LÓBREGA Y LOS HIJOS DE SU FAZ (Cuento)

 

LÓBREGA Y LOS HIJOS DE SU FAZ

 

 

PRIMERA PARTE

 

            Ella tenía el nombre en la faz, escrito, sangrante.

            A ella la golpearon, a ella la violaron, la chingaron, humillaron. Era joven aún cuando eso pasó. Ella estaba en su lengua. Ella soñaba. Se le interrumpió.

            Tragó unos sémenes que luego su estómago rechazó con el sustazo. Así se hizo palabra. La palabra “tierra”, la palabra doblegada, hija de la ternura muerta como a puñaladas. Su palabra no cruzó su garganta, ella no lloró, demasiado adolorida, demasiado alerta para llorar.

            Hija del desierto de su piedra en un valle, de la tremenda moquetiza. Ella no olvidó nada porque no olvidaba, vivía. Vivió más allá del crecimiento, alcanzó todavía viviendo la ancianidad, siempre velando por el pepenador. Ella mismo vivió tanto tiempo pepenando. El poder surgió.

            Un mundo de crímenes y basura.

            -¿De dónde tanto poder, Lóbrega?

            -Eso de “doña Lóbrega” me lo puso un pinche güey bien nice. Yo, ¡ni sé qué significa! Me lo dijo el güey, pero no me acuerdo, ¿crees?

 

*

            -¡Así de vieja así la quiero!

            -¡Tranquilo, cabrón, ya, tranquilo!

            -¡Así la quiero! ¡Chingo mi madre si no, carajo!

 

*

            La luz de la tarde siempre hacía a Susana vomitar. Estaba secuestrada por los hijos, recogidos en la basura, de doña Lóbrega.  No todos sus hijos, porque tenía veintisiete monstruos, pero por algunos.

            Susana sufrió crímenes análogos a aquellos que viviera doña Lóbrega.

            Susana no tenía rostro. Sus ojos se comieron todo y luego a sí mismos. Sólo tenía los hoyos de debajo de su cintura. Ninguna forma de cordura, ninguna… motivación. Era un poema suelto, un poema… sin sus versos, todo revuelto.

            Entraron esos hijos de doña Lóbrega a patear a Susana, a que limpiara la basca:

            -¡¿Por qué te guacareas?!

            Como siempre, pero esta vez Susana no dejó de vomitar, en cambio, vomitó ya sangre, hasta morir.

            -¡No la chingues… ya se murió!

            La Policía, involucrada por cien mil pesos. Sólo el pueblo se enteró, e iba a decirle:

            -Doña Lóbrega, sus hijos secuestraron una chamaca…

            -Ah pues qué jijos de su tal por cual.

            -Doña Lóbrega, sus hijos mataron a la chamaca que secuestraron.

            -Ah pues qué hijos de la tiznada.

            -Doña Lóbrega, sus hijos… sus hijos la habían pateado y violado.

            Y se levantó doña Lóbrega y rasgó sus vestiduras de un momento a otro:

            -¡Eso sí nomás no! ¡Asesinos, como quiera…! ¡Pero violadores y montoneros no, por Esta que no!

            Y así sus hijos de su madre huyeron, para no terminar a pedazos en un basurero, o completitos y bien vivos torturados en una casa de la high, en el valle.

            -¡¿Cuándo me traes a esos hijos de su pinche madre, Confusión?!

            -Pues, nomás los encontremos, se los traemos.

            -¿Y por qué no los encuentran ya, Confusión?

            -¡Hi, señora Lóbrega! Porque la ciudad está retegrande. Dígame cómo le hago.

            -Tú nunca me has fallado, Confusión. ¿Por qué ahora sí, cabrón?

            -“Cabrona”

            -¡Lo que seas! ¡¿Por qué?!

            …´Ora sí que pues esa vino siendo la historia del comienzo. Sólo queda Lóbrega, sólo queda ese valle mula, esa palabra inconexa por universal, esa salpicada de entre las putas gotas que son criaturas.

            Lóbrega el símbolo, recuerdo de calles cruzadas contra los vidrios estrellados sobre los ladrillos en vez de ruedas, de esa noche. De esa noche Lóbrega. Y pare sin el setso. Nomás los encuentra: Así de vieja es doña Lóbrega, así de tranquila, la madre de tantos y como pocas, pero como todos sólo una hija de la noche, ¡y ni es de noche! Hija nomás de la Noche, con los años reventados a fuerza de no olvidar los desgarrones sucedidos, el agarrón del poste, los olores de ese pinche metro que se cayó en el ´22. Noche, noche, Noche. Lóbrega, Lóbrega, Lóbrega, lóbrega. Todo umbral todo delirio. Mordisco de agua puerca, símbolo de cosas ciegas.

            Pero siempre hay un villano, en el arte del buen contar. Ese villano:

            Cerró el libro para reír con la naranja cuando cruzó su pierna vestida de negro. Su bigote fino lo limpió de pronto pero con discreción con la servilleta, cara pero de papel, estando a la intemperie, en la terraza del restaurante del hotel, que hacía un café extraordinaire.

            Como un corazón palpitaba furia, teniendo corazón, también y a la vez, inyectándose sangre con cocaína.

            Peló otra pinche naranja el hijo de su puta madre. El primer hijo de doña Lóbrega lo había ella perdido debido a él, enamorado y bien pescado de ella, reina del acto: yo recojo basura, yo vendo basura, yo encuentro basura; posteriormente y por lo tanto, mi dinero es basura, mis hijos son basura, mi casa es de un arquitecto de quién sabe dónde que crea y hasta hace muebles con lo que se cree basura (“y que no lo es; ¡nombre! ¿qué va a ser basura un pinche tetrapac? ¿Basura? ¡Basura los pañales, los condondes, las jeringas, los cadáveres, lo que está vivo es la basura! La basura no se recicla, se tiene que comer en chinga. Se vende, se defeca, para reutilizar la basura que es el trabajo de a diario. Una pinche kótex. Pero esto es ya puro darle y ser mamón, porque el PET es basura y buen negocio, dice el viejo, trémulo, paniqueado don Archiduque que no sin ser versado en obras más bajas que del castellano, de castelleja usada, ahi nomás sí cuentas claras, la verga qués del barco dela clase della bella la condena, que no es carne si no llora al compase de un celebro amargo por ser el seso sólo deso y zámpese, zampósolo con gustos, quel caníbal no lo es menos por gustalle sólo lo gris e tierno del nostro corpis humanón. Y esto no es nada, amigos y amigas, ¡nombre, hay unas castellejadas que ni paran nunca! No hay ya comparación cuando es formal la cosa en un libro hallado en ese basurero callado qués la librería:

            A cuarenta y con nueve fue a hallar don Archiduque este cual libro que libro, si fueye, a cuarenta y nueve, no es libro sino populis verbum et sés de Castilla, mas incomprensión permanésese porque no es ni tomo uno ni tomo último, sés un tomo segundo de un tal Archipestre de Hita que llámase con una calma de ese amor en español que nunca hace las delicias, según don Alfonso Reyes, de otras muchas lenguas, “Libro del buen amor”, donde se falla, esto es, se “halla”, palabra esta más dura que si en cruento azar hallárase:

            “Metió la mano á su seno é donde fué sacar

            Una copa de oro noble é de prestar”

            Y así se comprueba que lo desconocido tiene su límite o no, que el castellano, vése, extiende tanto y por tan poco el suyo mas lo presenta en el caso del pepenante don Archiduque de la señora recia y fina que responde siempre al aquél nombre de Doña Ixtapalabra, cuna de los ángeles azules, conjunto del excelsísimo arte musical para aquellos que, sin prejuicios, ya ni bailan y le ponen solamente para escuchalla.

