ANDRÉ (Cuento)

 

ANDRÉ

 

 

“(In rainbows)”

Reckoner, Radiohead

 

1

                Fue un nuevo comienzo (Hubo muchos), mezclado, aunque siendo un comienzo de un nuevo amor, con mucha violencia, escucharon a alguien decir:

                ­­–¡Cómo me gustaría que la gente me dejara en paz después de vaciarles la pistola!

                Estaban en un lugar de filosofías mezcladas, porque oyeron también a otro decir algo bien relativo en muchos sentidos:

                –Si una obra de arte es fallida para su autor, también lo es para su audiencia, aunque ésta no lo sepa. El arte no es “darse cuenta de algo”, el arte es…

                El video era muy violento. Era también una mezcla, de samuráis, metralletas de la guerra mundial y mafia italiana.

                Se conocieron ahí porque esa violencia, pensaban, les gustaba más que el amor, pues hubo muchos comienzos.

                La violencia del video, en la macro pantalla en una cargada mansión tipo palazzo, se tornaba más y más estilizada, hasta llegar a un punto en el que el peso de su estética era casi insoportable.

                Pero es que no estaban ahí buscando la soledad, tampoco.

                –A los grandes conocedores no les gusta el marqués de Sade.

                –Cierto. Opto por sí declarar que, a pesar de sus distintivas oraciones de látigos de una misma poesía, prácticamente le detesto, porque me gustó muchísimo “Justine” en la versión de “Los infortunios de la virtud”, y no el resto de Sade, que es para ingenuos adolescentes que no distinguen entre el marqués y Pasolini; el primero con tanto que vivir para decir algo, el otro con esta suerte de morir y consagrar lo consagrado, un futuro sin romper el presente.

                Era una convención de violencia. Santos era un ¿adolescente? hombre de diecinueve años pero nada “ingenuo”. Sí, “La filosofía del tocador”, de Sade, le pareció una estupidez si esa obra hablaba en serio: No es necesario leer para saber qué es la falta de moral, ni hacerlo la purifica. Santos amaba la violencia artística, ya fuera en forma sutil o en una explícita. Y si amaba la violencia material, sin embargo hallaba dolor y cero placer en toda clase de crueldad en contra de una inocencia; así era Santos, es una contradicción, lo sé, pero esta contradicción era en sí y muy verdaderamente que lo era. Santos era relativo, de acuerdo, mas por eso él estaba ahí, él, un lector de Pamuk, de Faulkner, de Mishima. No desdeñaba el erotismo, ¡al contrario!; lo que le entristecía era la promiscuidad, que tantos defienden y que cuántos la viven, y que Santos pudo haber transitado, pero no la aceptó y se alejó de sus invitaciones: Quiso tenerla lo menos posible en su biografía, esa que es la mentira que somos y una contradicción más amplia, mucho más maternal pues ¡tanto nos ama!

                (Entró una bala en la cabeza de un japonés. Una circunferencia pequeña se formó en su frente pero menos de un segundo después en la toma quieta de un grande close-up, estalló desmedidamente la parte posterior de su cabeza, cubriendo de sangre una objetiva pared atrás de él. El sonido fue bello y vil; ¡había mucho de culpa en ese japonés!)

                Salieron Santos y Ramón a la intemperie nocturna y fría como una gata. Los dos llevaban coche, pero caminaron entrelazados de los brazos juntos sin separarse, oyendo el grave ronronear de una grava fina que puso ahí algún arquitecto o diseñador sin igual. Como un mar iba rumoreándose el intercambio de sonrisas y datos de contacto.

                Por supuesto que se besaron.

2

                RAMÓN: A mí me gusta Proust.

                SANTOS: ¿Proust? Nunca lo continué. Supongo que me encantó.

                RAMÓN: A mi papá le gusta Gide. Pero alguien tenía que drogarse en la casa.

                SANTOS: ¿Tu papá lee a Gide?

                RAMÓN: ¡Sí!

                SANTOS: ¡Órale, me imagino la educación! Mi padre lee el periódico virtualmente. En la casa sólo somos él y yo, ¿como ustedes…?

                RAMÓN: Sí, mi madre y mi hermana viven al otro lado de la ciudad y nos odian.

                SANTOS: Mi madre murió.

                RAMÓN: ¿Entonces, de ti es este cuento?

                No sin encontrarse sensuales el uno al otro, comenzaron a hablar de sus padres.

                Bernardo esa tarde jugaba con un vaso medio lleno de destilado de remolacha, intentando no pensar, intentando… no caer.

                Las caídas duelen si se cae de pie.

