LA TIERRA PROMETIDA (Cuento)

 

 

LA TIERRA PROMETIDA

 

A René.

 

 

           

No todo dura por siempre, llega la luz a la tierra, el resplandor siembra plantas de coherencia natural, intelectual y política, que han de morir para que nazca, al consolidarse, una cultura, esa sí, eterna…

*

Fue solamente eso tanto; ¡pero tanto…! Los labios de él contra los labios de ella, tibios y alargados sobre ese rostro de facciones grandes pero hermosas, bellas, monumentales, deliciosamente una estructura de divina intención sobre la cual regir el mundo una piel suavemente morena, con esa melena negra, salvaje, de elegancia natural, casi inexplicable. Esa mujer, esa mujer de quince años. Y los labios de él como una pequeña “o” exquisita y rojiza que comandaba su cara risueña y ardiente, liberada bajo el cabello casi rubio y silvestre. Un beso. Un beso cálido en el que un todo se formó; ella dijo no, ella dijo: “No, perdón”. Se levantó casi avergonzada, muy nerviosa, de pronto niña (esa niña futura, esa poesía existente dando de brincos en el estómago, el corazón y la cabeza de quien así, sin más, con un beso directo, la cortejó). Decíamos, ella dijo “No, perdón”, y se levantó y en la hora de su muerte ya le amaba a través del cosmos, bajo cierto Gobierno (Mirad vuestro Estado, miradle, no dejéis de miradle), introducida en claras circunstancias para nadie más, pirotecnia de muerte…

*

Un hallado destino, una sangre escondida. Gota a gota, febril violencia escurrida, hipnótica, grandilocuente e idiota. Los mismos temas, los mismos quebrantos. “¿Qué es un `coño´ más para Henry Miller en estos momentos? ¡Maten, maten y no vuelvan si no es para matar de nuevo en el regreso!”, dijo, por lo que más sombras perdieron su nombre, como un nudo en el tapete en el telar del taller árabe donde las mujeres quedan ciegas. “Que fluya. Que se vayan ¡de una vez por todas y mucho! a la chingada, a un expediente archivado en el aburrimiento total de una Casa Blanca atiborrada de palabras”. Y se fueron. Por Dios que los asesinaron a todos. Sus pechos estudiantiles desnudos al viento de la gélida noche tras la masacre vespertina, aún gritando consignas políticas; los pobres muchachos delincuentes de la guerra y de la paz, vástagos de las propias inquietudes de sus pobres y enriquecedoras clases; pero la guerra, la guerra no es un crimen, es un pecado pero no un crimen según la ley, según toda ley si acaso sus excepciones sectarias, pusilánimes mas sanas; ¿crimen?: balacearlos de espaldas a una barda, mutilarles los sexos sobre la plancha, terminar de discusión en un café para “seguirla”.

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“La amé, la besé, la abracé, y se escabulló de mi vida con la ayuda de muros de silencio húmedo. Por ella comencé a creer en Dios, pues, deduje, sólo un ser superior podría estar causándome semejante ardor, tanta desesperación, un ahogo así. Desde ese entonces creo con firmeza en Cristo. Lo alabo escondido. Me escondo porque sigo tomando y fumando entre rateros y rameras (como Él por ello fue perseguido). La tía Conciencia considera todo una falta, dice que voy a arder en el Infierno con todos mis amigos. Y, créanme, lo que más juzga inadecuado es que le prenda incienso a Jesús entre figurines de sándalo, que lo ame, que lo busque, que Él me conteste es, para ella, obra del Diablo. Tiene deseos de levantar la mano y golpear mi cara, la tía Conciencia. Pero ella es demasiado buena para eso. Sigue recordándome al filósofo que escribió un tratado de novecientas páginas que editó y publicó, sin embargo, para lo que más lo usaba era para aporrear las cabezas de personas que consideraba brutas e ineptas. A un muchacho le causó un problema grave en la columna vertebral. Es un anciano a los veintidós años, mientras que el maestro exuda tanta salud como palabras a los sesenta y tres, rodeado de gente que pone atención a sus meditaciones sobre el fuego, ya apaciguado tras las casi mil páginas sobre la intuición como prueba factible del ser y la existencia: más o menos lo que dice Descartes en esa sola frase, una frase mal traducida: “cogito ergo sum” no significa “pienso, después existo”, el “ergo” latino, como el “luego” castellano, significan “por lo tanto”, hecho que revierte todo lo que se piensa hoy sobre Descartes y su frase mitológica; como todo, una mentira resulta de mayor trascendencia que la verdad, y más cuando a la verdad se le hallaría como la culpable de todos los sufrires. Arremetemos contra la verdad con tal fuerza, que no podemos plantear nuestra existencia como es. Porque esa es la realidad, no pienso antes de existir, porque pienso es que existía desde un principio. La existencia que precede al pensamiento no nos gobierna, somos sin estar: Las revoluciones que se merece este mundo no sólo son políticas, son adversas a toda clase de males más graves y destructivos que la política. De hecho, los males políticos benefician a los cuestionados: ¿No fue así, por ejemplo, en Tlatelolco? Las masas mostrando sus colmillos, armadas y temibles, llenas de razones, respaldadas por el romance de la revolución, jóvenes y expertas, irreversibles, colocaron con sus sangrares al Gobierno como a un Estado… Pero yo dejé atrás, lo he dicho, muy atrás la política. Me arrepiento de haber estado interesado en ella, como si hubiese estado muerto. Y de esto, no hace mucho. Pero un izquierdista que habla inglés está condenado al diálogo por la paz, a la noción de los beneficios existenciales norteamericanos, entre ellos la palabra. Soy joven aún, y puedo decir lo que quiera, pero sólo si se lo digo a Dios. Esa verdad irreductible, sinfonía de protesta, me ha conducido al interior de los tabernáculos más misteriosos, los cuales rigen el andar más inquieto. A Alfonso Reyes, el mejor poeta mexicano, el gran borracho, el cuentista raro, no le gustaba el español, por preferir un náhuatl sin genocidios.”

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“Porque lo perdí lo amaba, porque volví a hablar con él esperaba encontrarlo ahí en la plaza más de diez años después. ¿Otra idea? Ninguna otra, la otredad es idea demasiado abstractamente, pero existente y, si uno es veraz, vulgar como un gremio violentado. Él fue la última idea, ¿por qué no lo hallé en Tlatelolco? Ese día, ¿por qué no estaba ahí? Yo estaba ahí, enfrentando con la voz a hombres que no se atreverían a un cara a cara contra el vello tupido de mi pubis. Yo estaba ahí ese día. Ese día entraron en mi estómago dos balas, y eso no fue porque me las pasara con agua como dos píldoras; se me figuró que fue un bayonetazo, una bayoneta del futuro y contra mí; sangre, creo, y es una idea firme en mí, que sangré demasiado, porque un mural que no me hubiese atrevido a besar quedó manchado con mi sangre y mi asirme a la materialidad de mis sueños solitarios, de mi corazón socialista, salida para el laberinto. Reventado mi vientre como una fruta pasada, extendí los brazos, las manos, ¿dónde estaba el que no estaba ahí? Leí los libros de él, repetí las palabras de él, que me alcanzaron tanto como su invisible galanura, su instintiva atracción y el calor de sus ojos perdidos… Sangrando, él estaba, dándome cuenta que había sustituido materialmente a Dios… en mí. Ay, qué locos somos todos nosotros al imaginar lo claro y limpio, porque no debemos imaginar nada que hagamos ni olvidar algo que no vemos. Los disparos continuaban y yo seguía muerta, pensando en lo mismo, pensando en él, en la libertad. La libertad del buen maestro: hasta la Academia Sueca habló de su libertad, la de él, la de Sartre, la libertad del dignificador de “La náusea”… Gota a gota, el tiempo, y un ardor inexplicable, enemigo de las palabras, que, sabía bien yo, no me dejaría no arrastrarme. El dolor me mató antes de desangrarme, “y no hay nada”, pensaba, “del  otro lado. No está él, no está nadie”. Y todo para descubrir que soy un fantasma, hoy, que espanta niños y teporochos en el metro.