            En éstas estaba la vida de doña Lóbrega, a quien el tiempo preñó en la cabeza: el villano, que matóle un hijo, si no el más querido sí era el más importante, y ahora esconde a los “Quince del violín”, que son los ocho hijos que secuestraron a la pobre Susana, sólo por dársela para mortificar a los ángeles, y nos los azules tan regañados ahora por cantar los placeres y buenos bienes espirituales del amar a una mujer y niña de 17 años, en su canción… Porque es ahora lo del feminicidio febril pertinente, no las razones del comportamiento de los seres cuando se drogan en estos madrigales del Demonio.

            Este que ríe y fácelo todo al revés, sea su nombre dicho en esto y desta forma ya la suya merced respondida al nombre, santo y seña de Falocruel, “Violador de El Pedregal”, en este valle maldito, en este innoble tantas veces, ciudad que será perdonada antes de salir todos los que andan de sus tumbas algún día.

            Será un día de luz, y doña Lóbrega irá a los mil infiernos a buscar venganza, pero ¿qué hallará? Pues, al fin, canciones de esas muchas hay. Sólo hay… que saberlas escuchar.

            En cuanto al galán, el enamorado, el del amor pasional, que gritaba en el Paseo (donde no vive, es verdad, pero sí trabaja):

            -¡Así de vieja así la quiero!

            por doña Lóbrega, mujer que la lengua escrita ayuda en reputación, misma ésta madre sólo de prejuicios y soledad, por no saber la señora pronunciar su propio nombre, “Lóbrega”, y lo pronuncia así: “Lórega”; si se le ayudó no se le puede ayudar más, porque estas nomás son las Lomas de Chapultepec: Échele cabeza, a ver qué sale.

            Y “¡Sale y vale”, se agarran a chingadazos por doña Lóbrega, sobre unas calles que hace siglos carretas jaladas por asnos, así como por caballos carruajes jalados, pasaban pisándose unos a otros el estiércol, haciéndose plastas informes, y no duras pelotas permaneciendo, esas materias residuales, exponiéndose un verde interior que, entre más fresco más cálido y cítrico es su olor, su esplendor, porque esto también es España.

            En fin. Los que ocupan lo que viene siendo la palabra no siempre son sino una velocidad próxima al gran encanto. Narradores se quedan, viven, respiran, mueren inmortales, gozan ser estructura, pero lo que se dice la Palabra, en cuanto a cultura y no a religión ni teologías, la Palabra viene y la jija de la chingada también se nos va. “Lo que se nos fue”, patinando.

            Entonces, es claro, Yo recojo a doña Lóbrega. Lóbrega es una con la basura, con su valor. Esta mujer que quizá habría sido la más pura india ahora está mezclada, pobre de ella, con tanto español, pero permanece morena, porque es más sabio…

            …el Diablo…

            …que Dios. Una bandera, que más que todo la B bien mayúscula lleva, su connotación histórica, serena, enarbola la insultante visión de la Historia como ciencia que se tiene en nuestra nación, esa nación que tiene esos cañones todavía en las cárceles de los puertos, ejemplo es San Juan de Ulúa o imaginación de poeta tal vez. Ahí encerrado, ahí un fantasma, pero ¡aquí, hermanos! hermanado está el canto de la puta Resurrección. Don Juan Escutia, ¡sí señor!, amarrándose sin querer, dicen los niños tras la débil lección escolar, se enreda y tropieza, el muy pendejo, y se cae, con todo y lábaro, al vacío, además, que no es tan alto, que viene hasta no siendo, y se mata, y los gringos dijeron con respecto a nuestra patria: “Okey, amigos, con eso estuvo, nosotros comprender, adiós, amor, y los dejamos en paz”. Porque ya no es raro lo que sucede y se le carga al descrédito de los hombres cuando muertos.

            La cosa es que el muchacho bebió, sí, tomó, se emborrachó, y encabronóse, más que nada, con su hermano el chofer. Pues doña Lóbrega, ya se ha visto, será una anciana pero, por ello, ella es una gran mujer. Una María Félix con más dinerito aun, con igual carácter, igual personalidad, pero, aun así, rasgos propios de vital originalidad. Pero lo que pasa es que, el muchacho este, se emborrachó y el chofer ya venía pedo, incapaz de recordar que no sólo el padre, verdad de Dios, es patrón.

 

*

            Juan Escutia se acercó lo que pudo sin ser contradictorio con el ser de esos hombres, ¡a fe que estaban armados!, asediando la casa de su amor, y leyó lo que en su bolsillo había arrastrado desde el Norte hasta el Sur:

            En la partitura de tu carne lóbrega

            sé, en final batalla, dar al piano

            el tiempo de tus senos, méndiga

            Pues no por querer tanto se quiere poco

            ni por poco querer no se quiere tanto

            Era la cara de su amor ese momento. Siguió leyendo esa “sarta de pendejadas” hasta culminar sus versos en la frenética estocada que no comparte con sus mayores: Doña Lóbrega había escuchado sus palabras, pero ella, tan mujer de autoestima por los suelos, sólo se decía: “¡Está muy joven pa´ mí ese cabrón! ¿Qué va a pasar si yo me clavo y él se desapendeja? Mis enemigos me quieren sin la verga dentro, y yo con la paz los quiero de fuera”, etcétera, etcétera. No lo recibió ni le contestó. Ella nomás se miró en el espejo, he ahí la palabra que “busco”, tierra, bajo la humedad pútrida, hay tierra, bajo el lago de lodazales, hay tierra firme. Bajo la sangre, bajo la mierda, bajo la orina en la botella hay tierra… “¡Bajo todo está Lórega!”. Bajo todo su amor.

 

*

            -¿No los agarrastes ya, Confusión?

            -No, doña Lóbrega.

            -¿Por qué, si se puede saber?

            Porque hablaba también bien, cuando seria, bien bonito, como la Doña Lóbrega que era.

            Y así, uno de sus hijos emborrachó a Confusión, se sacó el pito, pues así desarmó a Confusión, la distrajo, se vino en su boca, Confusión se vino, Confusión se acostó tantito, y una bala a su cabeza entró con una gran y predeterminada velocidad.

            -Madre, mamacita chula, ya la vengué.

            -¡¿Cuál vengarme, Matías, si esos jijos de su chingada madre siguen vivos?!

            -Pero la niña Susana ya no, usted descánsese.

            -¿Cuál “usted descánsese”? ¡Yo no le voy a parar!

            Pero la Historia ya está escrita. Dicen que quod scripsi, scripsi, que lo escrito, escrito.

            -Un pinche oceano de sangre, mami chula, la cabezota de esa pinche Confusión.

            -¡Ya cállate, Matías! ¡Tú sabes que esto es de verdá, chingao!

