años
después. Pero, antes de haberla besado, Dolores había encontrádose con Felipe
de un modo tan brutal, que quedó embarazada. Los dos amantes de una noche,
partieron a un lugar distinto, ¡quizá terminaron por casarse!, pero la cuestión
ahora es el hecho de que Lalo ya no estará leyendo el segundo volumen de
Proust, sino el primero otra vez, años después del presente, y la metamorfosis
será, puede ser, tan adentro como afuera de la mente. A fin de cuentas,
¿cuántos Gide y cuántas abogadas sacarían a un hombre solitario adicto a una
melancolía a prueba de balas, de Proust, de Proust?
Leerá, sí, su vida allí.
SEGUNDA
PARTE
1
Después de que Dolores abortara,
dejaron de verse. Ella no quería abortar. Era sumamente hermosa. Pero sucedió.
Y sucedió cuando Felipe aún estaba enamorado de ella y por ella agradado. Junto
a los dos tatuajes que simbolizaban abortos previos, se tatuó el tercero Felipe.
Se perdió en la jungla de la ciudad al salir de Kukul, y nunca recuperó la
cordura iluminada del ser que es y siempre será un loco.
En ese entonces, Lalo, en Kukul, se
las veía con el segundo elemento, crónico, en la novela de Proust: La
decadencia, que es sólo para el agrado, para la incisión, incluso, del
drogadicto.
Al tener desaforados coitos con un
paciente de menos de veinte: Un ser hermoso angelical, un musulmán perdido en
los círculos del mundo que se refieren, antes que nada, a juzgar injusta la
felicidad que no se desvanece.
Noches de semen y almohadas acallando
las expresiones de un gemir pero todo el cuerpo. Por miedo, Donatelo, ante la
directora, que Lalo llamaba Gilberta, liada, a su vez, con una mujer
esquizofrénica, que Lalo llamaba Oriana, Donatelo dijo: “Ni siquiera soy puto”,
ante un interrogatorio carente de toda ley.
Pues llevaba Lalo ya varios años en
Kukul y haciéndolo como el más fiel paciente, no se le expulsó junto a su
colección, que había crecido, de ediciones de lo único que leía, “En busca del
tiempo perdido”, pero se le desmoralizó por completo, y de las noches esas como
de tantas otras, de semen, entre lesbianas, sacudiendo poemas prohibidos que
silenciosos habrá escuchado desde su vigilancia infernal Charles Baudelaire;
noches del verdadero anhelo de un hombre por vivir el resto de su vida
explotándose los testículos hasta causar el hastío a todo límite a él impuesto,
a todas esas ofensas y desprecios, a esas opiniones sin virtud, inclusive sin
valor alguno que no fuera matemático y negativo, en lo que Donatelo y antes él
mismo llamaban el Paraíso (palabra, término que en El Corán no desaparece de un
momento a otro, sino que regresa, siendo Él un mar), pasó a compartir una
habitación con un hombre igual de desmoralizado que él, pues era un enfermo de
SIDA y eso lo estaba matando por dentro. Su colección, sin embargo, fue enviada
en grandes cajas a la casa de un pariente de Lalo que se prestó a hacer ese
último favor, pues pasó a considerarlo, como Gilberta, un pervertido sexual sin
honor ni sentido de vida, alguien que debiera no respirar, la suciedad en el
limpio mundo, porque lo que uno piensa, aun sin decirlo, pasa a ser propiedad
de la humanidad, muchas veces desgraciándola: Pero ella es “eterna”.
2
Lalo, desde que había conocido a
Donatelo, a quien veía diario al comer, cenar y desayunar, en talleres y en
terapias grupales, y al ver televisión, usualmente comunicándose con una
afabilidad sensual con el resto de la población en Kukul, por el simple hecho
de que, enterándose todos de lo que Donatelo estaba dispuesto a ser, la
posibilidad de que con ninguno… o con cualquiera ese muchacho se enredara, ya
fuera superficial o ya fuera internamente, se había tornado, al mismo tiempo,
una especie de entidad de hermosísimo aspecto físico, y su mirada cada vez más
triste se había vuelto un par de fogosos destellos cuya intermitencia bailaba
entre el sometimiento y el abandono.
Jesús, que era el nombre de su
compañero de cuarto, y cuyo virus no era la razón por la cual estaba en Kukul,
era ya un pelo de abedul, y su mente dispersa, agresivamente ausente o
desesperantemente presente, de una especie sorda de mente aunada con una
terquedad vulgar y unos modos torpes pero para todos dolorosos de interactuar
con el más inocente ser humano, por esas mismas necedades, veía cómo, apenas
apagada la luz, Lalo se desnudaba ante él, no para el placer de Jesús, sino
para el placer de sí mismo de exhibirse monstruosamente, cosa que se perdonaba
por el hecho de que, antes de hacerlo, habíase excitado pensando en la
hermosura galáctica y antes bondadosa de Donatelo, quien, a pesar de tanta
restricción y tanta concesión a su libertinaje, lo amaba con toda el alma: pero,
esa carga sexual que llovió sobre el muchacho, él mismo la llamaría años
después y ante otros psicólogos, una violación, haciéndolo sin dar muchos
adjetivos que digamos.
Lalo abrazaba la almohada pensando
en el sabor del amor de una zona impactantemente compleja que se engulle, si no
con el sistema digestivo o con los ojos de un dios o de un venado, con el alma
o con algún orificio en la orgánica situación del hombre y los seis brazos que
sólo surgen en él a la hora de salvar una vida fraternalmente o de perder otra
carnalmente.
¡Haber visto ese pene bailar tieso
alrededor de su eje, inferior y en el pubis, escurriendo fluido preseminal como
libremente lo hace la boca de un lactante, era demasiado real como para no ser
reactivo e hincarse en la cama en la oscuridad y exhibir unas nalgas divinas!
-La decadencia en la novela de
Proust comienza en “El mundo de Guermantes” y con respecto a la lectura que se
hace de ella misma: Ya no hay la vida tan concreta que es un chapuzón
invaluable en los dones de la tristeza cultural, viviendo en Combray, o de la
tristeza vivencial de un hombre culto al que le pasa, por azar, haber amado
alguna vez, llamado Carlos Swann. Ni agarrando, no una ni cien veces, el primer
o segundo volumen de “A la recherche…”, lo volveremos a experimentar. Todo,
porque no somos ni albañiles ni sultanes como para hacerlo una vida entera de
productividad aparentemente óptima, se va con el banquete de la frivolidad,
quizá por miedo, quizá por decreto celestial: ¡Algo fue tan bello, y sin dejar
de ser sí, se vuelve vergonzosamente placentero! Se termina por contemplar
copas en las fiestas y en querer seducir ocasos y ruiseñores. Pero ya no se
duda, ya no es triste, ya no es algo casi imposible… No necesito decir cómo lo
casi imposible es extremadamente más un tormento que lo dulcemente imposible
verdaderamente.