            “Mayo de 1968, para Sartre. Octubre de 1968, en la versión de José Revueltas: se incendia mi estómago y estoy llorando. Tú, él, ¿dónde estás tras todos estos años que pasé como maestra de educación primaria, pudiendo ser algo más glamoroso, pudiendo ser una dama inalcanzable, una deidad nunca golpeada, una injusticia deliciosa, en esta otra Francia, igualmente tan ambivalente pero un poco más, un poco menos de palabras, un poco más de comunismo, en este siglo, en este día; en este siglo y en este día te hablo a ti, le hablo a él, para que venga y muera de ardor conmigo.

            “Asistí a la manifestación junto a un muchacho parecidísimo a él que cargaba un revólver, que me besó dos noches antes, antes de hacernos sexo oral, como si nada porque lo es todo, esa es la consigna, la lucha, el compromiso, que se tenga todo como si nada. Esa es la rebelión, hacer hasta no creer en nada, si se le permite un poco de poesía a una seguidorcita de Sartre, porque se está muriendo, porque, también, ya está muerta, espantando a los menos escépticos, a los más acertados en creer en mí: al enemigo.

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Escribió una nota de paz. Su hija; conociéndola, fue a gritarles a las autoridades. Luego vinieron los tiros, los gritos. Después, los agentes recorriendo los pasillos. “¡Ella ya no vive aquí! Aquí somos católicos respetuosos sin interés alguno en la política. Ella ya no vive aquí. Ni siquiera nos hablamos y ni siquiera le agradamos. Es una sucia coincidencia”. Los agentes, en cuestión de minutos, volcaron la casa de arriba abajo; salieron, pisos más arriba mataron a alguien. Y el padre de ella no pudo más y se sentó a escribir paz de principio a fin, un texto casi hermoso como casi es esplendorosa la Novena Sinfonía. Pedía paz, pedía calma, pedía diálogo, y sí, sin importarle la política. Escribiendo, sin saber si su hija, ella, estaba entre la gente que corría lejos de los tiros, o entre la gente que corrió hacia los tiros. No sabía si estaba viva. Probablemente estaría viva, posiblemente no estaría siquiera ahí. Escribía, paz para los jóvenes, paciencia para los gobernantes, insistencias para el clero; como un Agustín Lara que escribió “Noche de ronda” una velada que dejó ir sola acompañada por dos amigos a la inauguración de un centro nocturno a su mujer, y ella lo encontró al llegar con los ojos irritados de tanto llorar y la canción sobre la mesa. Este hombre, este padre, que ahora lo perdona todo: la marihuana, el socialismo, las piernas sin medias, los novios constantes y mucho más jóvenes o mucho más viejos, las cervezas, el comentario que hizo alguna vez con respecto a Miguel Ángel: “Yo prefiero a Frida Kahlo. Encuentro más en ella”. Lo perdonaría todo, perdonen ustedes, gobernantes, la disidencia, perdonen ustedes, académicos y estudiantes, la ineptitud de este país que crucifica curas, que apedrea jesuitas, ¿qué saben unos de otros? Nada se distingue y sólo queda saber si hubo sangre, si, en efecto, esos ruidos y esos ecos de esos ruidos fueron disparos. Claro que lo son, exasperada dice la esposa del redactor. Nuestra niña está allá afuera. ¿No oíste el disparo allá arriba? ¿No estaban armados esos hombres que casi nos matan, a dos ancianos? No somos ancianos, mujer, pero comprendo lo que me dices. La han matado. No, sigue viva, corriendo lejos, lejos, lejos a un Sol que abre la boca y saca la lengua.

            Una maroma ha dado la patria, una maniobra ha hecho el Diablo, que, astuto, castiga los errores de los más inocentes y, así, derrumba el regreso al seno social auténtico: no al Estado sino a la familia. La Iglesia. Campanas, cascabeles, están oyendo esos muchachos en los Cielos. Tu hija con ellos, José. No. Esto, mujer, es sólo un altercado que lo que escribo resolverá. Resuélvelo en los cementerios, en el silencio, en el ayer.

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Miraba el sol que entraba por los ventanales del restaurante en París, después de visitar las tumbas de Jean-Paul Sartre y Simone De Beauvoir significativamente. Fingió llorar, mas no había nadie más que él ahí frente a dos lápidas de dos ateos muertos. Oró por sus almas toda la mañana, como si Dios fuera una luciérnaga en las tinieblas comprometidas de esa entregada y hasta cierto punto bondadosa gente. En el París de hoy, donde sólo existen las leyendas y los ancianos que se drogan y consuelan. En un París pronto de noche, una ciudad como ninguna para fumar en la calle o rodearse de personas que se acercan con todo y su aislamiento y por su buen gusto. Jean-Paul y Simone, que le inspiraron tanto cuando era joven y se iba al parque junto a la casa del padre y la madre a fumar cigarrillos y leer “La náusea”, para concluir que el hombre, el ser humano, es un tejido alrededor de la Tierra natural; crecería para pensar en ese mismo tejido como un cáncer, en los hombres como microbios en el Universo, ahora enfermo. ¿Qué diferencia hay entre una célula y una casa? Ninguna. Sólo Dios salva. Adiós al ateísmo desde hacía décadas, au revoir. Hasta luego tantas cosas pero tan pocas. Bienvenida la Inteligencia Superior, no tenemos necesidad de mutar políticamente, sólo hay que entregarse a la Biblia como si ésta fuese un documento aunque poético histórico (¿Acaso no había hecho eso Camus?). Todos somos hijos del Sol. Pero leyó cuando era joven, sí señor, infatigablemente el existencialismo ateo de Sartre, con ese particular gusto por el  inteligentísimo “Reflexiones sobre la cuestión judía”, por el enamoradísimo “El muro”, por el complejo pero descifrable “Crítica de la razón dialéctica”, y ese clásico, odiado por su psicoanalista, “El existencialismo es un humanismo”, sin mencionar todo aquello que leyó a Simone; culminando con una biografía sobre los dos antes de ese viaje a Francia tantos años después.

            Nunca supo de ella al terminar el bachillerato. De quien besó, de la única mujer que realmente, se decía, amó. No. Las lágrimas de él eran fingidas, en el café aguado de la ira, en el tabaco rubio de la espera…

            …el tabaco rubio de las colillas en el suelo del café que Sartre recogía de joven para llenar su pipa, avanzada la noche, en la Filosofía.

            Las tumbas donde él dejó dos cigarrillos y esas lágrimas falsas de un llanto formal. El joven idealista que crece para convertirse en un hombre práctico. No más ideales, no más banderas que enarbolar sobre sitios tomados, ni siquiera en nombre de Dios, ni siquiera creyendo en el amor, ni siquiera creyendo en la guerra; creyendo solamente que la Historia es el registro de la relación entre el hombre y Dios a través del tiempo. También muriendo, también naciendo, ofendido hasta la médula pero afortunado, un burgués creyente en el Señor apenas, por poco y no, por poco y ni eso.