                Su mujer, Lilia, cargó un error orgánico que le hizo un viudo. Un error, en el seno que alimentó a Santos. Un quiste, un miedo, el médico, el tratamiento tormentoso de un año y de un pecho solo, del otro, extraído infértilmente, escapó la irregularidad tejida por la información maligna, y ella murió, Lilia, su esposa, haciendo la muerte llorar a Santos por muchos, muchos años, dejándole en el mundo un rebelde ante Dios y las instituciones. Era un llanto tan duro que Bernardo ensordeció ante su propio dolor. El tiempo que pasaba a solas lo pasaba bebiendo fuerte, cada vez más sordo, cada vez más entero. Su olor a alcohol apagado que de él emanaba todas las mañanas fue el nuevo calor del chiquillo, que tomaba su café con leche y su pan de dulce antes de ir a golpearse con compañeritos en la escuela. “Qué bueno que te defiendas, hijo, que te defiendas como un hombre”. En cada pelea Santos ganaba, con todo y su cuerpo casi flaco, porque su padre lo enseñó a pelear desde que su madre vivía: Tenía experiencia en el combate de muchísimos años, sus puños eran máquinas y sus patadas específicas, aunque éstas las desarrolló él mismo, pues su padre le enseñaba a usar sólo las manos, no pegar debajo de la cintura y parar en cuanto saliera “el mole”, pero el mundo había cambiado, había que madrear los güevos y la sangre no detenía nada, ahora eran los profesores quienes detenían a los peleadores, esos “curas maricas”, como su padre llamaba a esos maestros con esposas e hijos, que sancionaban con gritos y reportes el comportamiento de esos caballeros. “Mete las manos, hijo”.

                Ella… Ella fue cremada.

                La tarde aquella estaba tan nublada que Bernardo bebía bajo la lámpara encendida. Se había quitado el saco y la camisa; tomaba en una camiseta con mangas blanca con manchas quedas de un inevitable sudor amarillo: Nunca Bernardo tuvo que decir a Santos: “Tu padre también es un hombre, hijo”, porque su hijo siempre lo supo y lo entendió, y al cruzar la puerta el hijo vería a un hombre bebiendo en la cocina, sin importar cuánta compasión su padre le inspiraba ahora que tenía el tiempo para su propio lamento. Ese hombre que con la corbata hacía reír a las secretarias y bailaba como nadie el twist, que era un alcohólico adicto al ruido del trabajo y al pelo del arte de lo profesional. El único viudo que Santos conocía, por lo menos que él lo supiera.

                Ella me dejó. La esposa se tornó en un hijo.

                Bernardo no sabía que su hijo era homosexual. Ese muchacho que ponía las de “El Padrino” y leía libros de una complejidad que él, Bernardo, sin jamás confesárselo a Santos, consideraba ya una pinche payasada. Los hojeaba a veces, cosa de un minuto o dos. Libros de casi quinientos pesos.

3

                Eran como el bello mar de sangre y luna negra entre la ferocidad del rosa apabullante, la guerra. La guerra de los colores, de La Muerte.

                Un frágil sol altísimo salió luminoso según Bernardo iba abriendo la puerta de Santos.

                Bernardo se hallaba unos minutos antes ebrio y sintiéndose ya el ocio, con la casa casi a oscuras y el hijo creyéndole dormido. Santos llegó unas horas antes acompañado de Ramón, y se metieron ambos al la habitación de su hijo, como alguna vez había ocurrido ya.

                Del cuarto de su hijo salió un ligero y siervo de sí mismo olor a marihuana; Bernardo sonrió. Él no tenía ningún problema con que su hijo fumara cannabis, siempre y cuando no se volviera un cínico al respecto: El cinismo, y esto es firme, hijo, si me lo escucharas, es causa y resultado del exceso auténtico. Es una especie de demonio cuya locura es tan profunda que en él aparece sólo, en un principio, como sutiles malas mañas, “confiancitas” de diablillo, de grosero, de imbécil, de maleducado. Pero es una cosa grave, el cinismo.

                Siempre y cuando no “pasara sobre él”, sobre su padre, y no dejara nunca de disimular, Santos podía fumar toda la yerba que quisiera.

                Ya más ebrio y cuando música intermitente de los Rolling Stones dejó de sonar desde la habitación misma del olor de la marihuana, de su hijo; ya sintiendo sólo amor y curiosidad decidió vencer el sinquehacer asomándose a espiar una probable “conversación entre dos jóvenes intelectuales”, como si fuera un niño en el punto tan alto de sus despertares humanos y misteriosos. Consideró la posibilidad, quizá probable, de ser descubierto, pero no vio por sí mismo en el sentido de ahorrarse a toda costa el peor de los ridículos. Mas no fue visto, los chicos estaban distraídos.

                ¡Lo que vio y escuchó!