Y la luz de la Luna entraba por dos
puertas de cristal dando a un huerto, e iluminó por primera vez los genitales
entre las piernas abiertas de Lalo para Jesús, quien, afortunadamente, tenía un
poco de miedo de que todo terminara y, por lo tanto, sólo veía con ojos que no
se podían apreciar abiertos ni cerrados y se masturbaba silenciosamente. Otra
clase de espectador le habría sabido a Lalo como una traición profunda al
muchacho Donatelo aquel, por más que, cuando estaban juntos, no creían en el
engaño.
3
De vez en cuando, sin embargo, Lalo,
cuando algún recién conocido y casi o completamente un extraño para Kukul, le
preguntaba de qué trataba la novela de Proust, él respondía:
-Sobre Francia –quizá porque ese
enunciado, tan equívoco como relativamente erróneo, con el cual comunicar a qué
van los libros de Proust, era más una manera de honrar el vicio que le llevó
hacia su Marcel y hacia, inclusive, Gide o hacia, originalmente, Sartre y su
“La Náusea”, cuya primera lectura hizo Lalo en la escuela preparatoria que muy
avanzada su juventud concluyó en otro sitio y con sólo un examen, y que siempre
agradeció a quien se lo prestó en aquel aula de clases, o “jaula” de clases,
donde su amigo, quizá el mejor de todos pues no le trató como otros, amantes o
concurrencias necias e hijas de la necedad y el consumo, Cuevas, diciéndole que
una mujer con la cual concluyó un noviazgo que jamás terminó, con la que se
enamoró en las playas de Maruata, donde fumando marihuana en una hamaca
escuchando Pink Floyd la divinidad terrenal enseñó el justo aprender, le había
regalado ese libro, misterioso para él, y para Lalo misteriosamente, una mañana
de Matemáticas, caído en sus manos; debido a que Lalo siempre buscó en Francia
la vena brutal, dramática o violenta, por no llamarla explícita, no aún
sórdida, sino más bien “fuerte” o “dura”, como tanto él como Cuevas llamaban a
lo que tanto sabían apreciar, lo buscaran o no lo hubiesen estado codiciando
tanto así, por supuesto, lo que empezó con franceses terminó con polacos y
austríacos, en lo álgido de la cinematografía mundial, que tenían como eje a
Juliette Binoche o al tema de la marea, francesa, hitleriana, para juzgarla con
salvaje crítica. Porque cualquiera se topa con el nombre, pero pocos admiran,
aun “entendiéndole”, a ese “hijo de puta” de Proust.
-Sobre Francia.
Bien.
La situación de su vida misma, de su
tiempo, no como época sino en el significado más entregado a la denotación, de
la palabra, estaba construida con la de la palabra; estaba construida con la
mente suya distraída en los placeres de hartas culturas, que compartían los mismos
excesos, el mismo exceso; se construía,
a final de cuentas, como la de un vecino o, tal vez, un profesor o, simplemente,
algún mentiroso. La razón por la cual en esa época su tiempo pasó por años
teniendo con mujeres solamente un noviazgo, gentil pero inolvidable y
eróticamente peculiar para todo el colegio, no fue su homosexualidad, viendo
que, liberándose un poco de alguna norma clínica, pues la psicología moderna
insta al paciente a entregarse solamente a un sexo de entre los dos posibles,
Lalo era bisexual, pero no en el sentido en el que la bisexualidad es solamente
una alta velocidad en el mundo sometido al coño, sino en el sentido de lo
triste. ¡Ojalá fueran lejanas sólo pocas cosas!
-Sobre Francia.
No, no era su fertilidad sexual,
como todas las fertilidades sexuales, desconocida en lo tácito, aquello que le
robó a tantas chicas o a una pesadilla rara de empezar a tener sexo con hombres
jóvenes, en ese entonces de su edad, pues fue el alcohol, consumido de una
forma tan desmedida, que su ángel de la guarda, cuando Lalo bebía, decía no al
vino tinto y, en cambio, inhalaba cocaína y se auxiliaba del ocio paradisíaco
para con el Padre de un atormentado Napoleón I, aquel que se llamaba Bonaparte.
Siempre, sólo la inconsciencia podía evitar alguna golpiza o un llanto
descomunal por a) algún muerto, y b) falta de más licor o de cigarrillos. Sí,
es correcto, lo que pasaría a ser un virtuoso enramado genital en el porvenir,
en el pasado sólo fue una víctima de la bebida.
Así es; esa cinturita azul reptando
con ganas en la Riviera Maya alternativa a Cancún, alguna vez fue un simple
acierto de moda para varoncitos adolescentes con interés en la fiesta brava,
los relojes y la música clásica a las tres de la mañana cuando terminó de
estacionarse en el pequeño mundo de antes el hábito social, imperdonable, de la
marihuana para ricos.
Jesús, a Lalo, nunca le preguntó
sobre qué eran los libros, que siempre pensó que era el mismo, que leía y nada
más. No era Jesús un hombre malo, su peligro era lo muy indefenso que él mismo
siempre fue, pues se sentía arrinconado por toda muestra de clara posibilidad
de vivencia debida a una limitación intelectual, lo que le enfurruñaba y a su
instinto, pues su mente, aunque en direcciones erradas, estaba desarrollada
tanto como la de Mozart o, por lo menos, de Strauss, quien, es verdad, el padre
de Lalo nunca quiso escuchar (quizá lo desdeñó, incluso), y, entonces sí, lo
que brotaba de su enferma persona era una de las groserías e imprudencias
tales, que claramente se presentaban con intenciones vengativas e intentos
tiernos de homicidio absurdos, pero no “absurdos” para él, para Jesús; y era cuando
se daba la libertad de husmear en los cuadernos de Lalo para leer no textos
sexuales, sino palabras en concreto, como “semen”, “coño”, “culo”, etcétera,
que siempre distinguieron los logros literarios de Lalo, que no eran para
publicarse, no por cuestión de temáticas o representaciones de alguna demasía;
Lalo los consideraba “mal escritos” y escritos así contra su voluntad, fuerza
escritora: “Le dijo: `¿Dónde pasaste esta tarde de mierda?´”, por ejemplo, no
le agradaba del todo, pues quería escribir de una manera así de irónica pero
mucho más casual.