            Las calles de París, mujeres aún con medias, un mesero señalando para él con un dedo el edificio más alto de Francia, y más café, un café espeso y de sabor duro, un cigarrillo en la acera, en la noche del día en que fue a las tumbas, en las palabras que no leyó jamás, en las palabras que leyó sólo gracias al Premio Nobel, que Sartre rechazó, que Gide aceptó, que Faulkner ganó… Una novela de Faulkner y tabaco, sin saber más del mundo que la manera de manosear a sus pupilas de Jean-Paul Sartre hasta la muerte, con lascivia, con todo el derecho del mundo pero en un mundo que le catalogó injustamente como un pervertido. Un pervertido que hacía el amor dando indicaciones claras, concisas e imperativas, coitos mecánicos, robóticos, esperanzas para el Occidente y más allá. El Sartre que lideró el siglo más violento desde las Cruzadas. El Sartre comunista, invencible, que leía a Proust sólo porque así lo quería Simone De Beauvoir, quien tuvo un affair con un escritor norteamericano que él ya no recuerda quién fue, su nombre; Jean-Paul y Simone viendo estallar su apartamento por una bomba, pues esa era su sociedad. Ya no el Sartre que fascinó a él durante la adolescencia, en un parque; el hombre es un tejido.

            Pasadas las décadas ese tejido es cancerígeno. Los hombres no son otra cosa que homicidas llenos de odio, sin derecho a una bandera: Los países, las fronteras, sólo son espejismos de la cólera que los habita, sólo son formas de arrancarse unos a otros la libertad, pero eso ya no importa. Lo que importa son los salmos del rey David y de su hijo Salomón. Jesús cae en la cruz y baña de sangre la hambrienta de sangre humanidad: El cuento es simple, baja Dios, y ¿qué hace el hombre? Lo crucifica, lo maltrata hasta matarlo, duda de Él, le escupe. Ese cuento es de un valor literario incomparable, y ¿qué hace el hombre? Convierte la Literatura en una o varias religiones. ¿Por qué no apreciar la moraleja o el incisivo ingenio narrativo de los Evangelios? El hombre es la bestia que no respeta nada ni a nadie. Hay que morir, no merecemos el cuerpo poseedor de Dios sabe cuántas terminaciones nerviosas en la suave carne de los sexos. Sartre lavándose la cara con agua y diciendo a una joven amante: “Desvístete, abre las piernas, sácate los pechos, más, mucho más. Así. Apriétate fuerte el pezón derecho. Ya. Ahora lámete los dedos y frota ese mismo pezón que pellizcaste”. Albert Camus, en cambio, tiró a Sartre por una escalera, aceptó el Nobel de Literatura, fue asesinado en una carretera francesa tres años después, porque el mundo es o, por lo menos, fue de los comunistas, y Camus era un caso perdido, un esteta sin igual, el más grande prosista en francés del siglo XX, enfermizo, tuberculoso. Un luchador social despreocupado, porque eso es un artista.

            El ensoñar parisino, las mujeres más bellas del mundo, la rabia sosegada, arrancada de un árbol de pureza, esa mezcla, dijo una escritora, entre perros y Channel dando los aires del cielo crepitante y tenaz del orgullo más firme y pecaminoso del orbe confundido ente la cristiandad y el olvido remunerado, alguna vez sanguinolento y ocupado, que vino a visitar la capital francesa durante la Segunda Guerra, que flotaba como un leño podrido en la forma de periódicos clandestinos. Una depresión colectiva pero tratada, feroz en su autofagia, desde tiempos en los que Dostoievski no quería estar ahí viendo pinturas, añorando el juego y las menores, entre tragos de un champán que retorcería las páginas de las novelas más iluminadas por el Señor, esas novelas de crueldad, gozo y redención humana.

            Él se pierde en el camino de regreso a su hotel, penetra un barrio de drogadictos y putas repleto de hijos del Edén. Él no se sabe a sí mismo el amor fogoso, trascendente y letal de ella por él, pues, además, ella ya ha muerto en una ciudad que tanto debe a ese París y a Versalles, en sus caminos y paseos, en sus intelectuales y sus exiliados, en el mariachi y el surrealismo; una ciudad de tetas firmes pero acuchilladas, agónica por el espectáculo de la pérdida de su erotismo arrollado y suicida, ignominioso según algunos, que le llaman e invocan como “la fiesta rajada”, los machos buscándose la raya, las hembras chingadas y envidiadas pero sometidas y desconchinfladas por siempre y para siempre jamás, si hemos entendido bien lo que se dice de todos nosotros, alaridos de hambre, anhelos de autofelación y de sangrado. Él se pierde pero confía en que Dios mismo no lo desprotegerá; en un barrio donde, quizá, alguien podría violarlo con tanta fuerza que eyacularía a la segunda embestida, donde el semen de cualquiera tiene SIDA; un heroinómano podría verlo, olfatearlo, meterle una puñalada y quitarle doscientos euros y el reloj de acero, con un acento agresivo, como si un barril hablara, tal vez masticando un inglés frenético y malo, palabras clave únicamente, frente a un conforme grafiti que no empieza y no acaba. Dios mismo…

            …Dios mismo la ve a ella cerrar los ojos por última vez. Cerrando los ojos pensando en él y en su ejemplar de “La náusea”. Él y su traje, su corbata heredada de su padre ausente, hablando ya de dignidad, por siempre y para siempre, pues ella ha de luchar disparando con su voz fórmulas de popular cariño, semilla del terrorismo que condenamos y que otros celebran y aplauden por la nueva Roma desatada, bacanales de juventud y sangre. Dios la ve. Ha dado su vida por nadie, él ya cree en Cristo, ya está lejos de ahí, no lo va a encontrar en esos murales ni en las áreas verdes de Ciudad Universitaria. Un penacho de muerte, una danza de conchas interrumpida; el gran humo asciende; la plebe está estudiada, es el momento decisivo, hay jóvenes leídos, también los hay ignorantes, hombres  y mujeres ya curtidos, también los hay que nunca han sabido qué es la vida: Uno dice que es un sueño, pero es estrecha la pesadilla. Escribirá Borges un día: “No quedará en la noche una estrella”, mas hablando de otra cosa, mas hablando de eso mismo, “Lego la nada a nadie”, en su poema “El suicida”, él recogerá torpemente los cadáveres de su infierno y hará un poema a las espadas, y Carlos Fuentes escribirá “Terra nostra” en el invierno de ese año, lo terminará en el ´74: “La sangre se agolpaba en mis ojos”.

            Una muerte recia, canija, hija de puta, balazos en el estómago de ella, una maestra de primaria, y décadas después, él se tomará una botella de vino en la calle y ebrio caminará por los Campos Elíseos casi rezando un rosario, dándole a ella por perdida, “está encajada en mi corazón”, pensará, “la amé… ¡la amo! pero ella no es mía”. Y sí lo era, hasta el último momento, un territorio suyo, una última estrella, una muestra insuperable de romance y devoción, mientras que él come un trozo de pan con mostaza y jamón serrano en Francia. ¡En París!

            Saldrá sin daños del barrio criminal, asustado porque un travesti con tetas le mostró el pene flácido y corrido debajo de su delgado y corto vestido. Apurará el paso y saldrá de nuevo a una ciudad de hombres, más que justos, libres. Perdido en la noche, encontrando la noche; alguna vez leyó “Viaje al fin de la noche”, novela en la que se leen datos históricos falsos completamente, y cuyo autor se volvería simpatizante de los nazis. Entra a su hotel apenas iluminado, ya es tarde. El café lo mantiene despierto como una liebre. Tiene que leer, ahí está su Biblia, está contagiado por la depresión parisina y, por ende, curado de muchos males, en lo pleno del tiempo, en la historia de su vida, y mañana irá al Louvre y mirará las obras de arte hasta desfallecer. Era una pena haber perdido, después de todo, a Céline.

            Se caerán los nudos, resurgirá un hombre que no sabe que valió una vida, que esa vida le costó el amor que ya no iza, pues lo cree perdido, “Ha de estar casada ya con otro hombre, esa paloma mía”. Ella, sin embargo, es un espectro que él sueña a veces; por ella habría matado y la besó. Y la dejó ir, como un caballero.

