SALIÓ LA LUNA (Cuento)
SALIÓ LA LUNA
1
Ahí estaba, convertido en un anciano
a sus menos de cincuenta años; convertido él; él convirtió a sus menos de
cincuenta años en un anciano. Enamorado sí, sólo enamorado de Álvaro Álvaro es
que estaba ahí y también enamorado. El amor, sin embargo, es otro; Harold no
sabe de este amor, Álvaro no sabe de su amor cuánto amor es.
Siempre Harold está sentado en su
sillón de madera y piel oscura que parece un árbol: Toda su casa, con todos los
muebles, parece un árbol en su tronco, mágico.
Las palabras son mejor, siempre ha
dicho Harold.
Álvaro miraba, reexaminando su
propiedad de tronco y pájaros, la estética, que es la identidad del objeto que
nos hace sensibles, del largo cucú en pie. La luz amarillenta, de un futuro,
estaba medio velada, premeditada para no emblanquecer el panorama de esa entraña
del bosque de hadas y gnomos oscuros. Siempre Ariadna hacía a Harold rabiar
divertido al insistir que en el taller de Papá Noel los que trabajaban ahí son
gnomos, y Harold, fundamentada su opinión, no cesaba en decirle que
forzosamente serían duendes, pues dice la teoría, canónica, que el gnomo es de
bosque y el duende es de ciudad… o de un taller.
Álvaro acarició el cucú de pie, más
grande que él. Más alto, mucho, mucho más alto. El comedor tampoco estaba mal,
era de la abuela de Harold, que pasó a mejor vida cuando su nieto, a los trece
años apenas por cumplir, fue quien escuchó primero el repiquetear a la una y
media de la mañana, y como acababan de dejar a su abuela en un lecho de muerte
y cáncer en la Ciudad de México, simplemente lo supo, despierto a esa hora
porque con su hermano y su prima se desveló todo diciembre, junto a la recámara
donde doña Ascensión temblaba en las noches, de un modo que Harold pudo
presenciar, antes de que se cerrara l puerta, una noche en que regresaba de la
cocina, todas las luces apagadas, menos la de la recámara de sus tíos Malena y
Juan Enrique, cerrada, donde su tío fumaba hasta la madrugada viendo el colosal
televisor lleno de emisiones non-fiction, y la de la recámara de su abuela, en
un vislumbre de movimiento de personal clínico y del rostro de la enferma
convulsionado en lo que Andrés sintió y percibió y luego dedujo sin palabras en
su interior, había tocado vivir. Una convulsión de ella y para ella, porque su
abuela tenía la fuerza de una resignación que le invitaba a luchar, victoria
tras victoria, como muchas veces, como muchas personas, lo hizo en su vida, de
su grande mujer, incluso desde su infancia, vivida en El Paso, Texas, una
temporada. Ahora moría en Las Lomas de Chapultepec, rodeada de novelas de John
Grisham y, en el otro extremo de una misma cultura, pues los extremos son parte
de una misma línea, de Guadalupe Loaeza, quien le fue presentada en un punto de
la vida de Harold, tan lejano pero apenas hacía diez años en ese entonces, que
no fue guardado en su memoria, en una fiesta de disfraces, aunque ella y el
resto de los invitados de edad adulta esplendorosos à la Chanel o al estilo
libanés, incluso al chino, no llevaban mayor disfraz que el del decoro; en las
tardes de ese diciembre Andrés, antes de que doña Ascensión perdiera la
facultad que es la del canto y la de otras funciones de las que estamos en
mayor dependencia para lo vital, cuando apenas había perdido un poco la vista y
un poco la fuerza, y ya sin pulmones para fumar sus Viceroy (de mucho más
joven, la abuela fumaba Raleigh sin filtro, y el abuelo, a quien su nieto nunca
conoció debido a su estival muerte, fumaba Del Prado), le leía fragmentos de
“El Señor de los anillos”, de Tolkien: No fue gratuito que deplorara la
posterior versión fílmica de estos libros, a pesar de su admiración por Peter
Jackson por “Las creaturas celestiales” y “King-Kong”. En la película, nunca se
muestra a Bob Bombadil y sus botas de piel, amarillas como los calcetines
mostaza que Harold usaba para cortejar a su mujer, Ariadna, como todo era para
cortejarla, cuando vestía todo de negro el resto del atuendo, casual o formal
sólo dependiendo de la ocasión. Y era un comedor, en verdad, mágico, pues se
madre lo recuperó veinte años después y en un bazar de otra ciudad distinta a
la que vio nacer y crecer a Harold, de haber sido embargado en el peor día de
su marido, Adolfo. Un comedor detalladísimo por un ebanista auténtico y que
incluía una vitrina donde se guardaban tarros ornamentados para cerveza
alemanes, un arlequín sobre un espejo cuadrado y, en los cajones, por ejemplo,
un mantel de la bisabuela que, madre del hijo, hizo la vida de Ascensión casi
imposible tantas veces, pues, de origen sueco, veía en la intachable nuera, a
una mujer demasiado distinta a ella; pero ella nunca estuvo sola, y la muerte
de su esposo fue una auténtica tragedia que le hizo regresar a los Raleigh, que
ya había abandonado junto a todos los cigarrillos del mundo doña Ascensión.