            Y su rebozo negro…

            …le dijo: “Tú eres mía…

            …yo soy la Noche, en la ciudá!,”, y la sustrajo y la colocó bien plantadita, en un ayer descarapelado y de rostro cacarizo, rostro este que, de haber sido de pobre, sarnoso habría estado. Pero era de un hombre de mucho dinero, no por hacerlo mucho, sino por perderlo bastante.

            El hombre se llamaba Azrael, como el arcángel. Heredero de una fortuna de luna, no trabajaba, en el sentido clásico, sino que trabajaba leyéndose los llamados “clásicos” que no son otra cosa que lo que Homero hasta Charles Dickens pudieran ser, pues, entregado a ellos como estaba, sonaba en su cabeza esta palabra: “Esto del arte es decir bonito pura pendejada, hermosamente echar relajo, y terminar por pensar en nada”. Aunque para uno no, eso era para él, se lo descubrió, la Literatura. Luego, así, la Arquitectura, la Música, todo lo que no supo hallar terapéutico, todo lo que encontró simplemente ingenioso, él  todo eso conoció, y en ello seguíase versando, sentado en un sillón con algún trago o dosis de droga poníase a leer y escuchar y disfrutar de esas bellezas y de esos ingenios, excesivos e innecesarios no sólo para los positivistas, sino para todo aquel que no quiera ser, bien dentro, un vago completamente. Un sensual. En el peor de los casos, un chingado huevón. Sí. Con todo aquel dineral, nos sentamos en un silloncito, junto a una mesita, a buscar a Moby Dick, a criticar a Leopoldo Bloom, ¡a motivar a Sherezada a seguir desnuda!

            Conoció a doña Lóbrega por don Archiduque en La Mansión, el restaurante. Don Archiduque, con barba y con gasné, leía a su don Quijote, pues todo hombre que se llama hombre tiene el suyo propio, tomando café después de su “bistec”. Ahogado de borracho se acercó, impertinente, Azrael a hacerle plática al cervantino que, flotando en el café, no le hizo mal la no intencionada grosería.

            Se hicieron amigos. Doña Lóbrega y Azrael… se hicieron amantes, se supieron sus basuras, se compartieron sus sor juanas, fumaron marihuanas, y elevaron el portento a Dios: “¡Henos aquí, lupus pater, fieles a congregarnos en tu  santa muerte!”

            Y: ¿De dónde salía tanto dinero de doña Lóbrega que alcanzaba a embelesar al gran señor de las galas cultas? La palabra ya la sabemos, y al saberla hasta mierda, es limpia ya, ese es su conocimiento, la palabra es: “Esta pinche lana viene nomás de la puritita basura”. La basura. Basura. Comida de dioses estercoleros, abundante chingamadral de verbos producidos, trabajo de hombres de la gran mujer. “Yo tengo más, pero yo sí trabajo”, él, sabiendo tanto de tanto su ocio haberle enseñado, la contagió: “Ya no trabajes, Lupita. Disfruta de tu dinero y consolida tu poder”. Y formóse pues, ese concejo cual una corte, que, de tanta economía, era, en verdad, un fiel imperio: y doña Lóbrega dejó de trabajar pero no de ganar dinero.

            Así comenzó a detestarla el hombre de la naranja.

            Hasta les hizo, el de la naranja, por su villanía de él, un sindicato a los pepenadores para que por cualquier cosa la hicieran de pedo a doña Lóbrega, quien, haciendo uso de su fuerza, material, le mandó apuñalar al jefe del pulcro sindicato, un pillo, de raza más mestiza imposible, que sacó de su cuerpo tanta sangre que apenas se le distinguía del resto de la habitación donde lo apuñalaron. Su mujer se había aventado del balcón. En Acapulco, donde vivían, cerquitas de la casa célebre del buen “Negro” Durazo, tan policía como criminal se puede ser, en verdad escoria de nuestra nación, porque gringo no era él ni europeo. Ya quién sabe de dónde era ese cabrón. Sólo se sabe que era mexicano y dormía en lujos rara vez explicables. Dicen que el rededor de su lecho era una concha gigante de mar, y que su casa era tan grande en recursos naturales, que se pasa en lancha de una habitación a otra.

            Pues la misma cantidad de dinero que don Durazo tenía la tenía doña Lóbrega ya Lóbrega, que bien se dice, también, que su lobreguez, así sola, es tan bella como los ojos que se asolean frente a diamantes que ella saca a bailar sobre oro en las mesas de sus jardines.

            Pero al de la naranja le alcanzó nomás para quebrarle al “Niño”, que le decían. “Y bien quebradito”, el villano siempre lo declaraba.

            Ya sin sindicato, doña Lóbrega siguió operando con toda legalidad, pues significa más el signo que el significado, pero con un hijo vivo menos.

            Todo porque era ya una mujer vieja, ya, en ese entonces, una anciana casi. Si no se le sabía, se le supo al final. Y su tristeza fue tan grande, que sólo le quedó culpar a su amante de meterle en un mundo donde estaba sin su primogénito.

            -¡Tú me dijistes que hiciera eso!

            -¡Pues sí, Lóbrega, si yo no, ¿quién?! Y si lo hiciste, es para no tener muertos a todos tus escuincles. Uno fue el precio. Y lo pagaste, mi amor –le dijo él con dulzura y ya en mucha confianza. Pero ella no lo perdonó.

            Y ahora doña Lóbrega, por seguir viva y venir ya anciana desde ese entonces, tiene 100 años que no aparenta, ¡se ve más joven, como de setenta! Pero velitas al pastel…

            -¡Ponle una nomás, güey, no chingues!

            Pero bien, requetebién sopladitas. Y con el muchacho ese detrás de ella. Y ella detrás de los “Quince del violín”, que hicieron de una rica doncella una momia tan dura como la joven Lupita que la Bestia violó.

            -Ya que me explicastes qués aminorar, ¿cuándo va a aminorarse este pinche dolor? Este pinche dolor de madre, de perra, de culera. Este pinche dolor de gente naca.

 

*

            Como descosida la muy puerca, le dirían, pez abierto, a pesar de lo obsceno que a muchos, chocándoles, le parecería ese cuerpo en ese estado, por su edad, ella está plácidamente recién cogida. Como un méndigo diablo, un hombre cual mendigo, pues enamorado estaba hasta los tuétanos (por ella habría muerto hasta de tétanos), el joven, de mote Juan Escutia, ya eyaculó adentro de sus órganos, atrofiados desde los terribles sucesos que le cambiaron una vida por otra, y ella con ello ganó un orgasmo que nos daría miedo, de lo tan lóbrego, pues, en estos casos, Señor, ¿a dónde nos lleva el español?

            Por corriente y por parecer en sus fortunas sin paralelo apenas un ente vulgar, doña Lóbrega ya no fuma, de ahí su tan larga y retoñante interminable edad. Pero, si fumase, estaría prendiendo un cigarrillo en ese momento, mas permite que el muchacho prenda su tabaco. A lo que viene esta pregunta que suelta la vieja con majestad:

            -¿Eres muy bueno o eres muy malo?

            -¿No lo sabe usted? Yo vine a que me lo dijera. Chingo a mi madre si no.