*

El espejo sigue ahí. Su piel arrugada y gruesa y blanca ante el reflejo visto a través de sus gafas circulares. Enjabona el rostro, pasa la navaja de arriba abajo, vuelve a enjabonar y pasa la navaja de abajo hacia arriba. Se desnuda despojándose de la ropa que cruzó el océano en doce horas, y se mete a la regadera, donde se baña con un chorro duro y caliente de un agua que se tiene que acomodar a él, tan brusca como es ella, sobrexcitada como está siempre. El jabón resbala y cae. Él se agacha y lo recoge, lo pone directamente bajo el chorro para limpiarlo, y lo vuelve a intentar, lográndolo. Se lava la cabeza, la cara irritada elegantemente, los hombros, la espalda, las axilas, el vientre, el sexo, el ano, las piernas, los pies. Después, ya que se ha quedado quieto en el calor del agua, le acomete el brutal pensamiento de Dios. “Mirad, me crucifico para que estéis tranquilos y podáis imaginarme al saberme tan vivo”. Él se dice: Oh, Jesucristo en la cruz no se encontró en tan apacible circunstancia corporal como la mía ahorita, pero Él ya sufrió por mí, ya no quiso que yo sufriera más por mí, en mí, de mí, para mí.

            El vapor del baño impide el frío al cerrar las llaves de la regadera. Se seca, y se viste con ropa limpia. Una camisa y un pantalón negro y, lo decide al último momento, un suéter con cuello en “v”. Siente que ya no queda nada, que ha recorrido la existencia y que ésta está exhausta o se ha ido.

            Se prepara un café sin cafeína porque quiere dormir si dormir le toca. Es la prueba viviente de que todo dogma es alimentado por la vida mucho más que la realidad tan gris o triste, siempre ilógica, siempre absurda. Pero ahí están san Pablo o el tiempo, en una casa reducida pero estilizada que huele a un polvo joven y dispensable, pero no se tiene que ser viejo ni importante para hablarse con fantasmas, con posibles nuevos inquilinos, con un abandono de parte del residente desaparecido que está en París, porque ¿quién demonios vuelve de París? Los hay que lo hacen, mas son más los que allá se quedan, cada quien a su manera.

            Y esa noche llena de una luz dorada pero mate y rodeada por una tímida penumbra, él piensa en ella. Ya nunca va a tenerla, y nunca iba a tenerla, es verdad, pero él se decía casi siempre, muy en el fondo, muy siendo honesto, que sí, que, incluso, llegaría a tomarla carnalmente, porque el pasar de los años le enseñaba a su mente a percibir lo que ocurrió tan hace tanto: Ella también lo quería. Si él hubiese repetido la maniobra, si hubiese vuelto a abordarla de esa forma, se habrían acostado juntos, arrancando como una flor que será un detalle amoroso, el uno al otro, la virginidad sexual. Esa mujercita que por décadas, por toda una vida, en tardes y noches de un vagar sedentario, le llevaba a un ejemplar barato y sin pretensiones de los “20 poemas de amor y una canción desesperada”, que abría en el “Poema 19” para regresar a ella. Ese poema era ella. Lo leyó por primera vez de ella enamorado en la librería de una tienda con restaurante a la que él y sus amigos, muchachos apenas, iban todos los miércoles a tomar diez tazas de café y fumar una cajetilla de cigarrillos sin filtro, cada quien, haciendo bromas a expensas de España y comentarios de lealtad a Buñuel, y todos dejaban propinas cuantiosas a las meseras de ese sitio que, como todo, decayó en un remolino de intereses marcianos décadas después. No compró el libro de Neruda esa vez, pero milagrosamente leyó “Niña morena y ágil…” y el resto de la corta poesía, y cuando, más grande, tenía unos pesos de más en el bolsillo, cuando ya no se hablaba con esos amigos, cuando ya no leía a Sartre ni a ningún comunista, para tomarse un café compró el librito sobreviviente y halló, con deleite, el único poema de Neruda que podría importarle entre sus páginas. Que Neruda escribiera los versos más tristes cuando quisiera, a él sólo le importaba su niña morena y ágil, “la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga”. En cuanto al poeta, él conoció a un joven músico chileno con el que entabló cierta amistad, una amistad distante pues los dos ya eran hombres mayores y consagrados a la voluptuosidad de la soledad que Revueltas atacó en “Los muros de agua”. Su amigo le habló de Neruda. Le dijo que era un hijo de puta que tuvo una hija malformada que escondió y rechazó, que utilizó para oscurecer los versos más terribles e inhumanos que uno pudiese digerir. A él le dio lo mismo, a los 19 años Neruda, que fue cuando escribió el “Poema 19”, era un hombre joven y virtuoso que, muy posiblemente, no había pecado aún pecado alguno que no fuera la masturbación, la cual de pecado no tiene nada, sino al contrario. Quizá a los diecinueve años Neruda había hecho ya el amor varias veces… con niñas morenas y ágiles. Quizá. Pero seguramente ella hizo el amor, él se decía, casi un anciano, ella seguramente había hecho el amor un millón de veces, ha tenido orgasmos y ha amado, me ha recordado como algo triste y tan incompleto como aquella hija de Neruda. Cerró el librito.

            Cerró el librito y se acercó a la ventana. La calle sola, oscura, repleta de árboles que, en su hermosura, ofrecían una especie de orden precioso que pareciera no existir en ningún otro punto de la Tierra, lo cual sería posible. La calma, la tranquilidad como espectáculo, oh, esa perspectiva, esa burguesía inocentona que reza: “Yo creo que cualquier otro en mi lugar haría lo mismo que yo, sentarse y comer, levantarse y ver los árboles hermosos, los propios y los vecinos, y pensar en el amor y en las distintas disciplinas artísticas y científicas de su agrado, ¡descubrir cosas!, esconder otras, e intentar, a través del confort y la cultura, hallar un sentido a todo”. Porque él un día abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba fumando un cigarrillo sentado en el balcón de su madre y mirando unos árboles cubiertos del tronco por luces ornamentales, sin otra cosa que hacer que eso, y sin la fuerza suficiente para hacer otra cosa que ser eso. Un hombre en espera de Dios, un hombre que se olvida de los hombres porque él es bueno y ellos no, o viceversa. Tal vez si tuviese mil millones de dólares se conformaría con quinientos pesos, pero no era el caso. La cuestión era más simple, y la prosa de Camus mejor que la de Sartre, independientemente de toda política; primero el estilo, después a quién matar. El discurso vendrá luego.

*

Brotada la sangre, el núcleo comienzo, advenediza displicencia. Por siempre y para siempre desdén. La traición se siente en las rodillas. El odio vive, es una pelota de cartílago y pelos sanguinolenta. Nunca cesará la palabra, sangre. Cabezas reventadas.

            El hambre hace del hombre un perro y del perro un hombre; y hay varias clases de hambre, pero no hay una sola que no sea igualmente intensa, fatídica, inadmisible y fulminante. El hambre campesina, el hambre en un aula de clases, el hombre adicto y su cráneo vacío, el hambre del renombre.

            Nunca cesará. El hambre que es la sangre, ríos hambrientos, mutilados  y asesinados. “¡No hay juicio, no hay juicio!”, dirán, “¡Sólo hay sangre!” y “¡Déjenme comer, hijos de su chingada madre, me voy a morir!”, aún peleando, aún renegando, aún hambrientos. El hambre de un caldo de pollo, agua fresca, un café y un cigarrillo, pero sólo hay burdos aparatos conectados a una batería de coche que dan fuertes choques eléctricos a los genitales. Hay vómito, fluidos extraídos a la fuerza, excrementos, lágrimas y sudor, y sangre, a borbotones, la sangre, sacada a presión, pintando diagonales largas, delgadas y rojas en los muros grises de las mazmorras modernas.