Todo es libertad en la mente de un
auténtico loco, pero ¿quién realmente lo está? ¡Si podría considerarse el
término prácticamente como uno que es ilegal! Hay mucha definición en él, eso
es indudable, pero las ruedas de la sociedad le necesitan como lubricante en
contra del freno de la irresponsabilidad. Además, Gilberta no estaba loca. Al
contrario; llegaba al punto de confesar que se sentía o ya se sabía a sí misma
literalmente una esclava. Por lo tanto, cuando un paciente nuevo, de aquellos
que parecen completamente ausentes, por el simple hecho de expresarse y estar
presentes tan sutilmente que uno no les lee el letrero en la frente que avisa
que va a estallar en contra, precisamente, de la locura, sólo por defender su
potente ser que es la ilusión, ¡resulta!, de su cordura, perdió el control,
Gilberta casi no sale limpia.
Era un muchacho joven, grande y feo,
pero solamente un genio más como los hay pocos y en reducidas comunidades; algo
pasó, se levantó de donde estaba sentado, a mitad de la cena, y golpeó con
inhumana fuerza el rostro de Jesús, que propulsó un chisguete de sangre que
llegó al rostro de Gilberta, de cuya parte sólo se pudo apreciar una histeria
absoluta que sólo se manifiesta en la realidad de una heroína, pues nunca está
jugando con aquello que, con toda seriedad y profesional tacto, trata de
transformar en lo que sea que no signifique un crimen: Hasta la muerte está
invitada en su banquete de Platón, sea humana o franciscana. Como fuese,
cualquiera hubiese dicho a sí: ¡Chinga tu madre! Pero ella solamente perdió la
compostura con respecto a los designios superiores, y dos horas después ya
estaba dando, con reflexiones, cocaína y un credo blanco, la vida por otro, ser
humano.
No se contagió. No se contagió
jamás. Ni de SIDA ni de nada. Ella ya había volado hace tanto tiempo, que nadie
en la Tierra se percató de que también había despegado los pies del suelo. Lo
suyo era un cielo que, ateo, por razones de practicidad cultural con respecto a
la cultura en sí en cuanto a existente en su intermitente pero casi
ininterrumpido ser ella, se volvió un cielo agnóstico; y ni el SIDA ni el
Estado de Israel pudieron hacerle cosquillas en público, a esa hija de Swann,
que nada se parecía en realidad a la hija de Swann, que trataba a las odettes
sabiendo que eran ellas, que eran su madre, cuando, como la ocasión en que Lalo
le dijo:
-El inconsciente colectivo es ente
factual, mas el tiempo hace a los espacios y a los símbolos y a los signos
cambiar tanto de apariencia como de significado; por decirlo de alguna manera
–escuchaba a las albertinas hablar de disparates, o de cristos, cristos en la
pared, sobre la cama/chingadera del abuelo del burgués o en un monasterio de
España donde el cristo es negro y bastante grande (sin mencionar que en ese
mismo lugar, la acústica también está bendita). Gilberta era, a fin de cuentas,
la mujer que amaba a Oriana.
Oriana no dejaba de hacer renegar,
en un inicio, y, posteriormente, de abusar psicosexualmente de Lalo, quien, con
lágrimas en los ojos, se declaraba ante cualquier psicólogo como víctima de
sutiles pero severos y latentes crímenes sexuales cometidos por ella en contra
de su persona: Podría estarse quejando a las nueve de la noche, eso no era lo
que importaba. Y, aunque exagerando en cierto sentido por el uso, en realidad,
inexperto, de jergas jurídica y psicoanalítica, el pobre hombre estaba siendo,
en efecto, dañado de por vida, aunque en un grado que, como un quiste benigno
que se desinflama, ni a él mismo le importaba y, además, más allá del quiste,
no siempre lo podría “palpar”: Sin embargo, mientras sucedían ese acoso, esa
invasión sexuales, esas agresiones, casi físicas de tan mentales, Lalo sufrió como
sufre el hijo de un cerdo real, pues su destino fue ser la carne de la
injusticia, si se ve de cierto modo, del ser humano. NO, él no lo disfrazaba,
él… él era, empero, silenciado: Gilberta le pedía que se calmara. Los demás,
¡pedían pruebas!
Y en un rincón de su privilegiada
biblioteca personal que constaba del mismo libro, Lalo era atormentado con
ideas que, a pesar de todo, eran tan reales como su falta de aciertos verbales:
“Gilberta ama a Oriana… Y le provoca despertares a la esquizofrenia de Oriana…
Y así juega con Oriana… Ella ha preferido a Oriana… Ella se fue”.
Las noches, dolorosas y saturadas de
ruidos provocados por Oriana, con premeditación, alevosía y ventaja, que le
impidieron dormir bien, hasta que Oriana, por cualquier razón o por otra, salió
de Kukul.
Sin embargo, un treinta o cuarenta
por ciento de los orgasmos, por años, de Lalo, estaban contaminados por el
rostro de Oriana y por su crimen. Porque no eran muchos crímenes, sino uno
solo: el crimen más largo en la Historia después del Holocausto y de aquello
con lo que se bromea tanto del gobierno, en países como México, pues no todos
reparan en como todo termina en la anarquía de la tortura de aquellos que
dicen, aquellos que gritan:
-¡El Pueblo tiene derecho a un
Estado!
Oriana, simplemente, cambió de
institución, por razones económicas. Pero Gilberta la trató por mucho tiempo,
aún, y sin cobrarle un centavo, cuando egresó hacia la libertad: Terapias
nocturnas, con un café a un lado, benéficas pero con un deje malicioso, como de
mafias homosexuales. Nunca Lalo se lo preguntó a Gilberta, pero el misterio
radica en que, sin importar la congruencia de lo ocurrido y declarado, por lo
menos Oriana, era lesbiana.
TERCERA
PARTE
1
El ocaso provocaba cierta ternura,
cierto contacto con uno mismo de manera pausadamente palpitante, como difuso él
en sus simultáneas cotidianidad y unicidad, usando palabras frías. Todos lo
miraban y, todos, lo ignoraban: ¿Cuántos ocasos se quedan en el recuerdo?
Siempre que un ocaso se queda en nosotros, es porque éramos niños y nuestro
padre, que quizá no volveremos a ver y con quien pasamos el día entero
entregados unos con el otro y, sin ánimo de denigrar a nadie, con los hermanos
y las madres pasándola mejor en un concierto de pocas entradas accesibles; o lo
recordamos porque Venecia era la gran mujer bajo el macho celeste, pues no
sabemos mirar, por lo menos en español, al sunset como a una mujer, en femenino
y con ideas femeninas cuyo feminidad aunque presente está lingüísticamente
transformada al sexo más fuerte, ¡sin importar las cuerdas de ese Bach que son,
indudablemente, las conducidas por esa magnífica vulva abierta, por la que sale
Dios mismo con el antifaz de hoy y los Pensamientos, sagrados, desnudos.