Pero ahora, en toda la uniformidad, invisible por tantos elementos de valores
boscosos, del apartamento, era el mueble más tranquilo. Era el mueble de
Harold.
Toda tarde y así en las noches,
Álvaro daba la vuelta por la casa. De apariencia casi adolescente, estando con
un hombre tan maduro podría resultar su vida un escándalo, pero Harold era un
hombre de tal integridad y tal decencia, aunque pudo haber sido sólo una fama y
nada más otra apariencia, ya profunda y desde siempre, que estar con él era una
cosa de respetabilidad hacia ambos tremenda. Eran amantes, mutuos maestros,
manzanas a morderse el uno para el otro, eso eran, conducidos a esa relación,
uno, Harold, por la tristeza de una soledad, otro, Álvaro, por algo cercano a
la ociosa búsqueda del amor homosexual cuando acababa de salir del clóset.
2
No se veía como si fuese a
derrumbarse, Harold, sino que era una ruina pétrea, con la luz de la mortandad
exudando de él sin alterar la calma luminosa de lo que parecería una recámara
durante la noche en “Madame Bovary”, de quinqué. Podría decirse que su luz era
mayor que la de la sala y el comedor, contiguos entre sí, pero no tan oscura
como la del hall y las habitaciones restantes, sin las bombillas encendidas. Eran
ambas las dos luces que a las siete de la mañana se escurrían en sonoro
estatismo cuando en su casita (siempre fueron de doña Ascensión casas reducidas
de un piso como lo era este apartamento) su abuela Ascensión tomaba el primer
café, soluble, y los primeros tres cigarrillos del día en bata d dormir y con
el perrito vuelto a dormir y en espera del perfuma discreto que antecedía el
platito lleno de croquetas caras de toda clase de propiedades proteínicas y de
fibra.
Sentado ahí, con el “escuincle”, a medianoche,
encantando el lugar, de propio encanto, con su virilidad clara y soñadora. Ya
no era un niño. Harold, en cambio, dejó de ser un niño porque, como sería sano
si lo hiciese, Ariadna se lo pidió. Él lo hizo, y en menos de un año salieron
de la clínica donde ni Harold ni ella sabían por qué el otro estaba ahí. Y en
él se notaba la luz de la mortandad porque se murió Ariadna. Se fue, partió,
nos dejó, muchos años atrás, ellos tan adultos ya, en ese entonces, que mucho
les unía el saber su amor no sólo el verdadero, porque fuese más agudo, sino el
último, porque fue más grande, y ambos dirían: “Más aún, mucho más que eso”,
aunque para la sociedad hubiese sido suficiente hasta menos de él, pero sí era
más: Era el de la vida y, por serle de ella, fue también el de la muerte. Él,
Harold, se convirtió en un anciano a cambio de no morirse de un cáncer de
dolor, pues ella danzaba en su vida y en las personas de ella misma y de él, su
amor; algo químico de su sistema imploraba de Harold a Ariadna lo que ella esperó
de él. Todo se obtuvo, “y más, más que eso”.
-¿Tú crees que empiece a llover?
–preguntó Harold.
Y como una voz que venía del pasado
pero de alguien muy distinto, oyó a Álvaro contestar:
-No, no creo, Har.