*

En un tiempo, enfurecido con la carne que le montaba enfermo, padeciendo un fuerte aburrimiento sin versos, extendió el pensamiento hasta un punto más altivo que el hecho necio de penetrar a una chica sin igual aun amando a otra, aún amando a otra, porque todavía la amaba. Quería un cigarrillo, no eyacular; darse vuelta en la cama de débil padecimiento y meterse una novela por los ojos, como un conejo embriagado por el saltar propio, como un ser que se encontrase en un tablero llamado lenguaje para asistir a la definición cruel y dolorosa de la persona que resulta trastornada y para tantas cosas inútil, bestia devorada por el tintineo agresivo de un intelecto cultivado para quedarse ahí y pudrirse, temeroso de la cosecha inevitablemente social. Sin embargo, sin ser todo esto un problema fatal. Sólo un problema molesto. “¿Dejaste la cocaína? ¡Perfecto! ¡Vuelven a ti las erecciones!”. Pero él no quería erecciones para compartir. Estaba muy bien sin erecciones sociales, no quiere hacer el amor a otra persona que no sea ella…

            Ella en lo profundo de sí, en lo hallado, en lo obvio, oscuro palacio de senos duros y pubis empapado; noches de poseerse, mañanas de bañarse, caminos de hablarse, sentimientos absolutos que apenas han cambiado desde la niñez de raíces desnudas por el exceso de amor, la imaginación, la imaginación, la imaginación que construye templos dolorosamente firmes.

            Antes de ello ella, mujer, él lo ha pensado, se entrega a sí misma, a la chiquillada que es ella misma, sólo latente en ella lo que ella no conoce (y) que es un abismo, un agujero negro, de un negro sólo absoluto por el cual se entra sin salir de ahí, cruento umbral galáctico. Ella es más que una señorita, apenas una doncella que por vez primera carga un bolso, a juego de sus zapatos, aunque ya es grande para esto, el padre tan católico y tan prudente, que ella considera en sus berrinches un “miedoso”, aunque ya es ella suficientemente grande para usar un bolso a juego con los zapatos ¡de tacón!, tampoco es una solterona, es una virgen. Una virgen de la más cálida virginidad, arrecife por donde caerán toda clase de caballos. Es verdad, nadie lo dice, apenas se nota, ella es tan bella como la más, pero está suelta, no en un palacio ni en zapatos de madera, no está ni en su casa, por más que su himen sea para Dios una película sagrada, Dios le dio su himen para hacer un milagro ordinario, allá afuera, que es aquí adentro, ella salvaje, ella profunda, él no es nadie. Él tigre, cría felina, creatura de izquierdas, precoz político de caja de cartón, apasionado lector de Sartre, entusiasmado por juzgar un día, un amanecer y una irrupción, a un hombre que hallará inocente después de él. Se presentará ante ella, platicarán, él toma, precoz borracho, la aburre aparentemente, pero no en realidad, ella tan despierta, tan valiente que quiere ser, le escucha hablar de Sartre (como un lunático, la va a conquistar con un fuerte olor a güisqui y una postura sobre los valores encontrados de una muerte y de una vida, ambas en la misma persona; y le dice, prácticamente, ¡olvídate de Dios! y ella no lo hace, no hay ni habrá, de alguna forma, pecado en ella, sino sólo un discurrir intelectual, un parto de sí misma entre el amor y las ideas, un desliz razonable, una afiliación a quién.

            Él la besa, sin separar los labios pueden sentir un latido, dos; ella sólo sabe decirle “Perdón, no”, deshaciéndose hábilmente del no menos hábil abrazo con el que él la estrechaba ya. “Perdón, no” y levantarse, tomando el bolso, ayudando al porvenir de piedra a ser lágrima de fuego.

*

Le pidió que no la besara en la boca, que la lamiera si quería, pero nada de besos en la boca. Así hicieron el amor, así se desdibujó el miedo de la existencia armada, el miedo al dolor, tanto el propio como, tantito peor, el del otro. México no era lo mismo que Francia, nunca se ha podido entender que en ciertos círculos pero, hey, vamos, había que intentarlo. Y recogió la patria lo mejor de su sangre a puños por la calle, pero él no murió en Tlatelolco. Llevaba un revólver cargado con cuatro balas, y cargaba también una definición de lo que es la Historia que hubiese hecho palidecer al mismo Marx: La Historia es la permanencia de la objetividad del acto. Y, de paso, decir: La psique es la permanencia de la subjetividad del acto. Pero qué lejos estaba de la posible sapiencia del “Himno entre ruinas”: “Cae la noche sobre Teotihuacán”, quizá tenerlo habría salvado todas esas vidas cuando se detonaron las armas y las definiciones cayeron muertas en forma de cadáveres. Qué lejos estaba de Francia, de la revolución, cuando se encontró a sí mismo en la masa, porque en la colectividad se pierde lo que se está encontrando: “En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana”. Un chingamadral de pasos alejado de eso, aun siendo mexicano y un buen muchacho, armado para destrozar un eco terrible, para desenvolverse en un ambiente de “guitarras roncas”. Porque él disparó primero, pues era inevitable la indignación, la mole gubernamental ofreciendo leche fétida con sus ubres venenosas e hinchadas era intolerable. Un saber que se creía practicidad, que allá hizo un Premio Nobel y un intelectual definido por la corriente existencialista y llamado “intelectual posterior a Mayo de 1968” por Sartre en persona, en México fue el mismo y general, en efecto, pero fallido, impráctico, inútil y, aunque no en todos y ni siquiera en la mayoría, letal. Sólo la colectividad supo aspectos nuevos sobre un mismo objeto: la reinterpretación histórica vespertina que nocturna implicaba un picante sexo oral, un 69 aguerrido, herido en su condición romántica, hecho de espuma genital, amén de un día, ya lejano, un día en el año de 1960 en el que Albert Camus falleció y Sartre empezó a cogerse a Simone De Beauvoir gritando: “¡Te gané, cabrón!”, quizá desde temprano, acomodado en el confort que el capitalismo terminaría por prometer a todos los seres humanos a cambio de traicionar a Erich Fromm. Muy sencillo, meto cuatro balas a un revólver que me hace sentir como el contraataque popular a los nazis en un París ocupado… pero clandestino. Y la clandestinidad es el secreto del buen francés, por eso Octavio Paz citaba tanto al Marqués de Sade, sin considerar que nutría un México con filosofías de tocador y que tendría todo el poder después del suicidio político de aquel victorioso asesino del 2 de octubre, cuando matar fue una fiesta, cuando esa muerte política dejó vivos solamente a la bestialidad y el hedonismo romano, caníbal y mexicano. Murió la política en este país ese día del ´68, de un lado y del otro, dejándonos extenuados, dejándonos solos e inexpresables e inútiles. Un revólver accionado por el autor de la mejor definición de la Historia, misma que se pudrió en el silencio. Ella fue una amante tenaz y, permítase la palabra, experimentada; toda desnuda, jadeando y gimiendo, llamando al mundo con nombres que consideró, tras tanta teoría, inequívocos y firmes. Unos pechos tan sabrosos tenía ella que él apenas podía moverse, hasta que eyaculó un semen muy líquido y calientísimo, exhausto de placer, tomando la carta de la libertad; primer compromiso del hombre: la libertad, segundo: la dignidad, tercero: ¿quién sabe, nada? (¡La sabiduría, hermano, la sabiduría!) Porque él tenía unas piernas firmes de carnosos muslos blancos que le aguantaron todo a esa maestra de veintiocho años que en cuclillas le mostró lo mejor de esta vida corpórea y misteriosa, donde hasta la orina es un regalo invaluable, donde el intelecto es un instrumento pornográfico sin paralelo. Y sin embargo, después de todo, abrió fuego, cuando debía estar abriendo la carpeta de cartón donde guardaba sus ensayos y otros tantos apuntes. Vivió algo que se le adelantó a la multitud, y quizá creyó oír un tiro antes que el suyo, quizá. La Historia, debido a como es el hombre, está inclinada a lo catastrófico: En lugar de hacer política se hizo la guerra. La política establecida, decíamos, se suicidó, se mató en vez de ser; la política del Movimiento Estudiantil se murió asesinada, y nunca regresó jamás. La política era la esperanza de la República, y lo sigue siendo, pero ya no está. Sus caderas respondían al hambre de sus intenciones eróticas como individuo; ella llegó a gozar, alguna vez, no mucho antes, de tres amantes varones simultáneamente que la bañaron de semen mientras ella sonreía escurriendo de sí esos sueños tan de ella, esos fluidos tan brutales, pero la Historia la bañó mejor de sangre, y después se ausentó en esta segunda Edad Media que es Hispanoamérica: Si hay un Ser Superior, Él está regañando tanto a unos como a otros, y, para bien o para mal, sí Lo hay, sí existe Dios y hay fantasmas y brujas y hechizos, pero, en esos días, andábamos con la mano suelta, víctimas de la propaganda y el poder. Octavio Paz terminaría por escribir que la matanza de 1968 fue el resultado de la permanencia del Imperio Azteca, pero yo, terco, consulto un libro ilustrado que contiene “El tres de Mayo de 1808”, de Francisco Goya, donde los madrileños se levantaron en contra de la ocupación napoleónica en España y fueron fusilados, a mitad de la noche, tanto guerrilleros como civiles inocentes. Ese, el francés, es el verdadero imperio que se hizo ver en Tlatelolco; los aztecas no fueron los culpables de esa masacre, y ella murió pensando en un hombre, llamado Lorenzo, que la besó nervioso pero con ímpetu, así haya sido un ímpetu colmado de ternura, ya que le había hablado de ciertas ideas que ni él mismo comprendía del todo porque yo no las comprendo hoy, pues tengo daños neurológicos irreversibles causados por los excesos y los vicios que me impiden comprender lo que antes era mi pan de cada día. Pero veo, todavía veo todo lo que tengo que ver leyendo para poder disfrutar de un poema cualquiera inalcanzable, infatigable, tanto libre como digno, tanto de otro como mío, en esta tierra prometida.