Era el aniversario luctuoso de Tchaikovski
número 183; el ocaso y la celebración histórica, no importa qué tan callada, de
la muerte, lo que unió el ocaso con la vida, y, aunque no muy seguido, quedaría
en la memoria en el pasillo de lo sensual y recordado junto a la negra efeméride,
que, a su vez, le llevaba a pensar en lo que su mejor amigo, “Pablovich”, “hijo
de Pablo”, una década y media antes, le dijo: Tchaikoski fue envenenado al
mantener una relación homosexual muy subida de tono con el hijo de un hombre
poderoso y sin escrúpulos.
-La homosexualidad, ¡ay!, ha sido
enfermedad, crimen y pecado, pero no siempre para bien, ¿verdad?... ¡Ni un
hombre masturbándose, muchas veces, la considera siempre una cuestión más real
de lo que quisiera vivir, pero viviéndola adentro con tal fiebre que puede
verse obligado a tranquilizar esa misma tempestad, haciéndola una lluvia de
provincia!
En ese día, Lalo se encontraba en el
momento amargo, de días y meses, de tener lejos su colección, que pronto
regresaría, su celda hermosa, con vigas de madera, su reputación y, también, su
ropa; junto a un desquiciante caballero caído en quien, dentro de él, de Jesús,
se unificaban la maldad y la inocencia: ser de carne es el límite de lo
plausible, que, a su vez, es el límite de lo desafiante que resulta ser uno
mismo esa carne que, con dolor, termina siendo abucheada injustamente, pues no
ha estado lo suficientemente presente como para ser ovacionada de acuerdo a la
esencia que iba a brotar de su ser divino, terminando intangible por la
necesidad de desaparecer del escenario por el hecho de no haberse subido a la
tarima con ambas piernas. Si el espíritu no consigue su crecimiento portentoso
o su olvido monástico y total, las cuestiones más misteriosas se vuelven
también las más crueles, y por esto se le acusa al Demonio, pues no se
arrodilló ante el barro que perteneció al fuego con el que el ángel fue creado.
La carne suele separarse del Señor, en ese intento de hacer con Su Espíritu lo
que la sociedad o el individuo no hicieron con el propio.
La verdad es que la percepción de la
situación como trágica en la que Lalo se encontraba se tornó en el abrazo de la
decadencia, viejo espectáculo para un hombre sabio, que sabe colorear la
sangre, al hallarle viviente, que sucede a esa misma tragedia, haciéndola una
razón para eyacular con fuerza o para fumar mucho opio, y así disfrutar la vida
con todos sus defectos, pues, no, se dice, no comete lo que se dice errores.
Los errores son un río que no pertenece al hombre iluminado; es un río para
formular acertijos cercanos a lo matemático, al “Siddharta” de Herman Hesse y a
las borracheras orgullosas de sus populares y luego burguesas ideas que se
creen insólitas y puertas firmes a lo que termina por ser una lectura de
Filosofía legible, como la de Nietzsche, cuando es gloriosa esa Filosofía, como
la de Deepak Chopra, cuando es una simple vagancia elegante de la recreación
del alma, acechada por el amor, el empleo y la más desesperada angustia, sin
importar mucho las características del posible y asertivo suicida que, sin
embargo, no se matará “del todo”.
Lalo, en esas noches en que todo era
una luz blanca y zumbona en el ala de Kukul más visualmente habitada por la
enfermedad mental, alimento oscuro de las búsquedas y posteriores, pues ha sido
hallada, convicciones del sentido de la estética propia a la profesión y senda humana
de los psicólogos que, cuando podían durar lo que querían en esa residencia,
habían sido o serían muy pronto mentes más que privilegiadas por lo brillante
de su actividad y lo sensato de sus criterios; héroes como Gilberta, genios que
tenían que partir hacia la inteligencia de la civilización igualmente
desequilibrada o aún más, o que, sin estar varados, por lo menos no del todo ni
por responsabilidad individual, sino al contrario, en ese mundo bello de violadores
en potencia que han encontrado, a su vez y por ese tratamiento, el silencio en
público. Y, además, Donatelo todavía y más que nunca, ¡hasta lo hemos dicho
ya!, roía el corazón interminable de ese hombre intelectual cuya estabilidad
vivía en entender a Proust llamado Lalo. ¡Cómo se sufría al separar sus glúteos
en la semioscuridad tanto de la habitación compartida con Jesús como la de su
ano, y dejarse ver con el glande empapado y un pene magnificado por lo que, con
gusto, era una humillación lasciva! Cosa que terminó en pocos días por su absurda
que fue la lógica de lo acontecido: una mera masturbación pornográfica y una
respuesta de su organismo ante la separación y fingido desprecio de un hombre
mucho menor en edad que el mundo y mejor parecido que el propio Lalo, con su
abdomen marcado por el decreto de Dios que quiso hacerle una existencia
también.
Sin embargo, “Él os hará volver a la
vida tras la muerte”, Donatelo, no capaz de olvidar los dulces besos ni el
sabor de las inquietantes explosiones del cuerpo y de las sensaciones de un
sentimiento, intuyendo tan sólo, pero siendo la intuición una de las
personificaciones favoritas y, según Descartes, divinas de la convicción y la
certeza, que de cierto modo Lalo y Jesús mantenían contactos imaginativos y
carnales, decidió dejarse ver, por su recientemente antiguo amante, seducir
apenas pero explícitamente al siempre atolondrado o desconcertado viejo
enfermo: Por lo tanto, aunque la cuestión volviose tan ilusoria y monótona que
tuvo una duración corta, amén de lo conveniente que siempre es no correr muy
lejos de la frontera de lo permisible, cosa que hay que tener en cuenta debido
al hecho de que quien detesta las normas suele olvidar que éstas existen y que
gobiernan los mundos. Hay que cuidarse de los celos, sobre todo cuando son
invisibles, pues corroen las máximas virtudes que son la abstinencia y la
entrega o abandono; pero cuando los celos no están ahí, el amor se va de juerga
arrastrándonos gozoso a experiencias donde está presente inclusive la santidad
y eternamente la pureza. Mientras tantos de los pocos que eran en Kukul
consideraban y actuaban de acorde a la idea de que Donatelo y Lalo llevaban una
relación sin amor, la verdad era que
llevaban un amor sin relación.