Nadie creía nada, pero era un
escepticismo que nada tuvo que ver con el amor de ambas voces, aunque era un
“amor” también, que no es “amor” en la connotación justa y febril, sino un
afecto y una concern tan fuertes como el de un padre o hermano y el de un
profesionista entregado a su ocupación. Él nunca insistió con un “Pero ella sí
me ama también”, pues era al mismo tiempo un auténtico caballero y un estratega
por necesidad. Un caballero por convicción:
-Es cierto que de diez mujeres, ocho
están locas y ven al hombre como un adversario contra el que efectúan toda
clase de ataques y agresiones. ¡Pero hay que ser un caballero!... y confiar en
que cada una que uno conozca será de ese veinte por ciento.
Esa manera de pensar, tan utópica
era que Harold pasó medio año sin confiar en Ariadna. Y, menos de un año
después, sin embargo, seguros de ser un amor, partieron, con más de treinta
años de edad, a un mundo de luz vital, donde la penumbra, densa y tersa,
estallaba iluminada por una actividad carnal desaforada y de profundas
capacidades para llenar una novela clásica mas sin precedentes, o formar una
figura, indeleble en el lector, en una novela moderna dura y preciosista, y
girando alrededor de la cara hermosa y sonriendo, yuxtapuesta a una lluvia
urbana de las que emana la ciudad para los amantes que en ella encuentran una
liberadora intimidad, con su novedad y sus costumbres, con sus luces francesas
o californianas que emulan con proyectada realidad tan lejos que, incluso un
arquitecto, no sabe que está integrando a su obra materializados sueños de París
o de Los Ángeles. Quizá comida cantonesa, sushi o simplemente un café de
doscientos pesos pero libre estadía en una noche que, tardía, conduce al
renacer. Y de día son luces italianas; si el atardecer es de provocarlo, el
ocaso puede ser veneciano y los callejones, aunque sucios, las intrincadas
callecitas renacentistas que tan adentro están del cuerpo de un festival
dormido que pueden contemplarse los mundos volátiles perdurando, hasta la
muerte, de una intangible cantidad de antifaces para una sola fiesta, por una
ventana o yendo a caminar por el centro de alguna capital. Inclusive, es
posible que, sin saberlo uno, se paseé por un tokio o una shangri-la en las
luces de una ciudad que es Barcelona por completo por la cantera de los
balcones, el frío aterrador y la industria predominando como un pulpo serio,
maldito, grisáceo y muy hermoso.
El accidente vial fue llevado a la
mano de Harold en forma de una rosa húmeda y estas palabras:
-Lo siento, señor Harold, pero su
esposa murió en el accidente.
-No es mi esposa –dijo él con toda
clama, porque no era, en efecto, su esposa, sino que era su mujer. Empezó a
llover.
Nunca dejó de llover, realmente.
3
Toda bondad que halló en un amor más
allá de lo inmortal, la muerte cristalizó en la esperanza cardiaca del cuerpo
de Harold al perder su cuerpo y las palabras de porvenir de su amada Ariadna,
cuya historia, quizá trágica, griega, él ignoraba, interesado en el vaivén
semiadrenalínico de las ventas, que siempre le procuraron un sustento y la
oportunidad satisfecha de brillar, incluso estando dentro de la clínica, haber
del tiempo del otro y el espacio de él mismo. Cuerpo y palabras de su sonrisa,
pues la sonrisa es la unicidad en todas las mujeres del veinte por ciento que,
matemáticamente incierto, son la flor que hace a un jardín y el jardín que hace
florecer el Universo en otra mujer o un hombre, de galácticas fortunas.
Lágrimas que no llegaron
petrificaron su cuerpo, que se deformó, y en los años de la noche, tras el
psicoanálisis en él diciéndole “Es verdad, señor, tiene porqué su sufrir, no
sufra más”, halló a Álvaro en una fiesta de libertad. ¡Se veía tan guapo!, y le
pudo hacer reír, le pudo hacer sentir un paso del Tiempo como en novela de Jane
Austen, sin que él leyera mucho, ni siquiera a Tolstoi, prodigado solamente a
la Filosofía casi incoherente, donde se perdía; ¡Ariadna sabía tanto de
Filosofía! Y Álvaro no disipaba bruma alguna, pero se abrazó a él con ella
rodeándolos, ahora, a los dos, capaces de sobrevivir un dolor que ya es
demasiado profundo para no alcanzar la superficie de sus personas: sus rostros,
sus palabras, sus nombres, sus estampas; arrollados juntos por lo que se
identifica como “injusticia” sin saber de sí de dónde viene y si es ese su
nombre y ese nombre su verdad. Sólo un dolor fatal y estéril: estatismo era no
deseado. Pero escribió Álvaro:
¡Qué bueno que usted no
ocupe
su sed en otros muertos!