*

Una última fotografía, tomada en el ´57. Él sobre un caballo, hombre y bestia polvosos, terrosos; con la conciencia extraviada entre el destilado de agave y la marihuana, en un pueblo fantasma, a un lado de un amigo también a caballo pero no tan disperso, no tan disuelto en la homogeneidad desértica, en el viaje. Palabras que se formaron en esa travesía mexicana de un blues perdido. Fotografía ahora en sus manos: la presencia de Dios sobre él en los tiempos de las primeras semillas de misticismo sembradas en su pecho, creciendo en un árbol que reventará su tórax, que lo reformará tras haber sido una pulpa combatiente y violenta y aferrada a una pasión que no todos consideran revolucionaria.

            Las mieles del desierto, el vino barato para europeos bohemios más mexicanos que muchos mexicanos, más sinceros y entregados a auténticas batallas contra un planeta adverso; todo, en fin, le favorece al grado de hallarse en el seno de su propio espíritu, fuerza apolítica la sintió: Llegar al hotelito, tomar unos tragos y decir “No soy el mismo. No creo que el camino a la libertad esté en otro lugar que no sean las luces sagradas del conocimiento interior. Mi historia… me conduce… a Dios… y a México. No a la Unión Soviética. Voy a dejar la lucha social y, al crecer, desde arriba, como un Dios, miraré y resolveré todos los males del mundo.

            Él y sus amigos no se volvieron a ver después de ese recorrido por el pueblo fantasma.

            Él recuerda la sensación de los sentimientos en él que tornáronse con el tiempo en energía derramada sobre el cementerio por coyotes entre las lápidas y cruces de cantera y aluminio. Camposanto donde rondan los fantasmas de otra lengua, que hablan con sonidos que significan cosas dispares en la figura que entrega la forma; verbos y sustantivos que se envuelven intraducibles alrededor de una realidad aparte. Llega el resplandor a la tierra y todo nace y, al morir, conforma una cultura, esa sí, eterna. Mientras un huichol se asomó desde un corto cerro para mirar a los tres muchachos que acamparon junto al panteón. Él quiere, pues está en esa etapa, tener un encuentro sexual con uno de sus amigos, que se deja a medias y entre dormido y despierto, como si fuera su mujer. Todo, en esa triple amistad, se está disolviendo, las almas lloran lo que vendrá después: Un aburrido recordar mezclado con un doloroso añorar y un arrepentimiento caliente, así como el resentimiento del segundo amigo, que también le hubiese entrado, enamorado de él, mal socialista que no sólo lo permite sino que, parece ser, quiere hacer más que sólo permitirlo: Quiere promoverlo y ser parte de ello. Y, aunque aún no lo sabe, también desertará las filas del socialismo, sólo porque descubrió la sodomía y no iba a dejarla por nadie ni nada. Para cuando Castro tomó el poder en el ´59, él ya había tenido diez amantes.

            En cuanto al amigo receptáculo de las caricias y la lujuria por parte de él, no dejó las filas de la ultra-izquierda en las que se condenaba la homosexualidad, y lo desdeñó, amándolo quizá, pero lo rechazó… por más que lo amara. Fue un hombre de la lucha. Su idealismo fue mayor que su apetito sexual y su hambre intelectual que él mitigaba con comentarios, ideas y perspectivas que llegaban, incluso, en ocasiones, a curarlo. Estaban enamorados entre ellos pero también, los dos, enamorados de ella.

*

Ha ido a dar a una playa del Caribe. Sentado está en la arena frente al formidable mar que ola a ola con caricias se estrella en la apaciguada orilla que siente el dulce impacto de las aguas lozanas y azules como un vidrio. El aire es la calidez más húmeda que él jamás enfrentó, deshaciéndose en el cuerpo de la idea que le acompaña con la transparencia de una novela alemana pequeña y diáfana, casi constructiva, por poco y “humana”, hija lépera de lo más tranquilo del Renacimiento intelectual; él que a ésta tanto ha leído, que a aquélla, la idea, tanto se ha aferrado para no olvidarla, suelta una lágrima en la que vertida está una postura que pretende extenderse con la limpieza de una sábana hervida, y que quizá lo haga. Este hombre sabe bien su historia, o, más bien, sabe bien lo que su historia es: una plenitud irresponsable.

            Se va a meter al mar, se va a meter al mar, se va…

            …a meter al mar, luego de tragar medio frasco de somníferos y medio frasco de calmantes, con la ayuda de una botella de Jack Daniel´s.

            El torso desnudo siente cómo a su piel se adhiere la sal del océano maya. Es un torso que sólo la edad ha suavizado y vuelto un tanto seco, colgado, o feo, pero también muy vivo, presente, bello. Es su cuerpo lo que da mérito al tiempo de su carne varonil y victoriosa, al hecho de que su figura es un rectángulo terco cubierto de pocos vellos, blancos, traslúcidos.

            Puede ser cuestión de minutos que este hombre, él, esté muerto. Un hombre que ha leído mil libros, y si no leyó más fue porque leía los mismos varias veces, primero: porque fue pobre, después: porque era rico.