Y las entregas fueron fulminantes,
materializadas en grisáceas blancas cataratas de cara y mar.
La hermosura es un lugar que nos
construye a su semejanza o que a nuestra semejanza hemos construido nosotros,
TODO ESTÁ EN ÉL.
2
Con respecto a Ucrania, para
escribir un poema basado en su guerra, en la que soviéticos con asco invadían
ese país casi sólo con misiles, Lalo debía evitar tratar el tema como mero
pretexto para escribir en verso, poema que resultase, quizá, en un texto que,
al fin, pudiera a él agradarle por sincero y por alguna técnica que él no
dominaba pero en la que creía, como si fuese cosa de musas y no, como decía Poe
de la poesía en general, del intelecto; y medio escribió, aunque no, y desde
que estaba en Kukul y no en un lugar privado, enteramente desnudo y con cocaína
en la garganta, botón que es el que exalta esa sustancia y que también activa
ese puro e inigualable, necesario para el hambre de desorden, cagar de la
mente:
No puedo acercarme a esto, brutal, que no asiste la Virgen del Carmen,
la
guerra abierta contra la tierra
de
Ucrania,
tan
fácilmente sin caer como floja está la bandera por obligada valentía y crudo
desconcierto
eterno,
en
el sentimentalismo: ese grato sentimiento.
¿Nada fluía? ¿No era suficiente; y
suficiente para qué? ¿Qué es el “genio” del que se habla al escribir respecto a
Víctor Hugo? Sólo el genio imperaba en Proust: lo demás era comprensible y
siempre más duro que lo admirable al gusto del lector; ese lector que como El
Principito estaba en su propio y unipersonal planeta. Dejó la libreta y se
acostó sobre la cama, sin descifrar nada, el alma succionada por la libertad
que, única, sin embargo requiere de una entrega de por vida a un amante que de
una damita diría: “Ella es más que mi esposa, ¡ella es mi mujer!”, con un
sombrero puesto, pistola cargada o, por lo menos, un cinto de ranchero y hombre
que esconde lo espinoso de su corazón honestamente bueno.
Nada estaba ahí; hubiese acudido,
con gusto, a Faulkner o a Virginia Woolf, o hasta a algún miembro de adhesión
etérea pero exclusiva incluso históricamente, a la corriente de la generación
latinoamericana novelística del Boom. Pero, además de que, como en su juicio lo
era su propia virtud literaria, la de Lalo, en un ejemplar físico no estaban
ahí, tampoco; Proust, además y principalmente, era, en efecto, ese “suficiente”,
nunca fue mera pose, porque ¿a quién le importa?, sólo es leer una novela muy
larga, se cree, y eso responde a la consecuente injusticia o ignorancia, pues
las creencias también pueden partir de alguna de ellas o de las dos, de esa
creencia, que consta en considerar a ese lector un tonto o un loco, un fou (!).
Acostado, oyó la voz de Donatelo y
no supo si había habido, en verdad, una reconciliación, loco como se creía
Lalo:
-Mi locura es lo más aburrida e
insípida de entre las cosas que existen siendo (pues Lalo hacía marcada
diferencia y en el sentido más serio y convencido, en una creencia justa y
cognitiva, entre la existencia y el ser, o “esencia”, viniendo de ese Sartre,
habiendo leído, décadas, aunque no muchas, después a Heidegger también; a veces,
se liberaba y filosofaba la reafirmación de esa diferencia planteándose una
posible reconciliación en lo material: el llamado “estar”).
Jesús todavía no estaba muerto, sino
tendido con todo y su padecimiento mental que alcanzó, en un punto de su vida
desconocido, lo fisionómico. ¿No dijo un filósofo que se hace mal y es casi un
misterioso el porqué de que la gente encuentra el placer físico como poca cosa?
Tendido, como el cadáver en un baudelaire, sobre su lecho a un metro del de
Dios, que era el de Lalo, estaba Jesús, en una actividad ilógica y escurrida
que podía hacer acostado como un calcetín olvidado pero ante la vista, y era
alguien, sobre todo así, cuando él era él, así como un calcetín, ajeno y de una
repulsión que es la combinación entre la otredad y las faltas fisiológicas del
cuerpo; un calcetín maldito por el relámpago, entre el mayor sufrimiento y el
consuelo perpetuo tan incierto que resultaba, al tercero, una agresión
auténtica y, en ocasiones, sólo en algunas, consciente para el emisor, que era
él, Jesús. Pero como (estaba) maldito, la gente lo recogía del suelo, enfermo
del todo, ahora con cáncer.
Donatelo ya no estaba ahí, fugado o
aún esclavizado, pero, ¿de qué? Solamente no estaba: De golpe, pues las ideas
filosóficas son de la fuerza del corazón, para ¿Kierkegaard?, de mayor reacción
que el amor concreto romántico y sexual: Tanto Camus como Goethe, ayunaban con
abstinencia sexual por considerarlo necesario para una escritura óptima algunos
de los mejores, genios casi todos también. Pero Lalo desdeñaba a Goethe por lo
mucho que “Fausto” le llevaba a tratarse con el Diablo al grado de alterar su
realidad erótica: ¿acaso no es verdadera la vendimia de los espíritus? Ese
“Fausto” que tanto adoraba Gilberta junto a Nietzsche, pues, también
verdaderamente, ella, en su ateísmo formal que culturalmente se manifestaba
como la más cierta, material, insistente y cruel religión, practicaba un
satanismo ficticio; sin embargo, lejos de ser una época fugaz en su vida, ese
alabar a todo lo que fuera intelectualmente diabólico era resultado también de
una profunda enemistad con la Biblia, por ejemplo, o con El Corán, por
auténtica falta de noción y conocimiento propia del punto geopolítico en el que
siempre vivió, a pesar de pasar estudios hasta Europa y sus relaciones con
personas de todo el orbe, y que la expulsaban del vivir de Mahoma y las
representaciones pacíficas, y no sexistas, sino al contrario, del arcángel
Gabriel, entregándola a ideas alrededor, y equivocadas del mismo modo, de Sadam
Husein y de hijos de puta asesinos, misóginos y que nunca, supongo, han
levantado El Corán; arrastrada por una costumbre más enraizada en ella que un
vicio al vino o al tabaco nacionales, y mejor intencionada que las cátedras o
las consultas académicas a un psiquiatra, de leer, hermosamente crédula, los
periódicos de hoy y siempre. Pero, en cambio, el Quijote le resultaba inmoral,
y la perspectiva cómica de la locura castellana para Gilberta era un mal
histórico y pseudoartístico hondamente grave en un triste sentido: Pero
Mefistófeles era el sentido común y la bondad enterrada del mundo,
irónicamente, occidental.