            Ella resopló, se irguió y sonrió sus dientes o idos o de reluciente plata:

            -Eres muy bueno, como todos los mamones que escriben esa pinche poesía que escribes tú, güey.

            -Y que la conquistó, ¿no es verdad?

            -A ver, ¡bésame!...

            Y la besó. En el beso bebía el vicio de la virtud, no la virtud del vicio.

            -Ya sabía yo, tú eres lo contrario a Azrael –le dijo ella al separarse del cálido encuentro de las bocas que volaban sobre ellos como un sofá de Dalí (¿Cuál es la historia, el ser de esa pintura; Marilyn Monroe, un perfume, Andy Warhol, ¿cuál?), en la impresión surrealista de ese haber, pues no veremos aquí tal percepción, sino otras que son más cercanas de lo que se pensaría, but not quite the thing itself.

            Ese sexo monstruoso, ese… ese no sé qué de promiscuidad como si bélica fuere como acción, entregó en la noche el mundo su ya no cruel hallada poesía desmeritada sobre la carne propia de la derrota de doña Lóbrega que sabe hablar. Y en esa entrega esa poesía, más poesía que nunca, supo callar.

            La vieja perra encendió una varilla de copal.

            -A Kukulkán rindo tributos.

            -Yo a Dios –dijo ella.

            -Pues, ¡Kukulkán es Dios!

            -No, ni la Santa Muerte es Dios, por eso son tan bonitos todos esos jijos de la tiznada.

            -Kukulkán es Quetzalcóatl, para los mayas.

            -¿Que te qué?

            -Quetzalcóatl.

            Y se lo explicó.

            -Un cura me habló una vez de la alma –inspiróle la conversación a doña Lóbrega a decir. Y él hablaba del castellano, diciéndole que no es el tan preciso latín. Y:

            -No, no sé hablar latín, Lóbrega. No sé hablar de Dios.

            “Sólo sé hablar de usted”, concluyó.

            -Pero pues háblame de tú, güey –y rió gritando- ¡Si no estoy tan pinche vieja!

            -Estás perfecta, Lóbrega. Así me gustas. Sólo te quiero envejecida.

            -¿Es una pantomima?

            -¿Una “pantomima”?

            -Simón… -y ella le explicó y él entendió que hablaba de una parafilia.

            -¿Quieres saber si me ha gustado alguien antes que tú?

            -No. ¡Me cae que todo menos eso!

            -¿A poco ya me estás amando, vieja canija? –él le bromeó, pero él no reía, aun riendo, no, el hablaba muy en serio, ignorando, sin embargo, la respuesta a su pregunta, como ofensión.

            -¿”Ofensión”? –preguntó la Noche.

            -Sí, una confesión ofensiva –respondió el ángel de la guarda del muchacho de la Señora Nocturna, cuerpo de chacal ojo de culebra. Áspid. Sierpe. Snake.

            -¿Sabes hablar francés, hijo de tu madre?

            -Un peu.

            -Yo tampoco. ¡Ni inglés! ¿Pa´ qué chingados?

            ¿Toda esta noche es sólo de amor? No sé, pero ellos se atuvieron a volver a amarse.

            Se amaron hasta las vísceras. Se hallaron hasta en la música de los perros. En lo salvaje, que debiera ser gratuito, hasta de que le pagaran a uno, pero también es cierto que fue sólo el amor, si acaso las almas.

            -A ver, aquí está –le dijo ella.

            -A ver, ¡ahi te va! –le dijo él.

            Una y otra, y otra vez, también. Mas el lobo no escapaba, se afianzaba a la vértebra de la pasión, que aquí se muestra harto compleja pero de fácil ilación: Se habló ya de límites. De una velada con una vieja encuerada en la portada, sí señor, de un loco y fogoso trepidar, tan gozoso, tan pelado como cualquier pinche chiste del cabrón Pepito con los huevos en la mano y el Pito parado en la avenida de Insurgentes. Pero el lobo no se fue, no señor, no era como Azrael, llevado así por lo que ya sabemos: Así ella traicionó al que la traicionó amándola. Con chismes, esto dejó. Pero el amor, si tiene precio, o si es una montaña de muertos o un chingamadral de dinero, ganó en esta noche, en la, la Noche…

            …Destaparon alcohol. Ronronearon en una conversación inagotable sobre el valor del cáncer y la caída del tiempo cuando se mira al Cielo en una representación de color. Demos a las oraciones un nuevo etcétera, una nueva obsesión pero ya añeja, un nuevo etcétera de amor.

            Amor. “Siempre, ¡siempre!, tuve amor. Por eso estoy contigo, porque no me falta el amor. No que tú me sobres, no, sé que no eres pendejo. Es sólo que tengo miedo de ti, de tu amor…”, entre otras palabras de borracha y vieja, correteada hasta por fantasmas (“En este baño, cabrón, un pinche muerto me espantó”), ya vivida, en unos 1980´s que le recetaron cocaína, canciones e ídolos que no distinguió de otros lares, no pensándolos como plumas luteranas de otra nación. Siempre México, hasta con la blow. Pero siempre, ¡siempre!, a fin de cuentas, pues gran señora, pienso yo, ella nació, poniéndose la camiseta. Haciéndose su español, chingándole, matando que a uno que a otro cabrón, machacándole macizo hasta la llegada del arcángel de Dios que le dio la idea de sacrificar a su hijo en la montaña y, como ella lo hiciera, arcángel era que doña Lóbrega, se ha dicho, ya no perdonó. Ya vencida, ya sin el Niño, ya estampada contra la puta pared, sin otra cosa que una doble traición de sentimientos, ya no perdonó, así hubiese sido, como con Abraham, Gabriel el que, a fin de cuentas, su mano no paró.

            Amor toda la noche y al día siguiente más amor. Amor para esa vieja que tenía salud y dinero, un Güicho Domínguez, ese cabrón de Carlos Benavides, que es Historiador por la UNAM, amor tuvo esa anciana rota, porque con amor olvidó, antes no pero ahora sí, el pinche dolor.

 

*

            -¡Esta sí te va a doler, hijo de la chingada! –le gritó don Fabián a uno de los “Quince del violín”, antes de desconchinflarle la rodilla con un martillo.

            El hijo de Lóbrega calló.

            Era sangre lo que manaba de ese cuerpo torturado.

            ¿Palabra? Trapo.

            ¿Códice? Tenochtitlán urbano, desde siempre and forever.

            ¿Dónde? Nacotitlán.

            ¿Luego  pa´ dónde? Polanco, donde no se oyen los gritos de estas gentes.

            ¿Pulpa? La pierna de este hombre.

            -¡Y espérate a que se entere tu madre!, la pinche vieja esa… ¡QUE TE ODIA MÁS QUE YO! –y le asestó más martillazos en la otra rodilla.

            Después llegó la sierra eléctrica, pero para otro de los “Quince” (que les llamaban ya). Y para un tercero: Oro fundido, por la boca puesta hacia arriba, perforándose la tráquea.

            Eran cinco de los “Quince”.

            ¿Dicho y hecho? Le avisaron a doña Lóbrega.

            -Déjemelos vivos, nomás pa´ mí… ¡Nomás pa´ mí!

            Y que se presenta la canija vieja, que pudo haber fenecido alguna vez de tormentoso dolor, y antes, de cruda humillación y rasguños íntimos, y antes, de que le susurraran los ángeles lo que iba a ser la infancia de su miseria.