            Primero, no fue nadie, después, aun menos. Recogido por Dios, frente a una cruz blanca, póstuma, se irguió un conocimiento monstruoso: el placer. La manzana vedada a Adán, a Eva, a Abraham le fue permitida. Él también la mordió. Era la estética de Dios, que termina por protestar ante las del hombre, torcido ya el Cielo por tanta barbaridad. La cruz blanca, de madera, ¡de yeso!, sin un cuerpo colgante, a veces ni ella presente, es luz, y esa luz es más que divina, pues es la Divinidad misma. Es el Espíritu de Dios, es lo que intentan imitar los templos alrededor del orbe maculado, poluto, al que el Padre arranca el humo, enviciado, ya humano, pero humano bajo Su servicio: Él mismo tantos, “Escuchad, no hay pecados, sólo ineptitud y apatía. Enfermos, yo toseré sobre vosotros a Mi vez, que sois libres”. Él escapa a ésto.

            Lo invade una vergüenza cuya sutilidad es la propia vacuidad de la senda de una búsqueda, pues ¿qué encontró? Nada más allá de ella, toda la vida la pasó sin sumergir en su mente alguna palabra de bonita envergadura, sin dilatar su corazón con un beso de veneciana latitud, sin penetrar su sexo dentro del aura de la carne imaginada que nunca dejó de ver claramente y, además, careciendo de la valentía para llorar esa carencia vivencial, esa falta de lo que hace a una historia un capricho vital. Sólo palpitó entre una masa negra desde que ya no la tuvo, desde que no volvió a besarla.

            Tal vez, si tuviera la certeza de que no sólo la tuvo sino que la perdió, la cosa sería diferente. Por él ella murió como una fiera salvaje, por no decir “como un perro”, en una Historia que ya se sabía, donde él no halló jamás las ilusiones que concebía el seno de su varón orgullo, orgullo que, aunque por muchos años sí, al final no toleró la compañía tan mayúscula del Verbo mencionado portentosamente en el inicio del Evangelio de san Juan, teniendo que acudir con manos trémulas a Herman Hesse para hallar una rebanada de cordura que pudiera engullir sin limpiarse los ávidos dedos que prefería dejar siempre pegajosos, para lamerlos en las noches y chuparlos mientras Dios dormía bajo las caricias de sus pérfidas amantes violentadas que Él terminó por elevar al grado de diosas antes de que el rey David orara a Jehová para plantear que ellas se excedían en sus lamentos, con filiformes argumentos que acusaban a todos aquellos que ante ellas no se duermen como el Señor, sino que perecen, equivocados por lo que sienten, por lo que no saben aullar, apenas vides para lo que les pide ser ásperos vinos.

            Porque él vivió su vida como un elefante en una cristalería. Y con todo y su sabiduría, ¿qué tan sabio en una cristalería el elefante puede ser? Perdido, primero por borracho (porque esa es la palabra), después por abstemio (porque esa es la falta), en las fiestas no podía ni platicar. Si no había sido un buen apóstol del Señor, era porque rara vez con Él o sobre Él charlaba, sin importar lo mucho que de Él supiera algo. ¡Un hombre al que le constaba Su existencia pero que rehuía la verdadera manifestación religiosa de la comunidad, tan llena de dogmas, tan carente de estigmas, la sociedad para él era un exceso, y Dios nunca lo amonestó por ello!

            Entonces sólo quedaba ella, aunque bien pudo ser que el pobre hombre llegara a presidente. Ella ya era de esas olas de enfrente, por más que él estuviese equivocado al imaginar de ella que su vientre se infló innumerables veces y llenó a otro hombre la casa de vástagos, estaba graciosamente engañado por el Sol que recorrió calles, plazas, edificios alzando muertos del suelo, engañado estaría también por la Luna, que vio gente semidesnuda y frenética siendo fusilada entre el 2 y el 3 de octubre de 1968, espantada, diciendo: ¿Cuándo dejará la noche de ser de España, joder? Porque el pulpo maligno de los imperios constituidos nunca nada hacia la armonía que permitiría a un hombre convivir con la verdad del otro: tlaxcaltecas, aztecas y mexicanos, por ponernos en el ejemplo que nos atañe, sufrieron los fuegos de esta creatura cruel que despoja del poder a las víctimas del “No sé qué está pasando”.

            Mas en estas disyuntivas, ya él está tomándose los fármacos que van a ayudarle a morir; sabiendo lo que sabe, sabiendo que no sabe lo que sabe, ¿para qué detenerlo, para qué juzgarlo, tan consciente él de Dios, tan ciego por ello? Y camina sobre la arena hacia las aguas que no andará, buscándola a ella, pues está en este lapso mental convencido de que fue una sirena en un viaje y él el marinero, que la muerte es no poder amar, que está y siempre estuvo alegremente enamorado de una joven y tierna mujer capaz de enaltecer y dar valor al peso muerto de un poema simple que escribió Neruda en un barco ebrio a los diecinueve años, la “niña morena y ágil” ¡tan sonriente! tan adentro como lo que más de este pobre anciano moribundo que quisiera haber retozado como un loco en una relación adolescente con quien empieza a considerar la Virgen María, incapaz de besarle los suculentos pechos indomables, de hundir su faz multiplicada en la melena negra de una cabeza que sería fatalmente prohibida, prohibiéndose el amor, el amor, el amor, el amor él recuerda, que ella por él lo siente, pero no importa, él nunca ya lo tiene, y como Dios con sus queridas, él con su hembra se quedará dormido en una selva insólita de infinita agua.

*

yo miro mis todas formas álgido desembuche de palabras palabras plomo gallo degollado mis maneras que no son las únicas mujeres precipicios del hombre discurrido en aparente empresa de lengua de castillas yo siendo yo y aprendo cálices de edad en edad de época en época de generación en generación soy la fuente de la sangre imperdonable e inocente árbol de frutos magullados por el símbolo iracundo de la tentación idiota y yo soy aún yo en el recuerdo tembloroso de una rebelión distante y sin la idea nuclear de la vez en visión cenital del espectáculo de los orificios sangrantes pedregosos ríos trepidantes que galopan eufóricos en lo inventado desnudo y deshuesado pulpos que en mi saber eterno son exprimidos por errores que han conducido a una boca que engulle y se vomita de habitáculo mío que es de madera y yo vencido en insoportable extensión de la voluntad cruenta con la espada en la mano política de su lado escupir sangroso y ay ay ay ya me toca me dijo bajar a la tierra y quemar mis esperanzas esperanzándome creyendo que no seré lastimado en lo  más hondo de los terrores ciclo de muerte azotes y tortuosos desvaríos palabras que me llevan al sufrimiento cada vez más atroz me preguntó si habrá más show de malabares malabaristas estudiantes universitarios de vocabulario por mí vedado el conocimiento debiera ser destruido pues repartirlo sería como alimentar a la iglesia hundida entre rocas símbolos pero rocas y símbolos son salidas culebras del hoyo de su nido y coyotes que soy por el encanto del camposanto el desierto el silbido entre carros árboles piedras escaladas en vértigo el ocio prende las pipas rebozadas de droga y comunicación bíblica que fue un desplante mío de piedad misericordia que no fue benéfica en todos y para todos los hombres creer en mí será el único pecado el extravío total por mal entender y peor interpretar las enseñanzas que narran los truenos los balidos del cordero pirámide púbica informaron pública verbal comienzo del purpúreo soneto quemado en una chimenea que soy yo leyendo yo soy yo siendo y sollozando veo el desobediente retoño del barro y el viento las pulpas andariegas que caen en la existencia de un porvenir de ellos repletas las tierras de promesas desesperadas cuando la culpa la angustia lleguen de verdad no se creerá en mí y por eso soy un reverendo hijo de la chingada los empujo fuera para no expulsarlos creyendo en que yo deseo deseos pero yo tengo bastantes milenios sin desear nada en absoluto que no fuera hacer de los hombres que me aman fantasmas y de los hombres que me condenan verdaderos santos y líderes qué de bien bajo yo al mundo más que nada cuando se abren los lomos de libros que codicio y me despiertan al despertar y ver borrosamente este reino del diablo la ira me enerva y abro los ojos para achicharrar cabrones