Así, en convergencia con ese otro
planeta que era su mundo, nada era más sano, hasta en opinión de Gilberta, que
dejarse llevar por el opio luminoso de ese negro de la tinta de las letras de
Marcel, un camarada más, parecía ser y, con el dolor de Proust mismo, terminó,
en efecto, por serlo: ¡Oh, esta cárcel de malos hombres buenos! Prisión, si a
mal se le toma, absurda, histórica, sensual y, lo que era peor para Lalo,
disfrazada y mal oculta.
Así como del barón de Charlus, con
su propia locura, no es su comportamiento la locura, sino que él es la locura. La locura. En tiempos,
en Kukul la locura, ese término que ya hemos catalogado como un mal social
cuando se le da uso, un crimen individual cuando se le da uso, iba guiada por
el Claro de Luna de Beethoven, quien no fue lo que se dice un loco, sino un
hombre alcohólico, al punto de la demencia, que terminó sordo y miserable; pero
la sonata era el ritmo, incluso real, de la esperanza que, para la mayoría de
los pocos huéspedes, algunos la pedían, era sólo una cuestión altamente
estética de acuerdo a su idea de la cordura y el buen gusto: de la sociedad
como tal; para Lalo era esa estética de lo clínico y solemne, de lo personal,
para los psicólogos, liderados por Gilberta, a la que tanto tiempo admiró pero
que, por razones terapéuticas, se le guió hacia un afecto incondicional para
con alguien que hay que tolerar y querer, solamente.
Lalo comprendía, si es que no se ha
dicho ya, cómo y por qué Gilberta se embarcó en la nave de Oriana, y no en la
de él; sin embargo, lo que se comprende se considera factual, inclusive si se
considera un error o una falsía, ¡eso no importa! La tristeza y la ira son ante
lo que está de la oportunidad de transformar los sentimientos: Gilberta tenía
en cuenta los sentimientos de Oriana al tener en cuenta los sentimientos de
Oriana al tener en cuenta de los suyos, mas fue una cuestión racional el
decidir, a partir de la valorización tanto humanística como profesional, y
propia, de ellos, a quien tenía que salvar, salvando al otro. Yerto, a Lalo la
cuestión no le alteraba, pues desde los tiempos en que sufrió el crimen de
Oriana, estaba, no sólo asistido por el mejor cuerpo clínico de la ciudad (o
del mundo), sino por el mejor cuadro farmacológico para un hombre acostumbrado
a los más potentes narcóticos. Aunque sin llevar a Gilberta, Lalo navegaba la
propia barca: En ella, alguna vez o aún, Donatelo y su fluido preseminal eran
guiados a un sol sólo válido para profetas y mártires, debido a su Paraíso
prometido tan altamente exquisito. Ahí estaba Lalo, en lo más sexual del ser,
pero sin poder compartirlo con algún psicólogo ahí, porque nadie sabía si su
credo en la certeza de lo que vivió con el amante era algo que sucedió, si,
amantes o no, hubiesen sido dos enamorados o siquiera uno: Un juicio tiene
espacio para diversos crímenes pero sólo para una única célula criminal. No
había respiro cuya ausencia a Lalo le resultara fatal. El corazón del Leviatán
que apagó algún valiente israelita y difuso profeta: Hasta cierto punto, hasta
Dios dudaba como todos lo hacían. En “A puerta cerrada”, obra teatral de
Sartre, se plantea que “El Infierno está en los otros”, y… pues la locura no
siempre se transita sobre alfombras o heno. Así que nadie, en realidad, tenía
culpa de nada, y Lalo navegaba. Navegaba en un barco de verdad.
3
Estaba ahí, incluso supuso que para
él mismo, suposición que le libraría de presentes y futuros vacilantes vaivenes
de dolorosa locura: El “Diario”, de su hijo André Gide. ¿Por qué no terminarlo?
Podría calcular por dónde en el diario se había quedado al detener su lectura,
alto que ¿por qué había sido? Y lo calculó, y lo tomó después de pedirlo
prestado, petición más bien protocolaria, y lo abrió el año de 1936 y
septiembre, “Fui a ver a Marcel de Coppet, ayer a las seis”, el día 6; en el
último tomo de los cuatro que constaban la “maravillosa” obra del bueno André
Gide, en esa edición nueva de ella. Pero no pudo continuar: Lo leía a su amante
años atrás, antes de Kukul; lo leía entre y a sus amigos mientras bebíase café
e inhalábase cocaine: y cigarrillos por doquier: ¿Hemos dicho cómo el genial
Lalo definió el acto aquel de meterse cocaína por días sin tocar la marihuana
o, inclusive, el alcohol? Como “algo obsceno”. Ahí la obscenidad, pero, al
mismo tiempo, nadie en esas sesiones se masturbaba, quizá sí en las de su
amante, sino que, si alguien debía de ser de confianza suficiente a su persona
para sacarse una erección sin ningún problema de invasión, o un amigo que
conocían sensualmente Lalo y su amante, cuando la cosa se tornaba velada o explícitamente
sexual, el “Diario” se cerraba con placer, y empezaba la laptop a emitir
pornografía o a Lalo y su amante les venía una ocurrencia erótica y siempre
genial: Siempre excitante. Y para nada había cabida para una obscenidad más, en
esos días de esos años cuando el viejo Salo, que jactábase de que fuera así,
repetía cómo, nunca jamás en su larga vida, había agachado su cabeza y espalda
para inhalar con algún “cilindrito hueco” una línea de cocaína, porque siempre sacaba, desde un pedazo de cartón
delgado, arrancado de una cajetilla o que era improvisado separador para
libros, hasta una carta de baraja o una cucharita de oro, propiedad de Pepín,
un amigo desconocido, algo con que conducir una “montañita”, que solía ser, en
realidad una larga cordillera de unos muy grandes cerros, a su nariz judía
recta y “griega”; se entregaban todos al conocimiento y, sí, al sexo,
sintiéndose agradecidos con los trozos de cascajo masónico que los guiaba al
punto cúspide en el existir del cuerpo y el ser del dios usualmente sálmico,
ambos, hijos del conocimiento en general, que es el más ignorado, pues, por
ejemplo el comunismo, el comunismo es una doctrina penetrantemente intelectual
y de intelectuales personas que deben ejercer un patriarcado peculiar y
absoluto sobre los que prácticamente no saben leer, cuando su proposición total
es sólo una cuestión de sentido común y/o bondad para tantos otros hombres, que
quizá practiquen seis limosnas o mantengan un pariente pobre, sea o no sea,
éste, un comunista intelectual y miserable, como por años y magistralmente lo
fue André, y ya muy grande que lo fue y con tanta claridad que, leyendo esa
época en el “Diario”, puede juzgarse si la propaganda afecta el alcance
literario de manera positiva o negativa, pues los lienzos y poemas son un mural
que, en la experiencia mexicana y exclusivamente encargada de estudiar a Diego
Rivera y Frida Kahlo, aceptaron el comunismo en el sentido más onírico, bello y
gozoso posible. Pero no, no pudo leer, porque sus ojos no avanzaron. Era su hijo
ahí, traído por un hombre joven pero descompuesto, acabado por las drogas como
Lalo. Perdido también, mas sólo un actor en un complot quizá ni siquiera
peligroso. Era la caracterización de este ser antropomórfico como la de un
motociclista del tipo Hell´s angels, casi gordo pero muy macizo (pero sí, sí
era gordo), que prácticamente no hablaba sino que la pasaba acostado y
despierto, normalmente; respiraba con fuerza de forma notoria, y aunque no
interrumpía en nada la vida de Lalo, interfería en todo lo relativo a ella, por
su respirar y su ausente presencia. No se le figuraba a su camarada de cuarto
un hombre de fiar, uno en un centenar de millares de mexicanos a leer o
“llevar” por ahí el “Diario” de André Gide, pues Lalo era otro igual. ¿Quién
gastaría dos mil pesos así como así, sin quedarse callado o, por lo menos, leer
siquiera un maldito periódico?