            “Aquí merito estoy”, dijo aún flotando en los besos de Escutia.

            “Soy la tierra; la quetzana…”, aprendió… A putazos y a besos en el cuello, aprendió.

            Después de torturar a sus encontrados vástagos, doña Lóbrega compartió una copita de coñac con don Fabián, ensangrentados, bajo techos de renovada madera de poderes varios.

            -Usted y yo, doña Lóbrega… Usted y yo podemos darle en la madre a la Policía…

            -Ay, usté cree, Fabián… Yo ya no puedo, ¡si apenas pude con estos pinches mocosos…!

            -¡Sí podemos, doña Lóbrega! ¡Sí se puede!

            Pero, aunque no lo previó, estaba invadida de amor, por lo tanto, temerosa de perder el objeto amado.

            -Ya estoy vieja…

            -¡¿Cómo va a ser, doña Lóbrega?! ¡Usted es una quinceañera!

            -La última vez que me chingué a un cabrón de mucha altura, me fue mal. Yo sólo mato piojos y pulgas. Las moscas también, ¿pa´ qué le digo que no si sí, como diría la Chilindrina, Fabián?… Hasta un pinche alacrán me puedo chingar… Pero lagartos, lagartos ya no, prefiero llevar maletas de tela y botas de marrano. Ni lagartos ni delfines mato yo.

            Pero doña Lóbrega sí se echó allá a principios de siglo a un diputado y hasta a un empresario, y a otros cabrones que secuestró, y a todo mundo… Sólo que ¿la Policía? ¡Ni madres! El de la naranja era, nomás pa´ chingar, un proveedor de todo y cuanto fuera posible… para los enemigos de doña Lóbrega.

            -Además, Lóbrega, por estar aquí, por haberle metido electricidad a esos pendejos allá arriba, la Policía ya la tiene a usted de enemiga.

            -Sí, si sí lo sé… Pero ya directo ¿cómo cree?

            Doña Lóbrega no le entró. Regresó a la residencia, al caserononón en el Sur del valle, en la tierra escondida a su propio ser, las nubes chingadas recio por la tierra que era el ser, bajo zopilotes a sus cuidados, lenta discordia el no saber la textura de uno sino de la caca, discordia con la existencia de uno mismo: uno no va así nomás a enojarse con Diosito, ¡y menos con la Santísima! Tanto asalto, tanto secuestro, ¡todo viene de la basura, de lo que el intelectual llama “mexicanidad” para arrasarnos, quemarnos, crepitarnos, ya sin palabra, mas doña Lóbrega no es tonta, si se quema uno se quema también la basura con el fuego, y por ahi debajo, la virgencita y pinche tierra. Que no se llamaba Guadalupe nomás porque Lupe escupe, ¡nombre, no, ella no! Ella era doña Lóbrega, a fuerza de sentones y de lágrimas, se sabía… Hubo una actriz también, a la que le metieron tres batezasos en la cara, era una muchacha de extracción humilde, que de un día para otro y pasados los años estaba acostumbrada a las luces y las cámaras y a los asistentes, pero no sabía leer bien, ni sabía qué modas convienen y cuáles no que no sean las modas que la llevaron lejos porque, eso sí, esa chamaca tenía buen instinto en eso de ser prostituta, pues una actriz en México es actriz después de lo que le dé de comer… El Paco Stanley, nadie lo creería, pero doña Lóbrega tuvo que ver. Por eso se retiró de Televisa, entre la actriz y el conductor, mejor no entrarle ya tan de plano al narcotráfico y vivir de una basura no tan pinche basura, “¡Mejor vivir de la mierda, me canso en Dios!”.

            “La Policía… ¡Este pinche güey está loco!”, se decía… Pero no hay nada peor que la televisión abierta, eso era cierto. Azcárraga manda a la tira; es cierto que arriba está la pípiris-nice, ¿o acaso no era ella mujer de guarros y dientes de plata? Y no eran de oro para asemejar al fierro. Ya ni fumaba, como los gringos o las muñecas de Polanco. ¿Qué iba a hacer, nomás ser una pinche naca, un aborto de la nada abierta? Así que tomó el teléfono y le marcó a don Fabián.

            -Pues mire, don Fabián, yo no sé quién es usted, pero si nos vamos poco a poco hasta poder ya darle recio, o sea, si sí hay negocio y no un pinche fracaso culero y mortal, pues órele, ya que insiste; pero sí poco a poco, que vea yo que también mis amigos, a los que no conozco personalmente, no corren tanto peligro, ni mi familia; verdad y moneda de Dios.

            Y antes de colgar, pidió, como muestra de buena fe, que cortaran la punta de la verga a uno de sus hijos con una de esas chingaderas que cortan el extremo de los puros.

 

SEGUNDA PARTE

 

            El basural ante el ocaso. Sucio, del matriarcado que peló mierdas ya desnudas.

            -¡En esta vida hay que cuidarse hasta de la mierda del perro! Más aún que del ratero, me animo a decir.

            Toda la basura estallando, eyaculando, quemándose sola, calentándose en sí.

            Era un calor, esta vez, con el peso de la muerte de mamá, de doña Lóbrega.

            Ahora era un calor distinto, sepultados sus senos en el suelo, bajo la lápida de mármol y cuarzo. Uno de sus hijos, el que leía, movido por un desplante apasionado inspirado por la narrativa latinoamericana, propuso: Poner, simple y llanamente, “LÓBREGA”. Pero los que no leían le dijeron: “Vete mucho a la chingada”, y pusieron, lo cual la desnudaba como esa mierda que pelaba: “Guadalupe ´Lóbrega´ Cinto Reyes. Buena madre y cosechadora de fortunas”.

            -¡Cuál “Lóbrega nomás”, güey; órale ya, bótate a la chingada, ya te dije!

 

*

            …de la ilusión de su muerte, unos entre tristes, otros entre contentos, palabra que se daba de haber esperado los primeros ningún fallecimiento que les retirara la tranquilidad del amor de madre, de haber esperado los segundos hasta un testamento que no hubo, pero sí hubo la herencia de una burbuja de puritita hampa, como nunca antes vista en el país (¡y vaya que es un país de chingos de hampas y esos chingos rechingones!); pero peor aún, porque jamás se vio semejante violadero de mujeres y niños en el valle, y los que lloraban, lloraban encima ahora por eso también: ¿Por qué siempre los más fuertes son los más malos?

 

*

            “Adéntrate”, “No puedo. Es demasiada mierda”, “Yo le decía eso a tu madre, es curioso, pero, en mi caso, era mierda de verdad”, “Esa mierda apesta menos”, “No lo veas así”… Le decía don Archiduque a un contestón hijo de la mala madre pero buena ciudadana al amparar a los posibles violados, esos gritos de desgarre social, o digamos “sicosocial” por su desgarre y su alcance espiritual. “Adéntrate”, le decía don Archiduque a Chuy, el hijo que leía tanto; ningún otro leía, por estadísticas. “Adéntrate” en el conocimiento suyo de Literatura y de doña Lóbrega, quien muriera al asfixiarse con un vómito terroso que le vino en una noche de pesados somníferos que tomó para dormirse dos días, dos días de batallas.