                En el pequeño plasma una película mexicana con el sonido tan bajo que se oía más la máquina que la reproducía. Santos y su amigo Ramón parecían una bola de estambre y los muros el gato. La luz, frágil pero viva. Y en ambos pares de pies un par de zapatos que yo llamaría divinos, sobre el respectivo par de calcetines a juego con ellos y muy largos, delgados y tensos que Bernardo veía casi como medias de dama. Lo demás, en cuanto a prendas de vestir, no estaba ahí.

                Pasó un tiempo considerable antes de darse cuenta de detalles como el siguiente: Su hijo y su amigo tenían sin volumen la película para escucharse a sí mismos gemir quedamente: ¡no les fuera a escuchar el padre que olió la maría!

                “¡Qué descaro!”, se exclamó a sí Bernardo, pero ni él mismo creía ese sentimiento. El padre estaba seducido, aunque en un sentido que nadie, quizá, hubiese sospechado: No había en él un verdadero sentido de la indignación, ni se sentía provocado sexualmente, ¡ni siquiera excitado!, no; él sentía que podía saciar la curiosidad que buscaba en un principio. Algo de interés; sobre el mundo, sobre el hijo. ¡Ja ja ja já! ¿Su Santos estaba realmente haciendo eso con su espalda? ¡Y frente a otro hombre! ¿Están haciendo esto porque son gay, porque son jóvenes o porque son solteros? Yo nunca hice nada así con una mujer.

                “¡Eso es, Santos!”, sintió Bernardo en el estómago cuando vio a su hijo desempeñarse, de un momento a otro, en el “rol del hombre” tan bien como lo estaba haciendo en “el rol de la mujer”. Ese es mi muchacho…

                En cuanto a esto, cuando los amantes comenzaban realmente a amarse, cuando no estaban socializando carnalmente, sino haciendo el amor entre ellos dos, y Santos se colocó sobre Ramón, volviendo a su “papel” receptivo, para ser penetrado, el padre vio en el hijo a un Santos que gozaba con el mismo cuerpo y con la misma alma que su esposa, Lilia. Su hijo, en un placer manifestado de un modo elegantísimo, montando al otro muchacho, cerraba los ojos y hacía algo parecido a morderse el hombro, mientras sus manos acariciaban su propio tórax, su torso, como si tuviese un par de pechitos primorosos que, más bien y de algún modo, sí tenía. Fue cuando Bernardo lloró de amor y cerró con delicadeza de cirujano (¿Cuántos no son los médicos que van a operar ebrios?), milagrosa, la puerta entreabierta.

                Pero se quedó ahí; como un investigador inquieto, quería escuchar el orgasmo, lo cual no sucedió, porque “¡Cómo tardan estos cabrones!” se dijo, otra vez divertido, pero como se divierte uno ante Buster Keaton. Durmiose y ya no oyó decir:

                SANTOS: Tengo un guión, que escribí yo.

                RAMÓN: ¿Sí?...

                SANTOS: ¡Sí!

                RAMÓN: ¿Drama?

                SANTOS: Es un homenaje a Scorsese, en especial a “Goodfellas”.

                RAMÓN: Yo no había visto “Casino”.

                SANTOS: ¿Te gustó?

                RAMÓN: ¡Mucho! No sabía cuánto de mí nació o se exilió ahí… ¿Y cómo se llama? Tu guión.

                SANTOS: Se llama “Yo jodo mis zapatos”. El protagonista es gay, claro. Está en la Mafia. Y tiene unos zapatos como los tuyos…

                (Beso)

                RAMÓN: ¿Como los “míos”?

                SANTOS: Bueno, y como los míos también, si eso quieres… Es una crítica a la pérdida de la cultura verdaderamente mafiosa en el arte; es desde el arte donde yo puedo hablar, vivir de la Mafia.

                RAMÓN: ¿Es lo que quieres hacer?

                SANTOS: ¿Quedarme como sólo un artista, como sólo un representador? ¡Sí, claro!

                RAMÓN: Una crítica, ¿eh?

                SANTOS: Sí, a la pérdida del honor, como en Tarantino, y una crítica a la Moda. ¿Sabes qué tiene de malo la moda?

                RAMÓN: A ver, platícame.

                SANTOS: Que hay Moda mala.

                RAMÓN: Oye, cabrón, platícame también cómo aprendiste a besar así…

                (Beso)

                RAMÓN:… ¿Ves? (¡qué rico!)

                SANTOS: En una revista para caballeros de mi papá.

                RAMÓN: ¿Una Playboy?

                SANTOS: No, ni Playboy ni Hustle ni porno ni nada… Era sólo una revista de salud masculina en general, Men´s Health… Yo tenía como diez años cuando leí que hay que besar haciendo un 8 con la lengua…

                RAMÓN: Vaya, vaya…

                SANTOS: Ahora, yo, o sea, en mi caso, mi secreto…

                RAMÓN: ¿Sí…?

                SANTOS: Es hacer el &.

 

FIN

 

Julio, 2024

Querétaro, Qro.

Eric.

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