Los silencios entraban hasta en los
cuerpos de los gozos que, aunque inciertos, eran la responsabilidad básica en
contra de un ácido de hielo. Inescrutables juegos para dejar de respirar el
oxígeno de la otredad déspota sobrehumana que se inventó el nombre de muerte.
Ella ya no está viva, no señor; no puedo descansar esta noche en el Cielo: Yo
estoy muriendo; apenas el gerundio, atemporal y prosaico, del no sé qué es
peor,
si con testigos es o si es sin
testigo en absoluto. Sólo en el lenguaje sé
que ella te hubiese invitado a morir
los tres sólo esa noche; y aquí estaréis, porque sobrepasando voy el verbo de
esta suerte. Debido esto a que Harold no era un suicida, ni hubiese querido
estar muriendo por a)lo que le dio vida, y b)lo que le quitó todo el valor a
todo que no fuera haber vivido el amor de Ariadna.
Estar enamorado es, “si las cosas
salen mal”, lo que apuñala la psique; pero, si también se ama, el amor, en
estado puro, resana todo agujero que ha herido la libertad que hay que dar.
Álvaro inmaculaba la sonrisa de
Ariadna, en lugar de quebrarla como una mujer guapa trotando en licra vista de
espaldas y, sin culpa de nadie, fugitiva y asimilada en automático como ajena e
imposible. Lágrimas de lo oscuro, como risas hubo en esas luminarias de noches,
bajo argentinos pasos que cuelgan del verdadero sol, que saturan al falso dios
cuya piel encuentra uno en una prima cercana, para bien y para mal; todo es
mío, consideró el hombre aquel que, de ser libre para su adversario, pasa a ser
un victimario por su contexto social que busca negar, porque lo puede hacer,
algún trauma velado por su cabeza. Varios hay, comen en la mesa: ¡el olvidar es
recordar! Hay que empezar por la consciencia.
Y siendo así la realidad, esta
realidad cubre fuerte el rostro de la inocencia que, para un alma
jurisprudencial de jurisprudencia económica, es todo lo que se busca en la
belleza extrema. Pero, ¡uy sí!, siempre se puede más y más y más… El poder es
nunca. “¡¿Dónde estás, Ariadna?!” fue este mundo insulso; cualquiera diría que
la muerte convino, por celoso, a Harold. Pero no es así. Hubiese muerto desde
antes y habría sabido qué hacer para seguir su camino.
Pero, la verdad es que este
hombre-ruina no sabe qué hacer, un tanto seco para no imaginarse sepulto.
Muerto es el futuro. ¡Sus mejillas de papel y el papiro de su pubis!
Poéticamente hablando: ¡Su cabello negro de buen infierno! La esperanza vívida
de ese primer año en el confín. La luz tibia que cálida agradaba los sentidos
de su amante para que contemplara la verdad de ella, tan hallada todos los
días, así como era ella, dulce y tremenda, al tocar la guitarra y al emitir
esmeraldas que eran sus notas al aire, y comunicarse con él para transmitirle
el amoroso romance, arrebatador, de una gatita a veces triste. Acechados por la
salud. Vitales, presentes, conscientes, inmersos en el coqueteo del verdadero
mercado: donde él se paseó como un maricón con un cuerpo de dios abandonado, y
“Eres tú para mis ojos curiosos lo que se encuentra en el costal de los
cereales, mi bien amado”. “Nos preguntamos qué es “por siempre”; así de
humildes somos”.
La santidad no colapsó, enseñaba los
dientes, rasguñaba claridad, vivía humana en un abstracto y bello llanto.
Despierta y se encuentra escuchando “Miles Davis y John Coltrane en París 1960”,
antes de el subterfugio de los gobiernos. Casi diez años antes. ¡Mira cómo me
pierdo sin ti, pues para mirarlo hay que estar, simplemente, juntos tú y yo! Te
amo, mi amor, y por eso te lo digo siempre. Ya no hay dudas para mi posible
tormento. Vemos las espaldas de Cancerbero.
Harold se torció un poco para
acomodarse sobre el antebrazo del sillón silvestre. Estaba su cuerpo
ligeramente chueco como su cara.