            “Adéntrate”, entra; casi le decía “Penétrame”, y es verdad que don Archiduque estaba loco por el joven y bien parecido hombre que era Chuy. “Adéntrate” en el simposio unipersonal de letras y madre. Pero el hace poco un simple muchacho, sólo podía pensar en lo mala que era mamá y los peores que eran los hijos de su pinche cara.

            Le decía: “Tu madre era una sensual, una filósofa de los placeres y sensibilidades más agudos de este mudo cabrón, pero, al no saber hablar bien, para llegar a satisfacer su sensualidad y la de otros, incurrió, sí, es cierto, en el crimen, para no ser desensualizada una vez que empezó a amasar la fortuna que parecía el trueque que Dios le hizo por su himen mordido y su ano violentado. De joven, Chuy, tu madre fue violada por muchas vergas, un palo de escoba y un paraguas, durante una misma y muy larga, ¿cómo llamarla?, ¡función! Sí, una muy, muy larga función de atrocidades que no admiró, atrocidades que sí vivió pasara lo que pasara. Ella me decía: ´Me duele, Archiduque, no poder escapar, no poder evitar que me haya pasado´”.

            Se empezó a soltar una lluviecita canija, pero ellos estaban en un café. Que pensara, le siguió diciendo, en la fortuna… de su fortuna. “No quiero ensuciarme”, “Es sólo basura”, “¡No! ¡Yo no hago basura, sólo obras maestras!” “¡¿Y todos esos borradores, mi niño, no van a dar a un basurero?!”, “No, uso una computadora”, “Bueno, pues esa computadora viene de la basura”, “Viene del Crimen”, “Bueno, ¡pues más a mi favor!”.

            Pero era cierto: Era demasiada porquería. Hasta las represalias a violadores eran algo chueco y retorcido, y peores que las violaciones que los ajusticiados habían efectuado. Todo era gris, como el negro ojo de un cuervo, para Chuy. Por lo tanto, don Archiduque recurrió al chingadazo de razón que sería su último recurso para hacer al muchacho un hombre dispuesto a pelear por el poder: “A ti te recogimos de la basura, Chuy”, Chuy se levantó. “¡No! ¡A mí no!”. Pero era cierto.

            Salió a la lluvia. Ganó la acera. Vio un basurero. “¡Tú no eres mi mamá!”.

 

*

            La naranja era una fiesta. ¡Condones y mamadas, chicas!

 

*

            La Luna seguía entrando, por la guerra, Ramón, el mayorcito, como todo pícaro un impotente perverso, pero un pícaro sin bromear, la verga solamente (es la que) vale, con sus papayas de auxilio y las burlas que le hacía a Chuy (“¡Miren el maricón, hablando de su cafecito! ¿No te quieres quemar la colita, bebé? ¡Ja, ja, ja, ja, ja!), a un Chuy que se fue lejos de ese Ramón, a provincia, a un sanborns a las cinco de la tarde entrando con el Sol a algo previo al ocaso que es más brillante y que sumerge la vida de los objetos a una luz que los muestra resplandecientes de sustancia, con don Archiduque:

            -No te quiero decir pendejadas, porque tampoco va por ahí, Chuy, pero, tú, que me has dicho tu sueño…

            Su sueño era vivir a la orilla del mar, por no ser posible vivir dentro; una idea romántica hasta la Literatura, y una idea de posesión compartida entre la humanidad y la poesía y algunos Dioses, le llevaba a soñarse en el mar, pero tampoco quería morir ahí. (Tampoco… quería… morir… ahí).

            -… ese sueño de vivir en el mar. ¿No has visto el océano de basura que hay en la capital? Las aguas son de los tiburones y los muertos, pero también de las naciones…

            Ramón, fumando metanfetaminas, practicando el fisting tanto como el squash, allanando en su pasión por nadie, regocijado por saberse en posesión, malvada, de miles de millones de pesos, conforme comparó los libros de contabilidad recientes pero pasados, se dio cuenta que la guerra en contra de la Policía, había incrementado los ingresos de su imperio, sin saber por qué. Incrementó él, a su vez, la guerra, pues fue posible. Los ingresos volvieron a aumentar, sin saber por qué. Y pidió, entonces, a pepenadores y trabajadores del Camión de la Basura, que dejaran sus “plumas” y tomaran sus rifles. Y los aumentos en los incrementos crecieron monstruosamente. Pero el valle, la ciudad en él, se llenó de basura sin recoger y sin compactar y sin reciclarse. La guerra era un mayor negocio que la basura, por lo pronto. Mientras tanto, la Policía se tornaba, día a día, más cruel, más ojete, más de la chingada.

            Luego, a las seis, las nubes taparon el Sol: la imagen vocablera del sol, nuestro Sol, con lengua: ¡Cómo nos gusta y cómo desde hace cuánto! Le taparon todo menos la lengua, oscura. Lóbrega.

            -Si amabas a tu madre, la sigues amando. ¡Así somos los Hombres!

            Las plantas junto a la mesa, nutridas por un jardinero invisible, mortalmente diestro, capaz de procesar y culminar una educación de sistema norteamericano, fuera mexicano o gringo, era quien las mantenía verdes. Digo, carajo, ¿a quién no se le amarillean las puntas de una pinche palmerita? Plantas nutridas por manos adoradoras del hombre, de lo que no tiene nombre, porque no es “burguesía” y somos una aristocracia, es sólo el destino de la realidad lo imaginado, y el hombre adorado da al adorador el dinero del Olvido, entre otras locuras; entre otros crímenes. Esa vajilla azul chinesca: Chuy tenía poemas que hablaban de dos pájaros, de un árbol, de la casa, de las grecas prehispánicas, de la cerca, de las flores. Sólo quienes lo conocían y que ya tenían media guerra de estar muertos o desaparecidos (sí, estaban frescos aún, humeantes los pobres hijos de su chingada madre) sabían que era la porcelana Sanborn´s, asiduos eran del mismo Restaurante. Marcados por la tierra de los monstruos, devoraron una humanidad completa. Bajo los arbolitos están los cadáveres. Bajo las piedras blancas, entre los años plácidos. Febril mortandad, Chuy aún era joven: Por eso no era un homicida, o sea, un heredero. Con la sangre empapando el ayer. El ayer color Michelle, de quien las bragas usaba Cristo para bautizarse desnudo. La sangre desempolvada pero mutante: Se desempolva y es otra. Otro estado del ser. Su ser es lo desempolvado. El pasado narcisista, y el presente… tan existencial. Aullidos. Los muertos… los de-sa-pa-re-ci-dos. La madre, dióse cuenta el filius, era una porquería. Dióse cuenta como al iniciar el tercer ¿capítulo? de “El otoño del patriarca” se dio cuenta que el general era un ser más bajo de lo ya percibido. Mas era cierto (¡más vale perro que viejo!) que amaba a su madre.

            Al salir del centro de acopio de energías y de eyección de capital, su ojo convirtió el Sol en una pelota perfecta. “¿Quién fue el poeta que dijo que Dios está tan cerca de nosotros como lo está el Sol?”, “Algún amigo tuyo, mi niño, eso es seguro, porque lo recordaría”.