Y aunque era alarmante esa suerte de
Rey Mago que dio cabida al fact, el fact en sí era lo que fue de una sencillez
y simpleza colosal: sólo era un libro que se cerró, que se enterró bajo lo que
André a su padre le calificó como “las mejores épocas”. Sin embargo, hijo mío,
fue el primer volumen de Proust que, fumando al leerle marihuana en una gruesa
pero lejos como sofocante prenda bata de casa roja, mirando el último filme de
Stanley Kubrick, que alcanzó la propiedad de póstumo al resultar cuando y como
resultó, también fue una época de espiritual intimidad: ¿Por qué Gide se
mostraba tan celoso como un amante que no tolera ver desnuda a la mujer fuera
de su impactada y ni siquiera imaginaria, de ello quizá la complejidad del
dolor para él inevitable, imaginación y visión mental, por alguna anécdota, por
la realidad que hacia algunos es solamente un placer fortísimo, como el de los
heroinómanos ya acostumbrados al dolor físico y mentalmente espeso y mórbido de
sus repetidas brutalmente inyecciones de dura sustancia quizá ya suavizada por
los hábitos que la cultura, de ello, ofrece al colosal adicto no sólo a la
sustancia y al buen ensoñar vivencial, vitalmente fatal, sino también al retorcido
producto de mística del nacido de sí mismo organismo tortuoso, para el que no
existe más el pasado por no poderse regresar a él que no sea ingresar a un
inesperado y obligatoriamente social e impúdico infierno de un violado al tomar
té o mirar el agua de la ducha que lo golpea por encima de sus capacidades
deshechas que el pasado ya no es?! ¡¿Por qué no ver a mi mujer desnuda, contigo
o sin ti, oh enfrente de mí, vago hijo de perra, si no te requiero y no me
flagelo tan fácilmente por el pecho que no ves, hijo de perra, aunque incluso
amor al momento y a tu ser ella sienta, hijo de perra, y todo sea un ladrar,
ausente, de la persona cuyo animal favorito es el perro?! ¿Y si pienso eso, de
sopetón, con tus dedos que tú dices hacen un huerto, pero sólo ella tendrá el
poder de hacerte una huerta y una guerra? Una guerra de mi indiferencia hacia
ti contra lo bastante que está ella definiéndome a mí con ella: Hablas de su
selva, de su libertad, de tu napalm: ¿Quién de los dos es Vietnam? Sólo Dios me
comunica con ella, gracias a mi liberalismo monumental, maldito asesino,
traidor, gran amigo de amistades que habrás de negar.
Con esto, ¿llevó André a su cuarto,
al de su padre, la muerte? No. Donatelo era la muerte ahí y el narcótico. Y ya
se había ido.
Embarcarían o algo así.
-Espero, mi cielo, que sea yo el de
la tormenta. Acechado por la vida misma que es el hombre. ¿Quién trabajará la
Tierra?
“Ella”.
Son of a
fucking bitch.
4
Mientras Lalo se acusaba a sí de ser
una persona “necia”, término sacada por él de novelas que leyó siempre, se
acercaba el tiempo perdido, un día. Escribiría algo que le gustó, que le
pareció de “genio”, no a un sustantivo él llamaba genio, ya se ha visto, sino
como propiedad y cualidad de una obra o de una manera de edificarle.
Habían tocado el timbre, y era él,
Donatelo, cuando, como siempre y como la mayoría de los huéspedes, se asomó a
ver “quién era”. Y le sonrió a Lalo, ya tantos años “después”.
5
En algún punto, en una especie de
brillante negro sobre la tela de terciopelo blanco o de razo para novia de la
vida entera que fue vivida para serlo en toda su supuesta reclusión en Kukul,
el hombre barbado y motorbike-ryder-like, dejó semen en el basurero de la
habitación.
Resultaba ser un hombre tan enfermo,
según lo consideró Lalo, como callado y silente, que comenzó a sonreír e
incluso reír al hombre de las palabras extrañas que en ocasión le insultaban
como indicaciones groseras y propias de un ser confundido. Y algo en Lalo, que
hay en todos pero de distinto modo, pues para algunos se traduce en
desenfrenado placer que termina por ser no propicio para el disimular ni para
el lenguaje gestual y corporal, que permanece en otros como siempre dormido,
que Lalo llegaba a “vivirlo”, despertó, una vez más para hacerle pensar: No
soporto la eyaculación ajena ni los muy ajenos deseos que rodean al mártir de
un país: el liberal, temido y, por temido, atacado, abrazado pero de forma
sofocante, ruin, invasiva, sorpresiva, inaceptable para quien decidió querer,
aunque nunca lo vuelva a encontrar que no sea en el recuerdo previo a esa
decisión cuando hecha por uno mismo y, quizá, pasando por un infierno, tener
contactos sexuales no con todo mundo, sino, al contrario, sólo con los que se
desea y son apetitosos para el libido
perezoso y glotón, pero no lujurioso (¡carajo! NO es lujuria ni
promiscuidad; quiero, inclusive, casarme, drogarme menos, no engañar jamás a mi
pareja, sino solamente fantasear con otros, tal vez). Percatándose el
motociclista aparente de la marcada inclinación homosexual de Lalo, se acercó,
con todo y su mutismo anómalo y las risas extasiadas, más y más a él, hasta
pensar que correspondería por default un amorío y una excitación sexual mutua.