-¿Me haces un café?
Álvaro volteó, sonriendo de pronto,
le dijo:
-Te hago varios, mon amour.
-Gracias, cabrón.
4
Cuando pasó la noche más grandiosa,
más majestuosa pero íntima pero llena de palabras, de descansos en la escalera
a la culminación del placer físico que es el orgasmo, donde la escalera sigue
para regresar a la imagen del mundo postrado ante la gloria humana de la
entrega fogosa y cordial, siguiendo subiendo, deslizados los cuerpos por el
sudor sosegado y las risas y entregas recíprocas de conceptos e ideas dulces,
en la formalidad que también es la desnudez previa y posterior al reverso que
da el sexo a los cuerpos y deseos, para terminar, no comenzando de nuevo a
subir, sino bajando los escalones en una segunda, de quizá tres, entrega de los
pechos y en un nuevo apretón de las extremidades entrelazadas que ya
descansaban en el valor del tiempo vivido, Harold tenía de compañera a Ariadna
y Ariadna a Harold de fuente de emoción para ese placer, indescriptible para
los perversos siervos del desapego y de la corrupta piratería del
sentimentalismo que se fuga, que es la sencillez que sólo las fantasías y los
sueños de los enamorados anónimos piden a ruegos a toda clase de Dioses que, en
ocasiones, terminan por ser abandonados en una explosión dolorosa que será
juzgada, aunque por poco y no, como inocencia y libertad, llovía esa lluvia
cuya matriz celeste y grisácea alcanza en las medianoches que la atestiguan
iluminar los cuartos de aquellos que amándose están inmersos en esta clase de
relaciones sexuales. Sólo una mujer
puede entregar estos momentos a otra persona, por lo menos en la experiencia
amorosa, casi universal, del hombre que es Harold esta noche. A Álvaro se
entrega, pero llueve después de terminar, y Álvaro se entrega, pero siente
dormir a su hombre después de terminar de fumar cual sacrilegio: Y cuando uno
no sabe que ama, cuando ama, no hay nada qué esconder ni nada qué temer, como
cuando se sabe con dura certeza que uno es amado. Sí, la lluvia cae después de
ahí, y riega el par de troncos recién caídos; algo consagra, es verdad, como
cuando se vuelve Cristo un vino pseudoalcohólico de procesión, como cuando se
vomita, en un baño privado donde se puede lavar la boca perfectamente uno,
tequila de Jalisco. Pues, siendo que el amor convertido en sincera y entregada
relación sui-generis entre los límpidos enamorados Ariadna y Harold siempre fue
tan intenso y agradecido, era melancólico y friolento, pero en un hogar repleto
de carcajadas, mantas y toda clase de satisfacciones enhiestas y puras, ya
muerta ella, aún vivo, y desvencijado de dolor, Harold, sólo era posible la
noción de la muy clara decadencia negruzca del hollín. El rechinar de los
llanos y cordilleras era distinto, pulcramente y amablemente obsceno, así fuera
lo mismo de intrépido lo sucedido ahí; era la misma tierra en un espacio y
tiempo diferente, como un distinto engrane vertical que ha recibido su
movimiento fatalístico de un engrane horizontal.
Hasta lo más desconcertante y
aterrador de los principios de su amor con Ariadna, a Harold le parecía un
alimento de ensoñación y de esperanza que interminablemente fue el nido de su
vida cuando ésta volviose real y, podría decirse, incluso, religiosa en
contraposición a un paganismo que otros hubiesen considerado adecuado de
haberse hablado estáticamente.
Las propiedades del tiempo son todo
menos el tiempo en sí. Tiempo es la palabra más rescatada por el lenguaje del
hombre. Y, de ese modo, o sea, siendo las cosas de esa manera, no es el tiempo
lo que se le acusa de cruel e irreversible. Siempre hay tiempo para matar de
vuelta. El tiempo permitió lo que faltaba: llorar, en Harold, el amor
materializado y etéreo que fue su única mujer con la cual compartió una
economía en su totalidad, a pesar de que ésta no era tangible socialmente
hablando desde lo general, doctrinal y de intentos persuasivos y demoniacos.
Los diablos no sólo son la cola de la pasión, porque también escriban, a su vez
callan.