            Caminaron, se dejaron rodear por una ligera espera al ocaso, ¿o era acaso el ocaso mismo ese disco perfecto y anaranjado que lastimaba su visión hermoseándola?

 

*

            La basura empezó a notoriamente pudrirse afuera de las casas, en las banquetas, en los contenedores; todo era esa rajada en el valle, una rajada ancha y pestilente, presente como un seno herido apestando el resto del cuerpo, pues es bien sabido que la basura es la matriz  de las metrópolis. Hasta las ratas vomitaban. La cosa se tornó intensa y no era raro un enfermo ni un apuñalado en una pelea causada por la negativa carga sicológica de la situación. Los hombres ladrando como cerdos, untados como perros en lodazales estancados de mierda o en coladeras llenas de guacareada de los puestos de elote. Vivía la muerte, crecía, laceraba, inundaba de un dolor insoportable. Hasta la luz, esa siempre majestuosa esperanza pintada de marrón, parecía más tenebrosa aun, más manchada, más afectada, y tosía. Tosía un dolor de todos. Que chingue su madre todo mundo… Ni modo, ¿qué le vamos a hacer?, aquí nos tocó morir, en la región más maculada del aire. Ixca y Norma ya muertos hace tiempo. El planeta gira sin desmadrarse, somos nosotros los que se queman solitos, a pesar de los milagros de la Virgen de la Santa Carne. A pesar de la Providencia, gentes morían de depresión, diarreicos y vomitantes grupos diversos de individuos que son la palabra “gentes”, distintos antifaces, lenguajes, pero el corazón del tamaño del mismo puño de tormento, “mea culpa”, y meaban hasta inocencia o nada, son problemas renales irreversibles. ¡Y las violaciones, Dios Santo! Ya hablamos de ellas pero, qué caray, era algo realmente atroz y horroroso: Extranjeros venían de fuera para violar mexicanos y mexicanas, inclusive simultáneamente. Eso no era la guerra, no, sin embargo sí el lujo de los guerreros, la ganancia de las muertes salidas de los hoyos. Los hoyos de todos.

            -¡Chingo a mi madre si no! –gritaba el espectro suicida de Juan Escutia, que no pudo tolerar la amarga vida que una doña Lóbrega sin vida le iba a dar: Al mismo tiempo su salvadora y su verdugo, su torturadora.

            Pero, en el más allá, tampoco la halló.

            -¡¿Dónde están los muertos?! –preguntaba zangoloteando a los ángeles.

            -Entiéndelo: No somos Dios. Dios vendrá luego y se os será permitido el reuniros.

            Y esperaba a gritarles y a insultarles, y ellos le azotaban.

            -¡Chingo a mi madre si no! –gritaba el espectro en la nueva existencia prestada, burdamente prestada, a su esencia buena, viciosa y triste.

            Chingo a mi madre si no y todo era la Muerte de doña Lóbrega, llevándose a los hombres a no pecar más sin un castigo inmediato. Llevándoselos para azotarlos.

            -Vemos vuestra Sociedad, cómo es la más de las prosaicas violencias del Universo. Vérosla, ¡ved cómo hasta se mueve!

            Pues se dieron en el valle (y en todo el país, si somos sinceros) estos horrores que no son cuento, estas basuras, esta alarma ecológica aunada a una alarma política: No había naiden gobernando el imperio de México.

            El púrpura tremendo, aquella canción mejor que mediocre, “Everybody wants to rule the world”, se escuchaba en la radio de ruidejos arenosos y otras interferencias suaves que tanto agradan a los más excelsos músicos drogadictos. Porque las drogas, aceptémoslo, son para músicos, o hacen del sin talento un entendimiento musical hasta del sonido blanco.

            Los meses empezaron a encontrarse al pasar como nubes cortando el globo. Los perros, de las comezones y las intoxicaciones, alucinaban y se comían a sí mismos, en esta orquesta de lo siniestro, en este show macabro que quisiera olvidarse, hacerse, él, pendejo ante la Historia.

            El Infierno parecía ser aquello que se había desatado. La guerra y la basura.

 

*

            La única hija de doña Lóbrega, Bella, se arrodilló ante el cuerpecito que se llenaba de aire trabajosamente, lánguida, sin embargo, mente. Alzó el cuchillo y lo bajó con fuerza. Manó el espanto. Profetizó:

            -¡Ese día será el día de Lucifer! ¡El día que veremos caer al ángel que lleva la Muerte! ¡Ese día seremos inmortales!

            Se levantó como con extremidades el terrorífico acto caníbal.

 

*

            -¡Acepta a Dios, carajo! ¡Acepta a tu madre!

 

*

            Una tarántula de fuego reventó sobre el basural. Era la Policía intentando una victoria política, pero todos rechiflaron: “¡Si la basura está aquí, no allá, pinches puercos pendejos!”

 

*

            La cosa estaba color Reynosa. El Norte metió sus metralletas al valle, tan calladito, tan hand-gun como siempre, ahora con importaciones de armas largas, doradas, o bien, las que de ornamento llevaban ningún ornamento, moda también norteña. ¡Como si, de pronto, todo fuese tortillas de harinas y “sodas”!

 

*

            Ramón fumó piedra sobre el cuerpecito destruido a cuchillazos.

 

*

            -¡Perdona a tu madre y perdonarás a México, chingada madre! ¡TOMA A DIOS, CHUY!

 

*

            Como un mar. “¿Dónde me escribo?”. Me tomo el rostro, concluyo la faz. Máscara de verdad, pómulos de plomo, nariz de maíz, tiempos de madera secos, andróginos, regresos de luz. Veo… Veo la irritación convertirse en la peligrosa ternura del auténtico herpes. La pomada ya no es suficiente, vámonos al médico, quedándonos sin chupar mañana. Manzana tétrica, pianola genital, tocadiscos. Hernias de puto, soñados burbujeos del horrende, pústulas de placeres idos por siempre, demonios de fábulas en las alas con patas… Náusea, de verdad, una náusea en lo más impensable. Lo único limpio es el cascajo, que se corrompe apenas. La tierra es lo único limpio. Nadie te mató, Lóbrega, por lo tanto, perdónenos tu Padre, que nos ha abandonado… “Está bien, Archi, vámonos a la iglesia”. ¡La hostia eucarística!

            -Recibo a mi madre en nombre de Dios, Santísima Princesa.

            De ésto los hermanos se enteraron.

            -A ver, ¡cómete un bebé!

            -No digas pendejadas, Ramón.

            -¡Cómete un bebé, hijo de puta! ¡¿No que muy cabrón?! –le gritó a Chuy- ¡Cómete a un bebé, vivo como tu Dios vivo, maricón!

            De esta manera, de lo que hacían Bella y Ramón también se enteraron los hijos de su pinche cara lóbrega, dientes de plata, parcela de carnitas, piernas de bestia enflaquecida en su humanidad fantaseada.

            Dios condujo a Chuy a un éxtasis panzón de cocaína, a una eyaculación severa, rígida, de afectos estricta, casi sanguinaria, y lo devolvió a la vida, a tomarse su café chiapaneco, sabroso y aventado.

            Estoy contigo, Lóbrega, pues tu martirio fue vivir ningún martirio, nada más, de un martirio después de un martirio insuperable; ¡contradicción!, gritaría el japonés.