El psicoterapeuta de Lalo llegaría a
Kukul al día siguiente, por lo que Lalo prefirió avisar, de lo sucedido,
después de esperar a esa sesión de siempre, ahora con ese psicólogo, pues, uno
tras otro, Lalo recortaba los lazos socioafectivos y las manifestaciones posibles
de equilibrio mental, intelectual y anímico del cuerpo de psicólogos que, al
escucharle y saber de él tantas “cosas” desagradables, como una oculta
pederastia y un antiguo amante que Lalo lo aseguraba como un sicario de
Tamaulipas, esa ruptura que precedía a una molestia natural y amiga de “ubicar”
al paciente en una realidad humanística social, y, en efecto, lo era, sólo
cerraba las puertas de su persona y la cuestión terminaba como quejas agudas e
insoportables formuladas de manera soberbia y sin el valor de la mordacidad que
el emisor, se engañaba, pensaba poseía, en la oficina de Gilberta, así como en
el aumento de dosis farmacológica y producto de una muy ligera desesperación
que más era una pesada exasperación. Sin embargo, ahí estaba Rogelio, y le
escuchaba a Lalo decir que el motociclista se corrió sobre un vaso de cartón y
un pañuelo desechable que estaban en el basurero, y que, en la noche, ese
hombre, ya maldito para la persona de Lalo, se había masturbado ruidosamente y
en lo oscuro, viniéndose con una eventualidad eminente, ruidosa y
desconcertante.
Rogelio le miró casi aburrido con su
paciente, en apariencia pues Lalo no creyó, al final, que aquel hombre más
joven, su terapeuta, estuviera aburrido en absoluto, sino agrediéndole. Y
vengándose de todo. Le dijo:
-Muy fácil, Lalo; te cambiamos de
habitación, a la de cuatro camas. Hay una libre.
-¡¿A la de cuatro camas?! ¡Estás
loco!
Rogelio le pidió moderar el volumen
de su voz y escoger su mensaje de manera que no fuera impermisible y violenta:
“¿Cómo me vas a llamar un loco?”.
-Bueno, me calmo, me calmo… Pero…
¡pero no es justo! ¿Por qué voy a tener que salirme de mi habitación, Rogelio,
sólo porque ese tipo es un degenerado?
-Porque tú tienes un supuesto y
re-que-ri-do avance de muchos años aquí, y él acaba de entrar, y vamos a
ayudarlo. O, si quieres, te quedas ahí y le ayudas también; ¡debería ser así!
La frustración y esa indignación
enquistada por siempre en la vida de Lalo le dejaron callado y alistándose para
reclamar y ofender nuevamente pero de un modo que no pudiese ser verbalmente
rechazado; quizá, Lalo pensara que existía una posibilidad de que, por primera
vez en su vida (en Kukul) las cosas salieran a su capricho y para unos
comprensible favor; sin embargo, mientras resoplaba en su furor, vio algo
extraño, que tuvo que aceptar como real: El rostro de Rogelio comenzó a
deformarse, y se convirtió en el rostro de Jesús. Luego (casi un minuto duró
aquello del rostro de Jesús), el rostro del psicoterapeuta tomó la forma de una
máscara inesperada: la cara de Donatelo. Y Rogelio, al terminar de hacer eso,
sonrió de un modo imposible de comprobar. Rogelio los estaba, de ahí salió la
idea, a “todos” vengando, mas fue tan doloroso esto para Lalo, que lo sintió
como esa parte de “El extranjero”, de Camus, en la que el protagonista dice que
en el juicio por homicidio en su contra, literalmente se percató de que, en
efecto, él era un criminal, una persona culpable de lo que se le acusaba; por
lo tanto, Lalo se sintió ejecutado por el sistema jurisprudencial de Texas. Se levantó,
y a punto estaba de salir, violado de esa manera, acusado y fallado, ejecutado
así, cuando Rogelio agregó:
-Y por cierto, Lalo, la directora de
esta institución no se llama Gilberta, se llama Victoria. ¿Quieres que te lo
escriba?
EPÍLOGO
Felipe no era como Lalo, podía
encontrar en el alcohol ingerido en exceso no el entorpecimiento del espíritu y
del cerebro, sino la lucidez. Así, adentrándose en tiempo y espacio en la
noche, en las “fiestas” de la ciudad, a un centro de una masa, pequeña y colectiva,
parte de su búsqueda imperiosa por lo que alguna vez tomó y “vivió”, también,
de aquél, de Lalo, quien, de algún modo, nunca dejó el corazón de Dolores. Ni
de él. Y todo estaba negro y olía a marihuana porque algunos de esos seres
nocturnos, acariciados acaso por la luz de neón, fumaban opio, poseían la
absenta pura, lo de los impresionistas, y, conforme iba caminando, enmarcada
por neón morado, entre humo, entre unas tinieblas divinas, estaba un retrato
grande de Marcel Proust.
Al par de horas de esto, algunos
hombres completamente drogados interrogaban a Felipe, pues se le ocurrió hablar
de Lalo, de que “sabía de alguien que…:”. Mujeres escuchaban, en esa especie
de, para usar un término proustiano, pero con cierta libertad, de misa negra al
individuo y su pétrea orgía, alguna sociedad. Todos no sólo sabían de Lalo, de
quien muy poco pero de cierto aspecto peculiar y bestial sabían: Sólo lo
adoraban. Le sentían un bien. Le respetaban. Convencido Felipe de lo mucho que
estas personas de peinados europeos y prendas agresivas “sabían” bastante, por
otro lado, de otros asuntos y personas, por sus templos materiales, y etéreos,
a Marcel Proust y Lalo erigidos, él supo lo poco que se equivocaba al sentir
esa ceguera que no era otra cosa que estar convencido de la fuerza y lo
especial que personificaba Lalo con locura.
Esa noche terminó un día. Los grises
recuerdos nunca dejaron de ser enervantes. Dolores era de él, de Lalo, a pesar
de que Lalo podía llegar a ser percibido y usualmente entendido con asco. Ese
hombre que leía lo absurdo como una totalidad, o viceversa tal vez, alguna vez,
le dijo:
-Desgraciadamente, mi problema no es
ser un artista incomprendido, mi problema es ser una persona incomprensible.
Y:
-El infinito es la síntesis de la
muerte.
Y:
-El tiempo es el único ser que
existe.
FIN
Eric
Enero, 2024
Qro., Querétaro.
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