            yo soy yo y nadie merece seguirme ya no más quiero de sus compañías ni de sus cantos ni de sus guerras pero me siento a tomar el té en china y a comer el gusano del maguey aquí en méxico donde veladoras me prenden quemándome los pies resinosos ya muy cansados entraron a un salón dedicado a la gloria mía en israel y abrieron fuego a todos los feligreses porque éstos deseaban ser conducidos a la muerte con el hálito temible de la tradición cristoapocalíptica elíptica oh problema alguien será mi último escriba el final que mahoma diga no quiere dios saber nada de vosotros haciendo el bien triunfará la misión el profeta como siempre esclavizado torturado olvidado por sus hermanos sólo con sus piedras perfumadas y frescas para el reencuentro con jacob su padre en una historia empapada de lágrimas como las lágrimas tronándose contra el cemento y la piedra y las alfombras y el tezontle cuando el quetzal cantó a los disparos para bendecir a los disparados y no perderá la moral en un país que se dice mío oh viejas prisiones de hombres hurtados a la vida entregados a ese hurto en completa consciencia y en apabulladora tristeza de hombre de mujer de niño sin pechos hasta regresar a dormir yo mis todas formas para dejar este coraje este asco esta decepción atrás muy atrás con el tiempo suficiente para echarme como un perro a dormir en los cielos sin más vanidad que la que los hombres me imponen sin que yo me atreva a replicarlos nada el castigo tenía una llave que derritió el tiempo cabrones tumben ya esta puerta y entren a los cielos donde nadie se ha resistido a contar los muertos donde el silencio impera la música estalla

            mi nombre son dos pechos mi pueblo no mama de ellos no mama muerde febril alarido espanto voraz hechicería color venas sabor venas mieles de ojos travesura de cacomiztles invento palabra tras mi ser mi nombre en viento impalpable acérrimo aspecto se sacrificó el cuerpo estático cúpula que asciende y me toca el nervio del volcán hallada la gala de esa nocturna fiesta soy yo umbral de espuma lleno de cigarras en el descenso de dos piernas angelicales gritos vivo y vivo y vivo y me canso de vivir y luego muero y renazco y renazco por las ganas de recoger los arroces espíritus caverna trémula caverna en éxtasis futuro espiral pasada revuelta rostros desencarnados de blanco pintados soy palabra luego hombre desinflamado vapor gato códices sexuales mulas desperdigadas por la añoranza fértil que se hace la vida digo que no siempre estoy vivo ni yo pero hay vida sin mí mas se reclama

            la hora de la hora

            suspiros fronteras ensoñación de óvalo óvulo efímero vago esperma levanta bosques de mal bienvenidas culpas de auras secretos que dan a mí yo nunca yo nada amor y vacío vienen sin lamer mis caras flotando una profusión buscona de un último cariño de una comprensión que no devuelve amor humano amor que he dado solo en sacrificio punta mineral tejido revuelto así pregunto si así escupo tejo las palmas las plantas de los pies soy yo para no ser él destruyendo la cáscara azote filial e inmerecido regreso a la yegua de mis embestidas musculares encontrando un lago de princesas destrozadas cuando la leche desparrama en el espacio nazca verán todos los que yo yo sí no y me fecundo mi falo mi estómago me paro salgo patas de grillo voz del maíz estoy vivo remolino multitudinario ocular temple y arpa sandalia masticada en la roca sonámbula de intersticio obsceno de cebada crecida ente el verso primero de esta pesadilla sideral

            hallo, sin embrago, una ofrenda olvidada en el camino. Es el orden que no existe, es una flauta para el resto de este hueso galáctico que contiene pedazos de mi cuerpo. Me invoca (esta ofrenda, este orden, esta orden), para desnudarme a besos y penetrarme en sueños de reflexión. Me conjura este pan con esta levadura ocasional. Es la palabra que no soy yo, la Palabra, sino la palabra dirección en el ocaso y el amanecer latente. Cercanía del colapso inevitable, donde se nos viene (a Mí, a ti, a ustedes, a todos, a ellos. A ellos), el orden de lo que existe. El hombre me llamó para no perdonarme, y sin mi Nombre quiso contactarse a sí mismo, poniéndome tras una cortina de terciopelo pesado y sacrofagia. Oigo, luego escucho que el dolor se enfurece al aflorar tan pálido y nítido entre la conciencia y el anonadado. Pérfidos actos de la sangre que baja al revés. En mi respiro gramatical y encantado, me doy cuenta que no debo juzgar lo que no requiere juicio (o análisis ni crítica) sino que invoque la claridad total, que es un sol no muy de acuerdo a lo que es el hombre cuando el hombre no se define según su ser que es, lo sé y cuando no lo sé me doy cuenta, una inocencia púbera de afecto y progreso. Todos esos gritos, todos esos estallidos, me llevan a meter un ojo entre el telón y lo que veo por ende: un orden bastardo, existente desgracia, un hombre muy bello, pero demasiado bello, para alguien más y no soy Yo. Ante ello y de ello después, me decepciono al sentirme colmado de mis propias fantasías espiadas: la Guerra. Se conforma mi Tiempo: “¡Buscadme a Mí, cobardes; Yo soy quien buscáis, lo que buscáis, me doy para darme a vosotros… pero vosotros habéis tenido, ¡mala fe!, hombres por lo habido, ímpetus por roer lo profuso”. Me retiro como una ola que arrastra con cautela nada para sí; sólo hallo en esto los esqueletos de las historias sin fondo.

            Y de las historias ahí, de las osamentas que son las historias ahí, encuentro un grado de luminosidad que me recuerda a la verdad que me gusta recordar cuando el Cielo abarca las bendiciones de los serafines buenos. Esta histeria es ella. Ella tendida, morena e insólita y descrita ya con las más preciosas palabras que la esclavitud de Mahoma pudo haber hallado en la amargura de estas montañas (montañas de enunciados, montañas de pájaros liberándose). Ella, tendida y descrita, buscándose a sí misma, a su cuerpo enmarañado por la juventud de la noche oscura, acostada desnuda quinceañera, pensando en unos lindos labios temerarios que la han envuelto a través del tiempo en un suspiro monacal que volveráse su historia, de la cual, parece ser, no encuentro el modo de aceptarla que no sea verla aquí, inmaculada, dándole nombre al clítoris, dándole nombre a una inflamada vulva, dándole el alimento de la memoria absurda de un suicida maduro y emocionalmente severo consigo mismo por actos y eventos de una adolescencia que fue, junto con París, lo mejor de su pobre vida.

            Ella, yerta, aprende a olvidar lo que Yo ya sé, para querer Yo olvidarlo también. Esos todos erguidos, esa institución colosal que le hizo no regresar el beso que recibió y que la cabalga con su fina tira de carne exquisita; esa institución que le dio un bolso y los tacones, esa institución de nervios y respuestas. “No, perdón” y levantarse. Y él, respetar lo que él no entiende de ella, de su inmadurez de fruta dura y verde, anclada en el código de la vivencia fatal de él, reducido todo a la merced del amor. El amor la hizo el orden, lo hizo burbujeante y feroz, mas me lo devuelven, a veces, junto con la gramática, para que yo la lleve a vivir las expansiones que llamé “cielos”. ¡Ella alcanza el cosmos! Me ve a mí y no me acusa de nada, me implora por su amor, regresa y me implora por su vida, creando la realidad, enfrentado a las nubes del otoño desgajado en su pasión equina… Y me acerco a ellos, a los hombres y mujeres, y les interrogo como un niño sobre las piedras que los hacen y los fuegos que los forman, porque, en verdad os lo digo, ni unas ni otros somos Yo.

 

Eric

Nov-Dic, 2022

Qro., Qro.

 

 

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