Álvaro se puso de rodillas ante las
piernas abiertas y sentadas de Harold, e hizo lo requerido para pegarle una
mamada.
EPÍLOGO
Vino el eterno vaso de vino para
solventar el acto de paciencia con respecto a tolerar lo alguna vez estimulante
de la compañía comunitaria cuando la soledad, como casi nunca, no quiere estar
sola, oh sentimientos encontrados que labráis la experiencia social de acuerdo
a dos ovejas, que no tienen en el oído la metida lluvia incursionando lo
insólito del amor, cuando despierto, y del coraje no como enojo sino como
fuerza y valentía, ambos vividos pero ya no vívidos, en estas relaciones
apenas, ¡mas por ello!, necesarias y, por aún estar presentes, ahora, después de
ser antiguas, arcaicas. No licor, no aguardiente; una y varias copas de vino
con sabor a sangre de metal, cuya presencia en lo bucal, ni siquiera en torno a
lo digestivo en sí, es la anestesia ante la euforia o el terror que provoca
aquél sedante placer que permite caminar sobre el fuego, exclusivo para el
faquir siendo suelo, ¡que sea corto, que sea… tangible, al inicio y al final,
como un polígono en el suelo de apariencia soportable y sea así su realidad
que, en verdad, dista tanto de lo condenatorio que, sin él, sin el alcohol,
pudo haber sido la dolorosa experiencia de esa ilusión desagradable y sin
límites!
El humo de la noche en tiempos que
ya versan por sí mismos esta corriente de acaso dos siglos, que es el tabaco
que se fuma, a punto de terminar en lo impermisible e incosteable. Todo a ese
humo esta noche, junto con hielos impactando el aura del espacio suavizándose
según esas propiedades que se hilan en el credo de saber que todo es el tiempo;
que la muerte es el tiempo, dice el credo; que el tiempo no es un reloj, cuando
sólo es ello; que el tiempo da la vida y no sólo la forma a las figuras de la
velocidad humana, como la Pasión de San Mateo, de Bach, es más lenta dirigida
por Leonard Bernstein, o la velada cuando es más lenta con Leonard Cohen, o
cuando se desvanece como otro humo, el de un hechizo al arrojar polvos mágicos,
escuchando rock & roll o a Calle 13. El tiempo que es de la noche no
sabemos cómo el tiempo es, pues hemos de morir sin saber del todo qué sabemos
de la noche, cuando la noche sabe
todo de nosotros. Más aún estando
dentro de nosotros, que permitimos sin necesidad de hacerlo, la invasión de
lobos en la Luna de los consuelos, cuando el pergamino de dulce tierra fue la
firme fibra del día que le vio no tierra todavía. Como una convulsión, y no
importa cuán pequeña. La seda de las manos, la tela de servilleta que se
arrastra en la copa a la coca al caer… Al llegar.
Incandescente espejismo
intermitente, canica en el corazón, diamante en los sesos. En los sesgos there
is not, of what? Se acerca la guerra como a signos puntuales. Se acercan las
balas a relojes ancestros y europeos. ¡Cómo existe el Viejo Mundo, que ha
vivido en el siglo veinte lo que no ha vivido el resto nunca o que no haberlo
vivido, jamás, parece! Como dos alternativas, como dos significados en los
miembros humanos y en los tórax ogrunos, ogrescos; piedra preciosa incrustada
en la página, neologismo. Le atiné a la taza del baño en la parte del agua;
creo que estoy
muy, muy tomado, en mi soledad, donde
un monólogo interminable de unas horas es el carnaval de este, yo, fantasma
agreste. Escurrido y palpitante, latiendo duro, como un corazón en lo seguro.
“La oscuridad es algo que se aprende…”, etc., etcétera y sé, barbaries que se
exhibe la gente, como: repetir el cosmos para negar sus destinos. Pero perdido
allí uno.