            Vuelan las palomas con tumores y granos sedosos, como dolorosos. Y él lloraba: “¡Salva al Espíritu Santo, madre!”. Y las aves caen por la pesada pus de sus infecciones peligrosísimas para el ser humano. No hay peor rabia que la de las aves, hábiles.

 

*

            Manantial de carnicerías, como toda guerra, en forma, es. Brazos y cabezas por doquier. Pero la Policía dijo: “¡Hasta aquí!”, porque los extranjeros y los nacionales, los violadores, empezaban a hallar hongos en los sexos y epidemias en los pies de sus víctimas. Todo estaba infectado ya. “El ingreso de la guerra lo supliremos expropiando la casa del “Negro” Durazo, muchachos. Seremos los encargados de la basura aquí. Las mafias internacionales que ya no hallan qué hacer con esta epidemia en los cuerpos, nos agradecerán a nosotros y no a ellos.

            Así se efectuó. El ciclo económico se cerró. El ciclo económico de la guerra es la paz. “¡Oremos!”.

            Todo se restituyó; a excepción de la muerte de muchos buenos policías, desde los gorditos iletrados discriminados, hasta las deidades ultra-especializadas en ataques de muerte y seducción. Muertes. Una santa, otra Dios; La Santa Muerte, decían. Y oraban como Amado Nervo: En su poema, que dice: “¡Oremos!”.

            Placidez en la lágrima de sangre y amnesia pétrea y gozosa. Garzas limpias, tordos negrísimos, ¡lóbregos! “Si un día me hicieran una pinche santa, que le recen a la Santa Muerte, no a mí. ¿Yo santa? ¡¿de dónde?! ¡si fornico!”. “Pero, doña Lóbrega, la Santísima coge a cada rato, señora”, “Pero yo no, yo fornico”, quedó escrito años atrás por el recuerdo que, al ser recordado, innecesario en ese aspecto el olvido, la pétrea amnesia, convirtió a doña Lóbrega y a Juan Escutia en espectros libres de encontrarse y organizar su santo y muerto lecho.

            -¿Me amabas así, tanto?

            -¡Sí!

            Pero, mientras tanto, no menguaron los ritos de Ramón y Bella. Ritos caníbales y satánicos… Hasta que intervino el Gobierno, pues, por orden de su propia existencia hasta ahora ignorada hasta por nosotros, dijo: “Hemos tolerado el satanismo en aras de respetar el credo de tantos jóvenes en México. Pero ya fue suficiente: O lana o libertad de credo: ¡que escojan!” (se dice que el hombre que gobernaba, que resultó que gobernaba ¡Deux es machina!, conducía a su familia como a un país y a su país como a una familia).

            Ya sangrado el último sangrar, sólo quedó el sangrar ultimísimo: Agarrar al hombre de la naranja.

            Don Fabián, por cierto, seguía vivo, aunque enflaquecido de manera mórbida. Pero vivo: “¡Que me maten al primogénito!”, rezó, “Pero me aviento el numerito de chingar al naranjero”.

            Dio la vida de su primogénito, su propia vida y, finalmente, toda su fortuna, producida por las Chivas del Guadalajara y por unos polvos mágicos hechos de palmas: el secreto financiero de todo antioxidante producido industrialmente y distribuido gracias a algún genial merchandising.

            El mismo cura de doña Lóbrega ofició los ritos de don Fabián… Aunque, se decía, don Fabián había muerto comunista.

 

*

            Lo agarraron viendo “Carrie” mientras se la mamaba un chico transgénero.

            Se decía que Dios se aparecería en el acto de tortura contra él. Se avisó, entonces, a Chuy, quien, por efectos de la coca, se animó a tomar las riendas del negocio de su madre, y como Ramón y Bella, lógicamente, no querían soltarlo, tendría que mostrar más aberrantes fuerzas en el Dios que en el Diablo.

            La Policía pagó el evento y logró la canonización informal en vida de Chuy, como un adelanto, como una muestra de irreverente fe.

            Al hombre de la naranja se le separó el coco, quedando, él aún vivo, su cerebro al descubierto.

            Dios se presentó. Era un sol naranja, de hecho, era el mismísimo Sol nuestro que, Dios, es omnipresente.

            Chuy quería salir de ahí, pero temía.

            El cerebro redondo y gelatinoso del hombre de la naranja, quien, en cuanto se le separó el cráneo, comenzó a emitir un “Aaaah…” in crescendo, quedó así libre por el mandato de Dios:

            -Este hijo de puta es el Demonio. Por eso vende mi Imagen. Por eso me prostituye. Por eso me piratea… Chuy, hijo mío, ¡acércate!... Así. Bien, mon fils… He contemplado los cerros de basura, hasta hartarme… Y llegaron ustedes con todo el power de la Santa Muerte… mas, os aburro. ¡Burro de mí!... Chuy, muerde el cerebro de este puto súcubo para que llegue el Fin de los Tiempos… Venga, muérdelo… ¿Cómo que “No”? ¡MUÉRDELO!

            Ante el grito del Todopoderoso que aturdió así sus sentidos, Chuy se abalanzó al seso del hombre de la naranja y mordió su suavidad y tragó un pedazo y, por supuesto, se vomitó. Toda su camisa, de lino negro precioso, quedó cubierto por su vomitada (guacareada, basca)…

            El mundo tembló. Dios…

            …ESTABA COMPLACIDO.

 

*

            En el desierto, donde da de vueltas el último coyote loco, donde los cementerios no aguantan el levantón de tanta tierra y contra tanto sol, Ramón y Bella se unían en posiciones que emulaban una araña mortífera, espantosa, desquiciados por pesadillas divinas, seguidos en la salvaje naturaleza de las letras jehováecas, o faulknereanas, con una novela de Hemingway en el buró y una pistola, arrancada a un hombre bueno y misionero, en la maleta…

            En un cuarto de hotel donde se volteaban las moscas y se erizaban los vellos más recónditos ante los retortijones de los engañados.

            Cuando salió la Luna, estando el Diablo muerto y mordisqueado, cuando ellos se dieron cuenta de que huían de y, al mismo tiempo, bajo el Astro Terrible, sufriendo las fuentes de algarabía surreal que es el poder del destete juzgón y Alto, algo comenzó a masticarles aquello que creían un invento de doña Lóbrega: La alma. Existe, se dieron cuenta, y sus tejidos son la libertad y la Muerte en convergencia y sinergia, completamente agradecidas ante lo que somos: el camino que nos conduce a mearle el fuego a los malditos, que se atormentan solitos. Sus almas, ante el mordisqueo del insecto que el toloache les dictó enorme y barbón, no aguantaron el dolor de pertenecer a algo que no es el Señor o que no es, por lo menos, el amor a uno mismo; el dolor por no ser Chuy, por no estar agradecidos con la misión de una mujer que cargó las violaciones de otras mujeres y de tantos otros seres robados.

            Ramón llegó a un orgasmo leve y vomitivo. La basura seguía en él. Bella abrió los ojos ante el Ángel de la Muerte:

            -¡Hoy soy inmortal! –chilló.

            El Ángel, que cayó al congal, respondió:

            -Sí, pero nomás hoy.

 

*

            “¡Oremos!”

 

FIN

 

Eric

Invierno 2022-2023

 

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