Una “fiesta”. Una… suerte de gloria
robada a los burgueses por plebeyos que buscan satisfacer su rey. Como una ley
que se entromete en el desarrollo del crimen para verle concluir en su búsqueda
del qué hacer al hallazgo de la injusticia, a veces apenas concebida y otras
anciana y enérgica y, dulce conocerla así, casi sabia. Una imagen del
linchamiento a sí ciego, sin saberse a sí ello. Buenas intenciones que sólo
encuentran que se estrellan contra el muro que es la locura. Pero, luego, llega
Álvaro y le acaricia el hombro y su espalda, le deja llorar sin saber que está
llorando, sólo que es lo que está llorando, y Álvaro es tan bueno y tan humano
resultado del amor junto al amor recordado, por ser el mismo amor, sin importar
si es la espuma del mar-su-génesis, e intrincado placer; y ¡una foto!, una
selfie: ¡¿Qué?! Harold sonríe más allá de lo que siente, sin dejar de sentirlo,
además de lo que siente y ha llegado
a conocer tan ciego. La soledad, sin dejar su receptáculo se derrite, por más
que Harold prefiriese no sobrevivir haciendo omiso caso de los verdaderos honor
y sabiduría que Ariadna en él colocó por kilos y también en concentrados
pequeños que hicieron triunfal explosión en su hombre, un hombre que no
explotaba nada que no fuera con el objetivo de robarle más sonrisas aún que las
dadas sin ninguna parsimonia, como si la sangre de Jesucristo apareciese en vez
del agua para las abluciones de un musulmán estricto.
Al final de cuentas, es vino. Hay
hasta corbatas ahí: las de los más leales, las de los mejores amigos, cuyos
zapatos y cinturones, de piel, negros, truenan a la vista y brillan.
-¡Un coñaquito, pinche mamón!
No seas ojete, güey. Gente educada;
no “supuestamente educada” en cuanto a un deber social incumplido, sino hombres
capaces de escribir con creces los libros suyos, que en el librero casi gótico
o de ligerísimo minimalismo descansan poco. Verdaderos gritos, verdaderas
economías andantes de andar financiero. Ellos mantienen a Harold, el enfermo.
El “geniecillo” genio, el filósofo, el disparate humano, enterrado en el
lenguaje aprendido a ganaderos y entre abogados y judiciales, que les han hecho
líderes villanescos y, muy en el fondo de una negativa aristocrática,
afrancesados pero puros.
-Ya cógetelo otra vez, Har, ¡velo
cómo está por ti!
Y risas, porque si Harold abre la
boca en vez de reír, arrasaría con inteligencia esas burlas adorables que
también son él mismo. Ellos son uno, y Álvaro, as well. “Así se llevan”, por
años y años, como un matrimonio: Lo que todos buscan es solamente más que un
país: es una humanidad descubierta. Dentro de nuestro cráneo buscamos tanto
nuestra arena porque ahí está el Sahara, con camellos y caminos, en pirámides de
oros, güisqui depresivo (más depresivos aún los cacahuates de los bares
aceptables y tranquilos), banderas removidas por soplidos de trabajo, elixir,
acentuado en las caras del descanso de los cuerpos en plena guasa, pues “guasa”
es término de Loaeza utilizado a guisa de desafío español de antemano ya
victorioso por ella: “Si lo uso yo, dejad de buscar la palabra allá afuera”,
pues, hombres de convites intelectuales ya un abismo, cualquier tesoro entra a
la cueva de Ali Babá y los cuarenta ladrones. “El silencio”, de los Caifanes, o
bien “Carmen”, para que se levante el perrito de Carlos, y volver a Control
Machete, o a un Chava Flores que respetan porque cree bailar, para ellos que
cante, porque le disparasen, a los pies, imperativos. Qué mal que le caemos
mal. “¡Pongan la Novena!”, y completa. Estas músicas son para ellos. Y de
ellos, Dios lo quiera. Amín.
Hasta un alba que le permiten los
suyos, su grey, sus escribas algeputobráicos, a la soledad. Han llegado a ella
él y también él, el otro sin otredad por más que duela a los expertos de la
mente, estudiosos además de la política social y las ecuaciones silogísticas
filosóficas.
-La Filosofía es el acto que parte
del conocimiento. Y el empirismo es el acto que ha llegado al conocimiento.
El alba en la bruma del efecto de la
marihuana magnificado por las toxinas naturales provistas por el desvelo,
sintiéndose opiáceo, posterior al café colombiano que prepara Álvaro en una
olla, que no de barro, por la ausencia de barro, pues siempre olvida Harold
comprar una olla de barro para el cuento que Álvaro habita por los dos;
ausencia que no arroja culpa alguna, sólo es el olvido de hacer lo que un
hombre no hace más; pero recibirá la olla de barro en su próximo cumpleaños,
Álvaro.
FIN
Eric
Febrero, 2024
Qro., Querétaro.
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