EL DÍA DEL PÁJARO (Cuento)

 

EL DÍA DEL PÁJARO

 

 

 

            Hecho de huesos fue llevado al ala clínica del campo de concentración (konzentrationslager) nazi de Auschwitz, en una Alemania que pretendía ser físicamente limpia (judenrein) y libre (judenfrei) de judíos.

            Lo ingresaron en una estrecha cámara con una plancha metálica con correas de grueso cuero. Él se tendió y fue asegurado e inmovilizado. Es justo decir que agentes, por curiosidad vulgar, y médicos, por curiosidad profesional, se encontraban ahí y observaban; hombres de la Geheime Staatspolizei (Policía Secreta del Estado Alemán), hombres de la Reichssicherheitshauptamt (Oficina Central de Seguridad del Reich), y, por supuesto, hombres de la Schutzstaffel. Algunos fumaban. El lugar estaba oscuro.

            El suceso, el experimento, el milagro comenzó. Vendaron los ojos del hombre desnutrido y sin nombre (en cuya mente convergían el terror y las imágenes de una pradera, de una oficina y de una mujer desnuda, todas reales). Cegado. Un médico se acercó a él y dijo:

            -Judío, vamos a cortarte las venas.

            Acto seguido, pasó un bisturí sin filo por sus muñecas… y colocó un cubo de hielo sobre cada una de ellas. El frío se confundió en el pobre hombre con el dolor de una herida, y el agua, derritiéndose, con la sangre que hubiese derramádose de los cortes.

            Los nazis permanecían casi en silencio. El olor del tabaco agredía al hombre sin nombre, un hombre que, conociendo el hecho de que los experimentos humanos eran pan de cada día en el campo (él había visto judíos con sarna, con quemaduras, con rabia, con daños cerebrales salir del ala clínica), se sentía agradecido por hallar una muerte en paz. Ya eran meses que deseaba la muerte.

            Comandado por la sugestión, falleció.

            Hubo aplausos, risas, congratulaciones y un sincero asombro entre los espectadores. El resultado del experimento, se anotó, fue el “deceso”.

            -¡Impresionante!... Me contaron de esto en Dachau y no quise creerlo.

 

*

            Cuando su madre murió, el comandante (sturmbannführer), de las fuerzas de la Schutzstaffel (SS), Hans A. volvió a beber. Un deje de melancolía profunda parecía volar alrededor de él y de la mesa que ocupaba en el modesto restaurante que escogió para regresar a la bebida, y esa melancolía era lo mismo que el sabor dulce y cálido de su licor favorito, espeso, absoluto, de siempre (de antes, “de mañana”, suspiró). La silla parecía, también, volar, y volaba con él en ella sentado, a otros mundos, lejanos y distantes pero que ya conocía, algunos de esos mundos eran de él, de otros él era, y los exploraba dejando gusanos cortos de ceniza en el cenicero y dejando lágrimas que su mano no limpiaba. Era un hombre ya de más de cuarenta años al que el Estado, la Alemania nazi, consideraba de confianza, saludable, correcto y  muy propio; un ser funcional superior a otros seres, inferiores, pero, se decía, eso piensa el gobierno, mi queridísimo Führer, porque no soy otra cosa, ni cuando no bebí, que un borracho, un poeta, un burócrata asido del equilibrio nacionalsocialista, un loco agradecido de la cordura de su lugar en el Tercer Reich.

            -¿Más, comandante A.?

            -Sí- le respondió al mesero-, otra igual. Aunque ya veo borroso… Pero, bueno, ¿qué le vamos a hacer? Mañana tomaré desde temprano. Mamá murió.

            El mesero le dio su pésame y le aseguró que no le cobraría todos los tragos, que eran cortesía de la casa hacia su persona y esta situación.

            -Heil, Hitler!

            -Heil!

            -Heil! –corearon otros parroquianos, a pesar de la discreción del lugar, de su modesta elegancia.

            Se levantó, después de tres horas y pagar la cuenta, y andó bamboleándose hacia la puerta de la calle, pensando en el denso efecto del licor, en la fuerte sensación de pérdida en su persona. Salió ya que se puso el abrigo que le extendió un empleado del restaurante, y se internó en la nieve…

            Nada le importaba, en realidad, que no fuera su madre, que no fuera el alcohol. Cargaba una pistola, firmaba documentos en un campo de concentración, y eso le hacía un hombre normal, ordinario, efectivo, produciendo para el Führer lo que le debía a Alemania: su estabilidad. Pero, ¡vaya que era un milagro volver a sentir su cerebro húmedo y caliente, tras tantos años de abstinencia forzada! Su madre nunca quiso que tomara. No lo soportaba, detestaba el olor, se sentía demasiado inquieta, sola en su recámara, sabiendo que su Hans se emborrachaba, por lo que él, el hijo, un buen hijo, que amaba a su madre, se alejó quince años del trago y se dedicó a trabajar: El trabajo evolucionó, progresó hasta el punto de materializar la muerte de los indeseables judíos, de los homosexuales, de los Testigos de Jehová, también ellos detestables. Todo era detestable en Alemania que no fuera Alemania misma, purificada por el dedo de Adolfo Hitler, limpia de escoria, de ratas, de suciedad: Hans A. había visto suficientes judíos en su vida para saber que, en efecto, siempre huelen mal, sin importar sus dientes de oro, sus anteojos de oro, sus relojes de oro, porque ya no los tienen y sólo quedan sus despreciables cuerpos cubiertos de mugre y ciegos ahora…

 

*         

            Litzmanstadt, el gueto de Lodz, llamado así en honor a Karl Litzmann, general alemán de la Primera Guerra, fue establecido en el febrero de 1940, al sudoeste de Warsaw, por el Generalgouvernement en Polonia.

            Lodz alejado de Lodz, cercado por tosca y dura madera y púas nevadas (¡el invierno era lo peor!). Con el invierno se sufría más; dolía todo, y parecía que Dios flotaba muerto, que Su cadáver eran el fango y la nieve: “¡Ahí está Yahvé, el Dios, casi tan viejo como el viejo Moisky, completamente caído, asesinado por las circunstancias, preocupado hasta la muerte por las pesadillas que, sin vida, no puede mantener como simples sueños ya!”.

            -Llevo dos años de esta mierda –le dijo Randnsky a Zvena-. Dos años de esta puta mierda, de estos putos trabajos forzados, de esta puta inanición, del puto Judenrat… Judíos matando judíos, eso es el verdadero judío, eso es Israel.

            “Judenrat”. Los Judenräte eran asambleas de judíos, formados por rabinos y personas influyentes, que organizaban los guetos bajo indicaciones nazis. El padre de Randnsky, el viejo Randnsky, formaba parte del Judenrat en Lodz, donde los habitantes morían de hambre o por falta de higiene.

            -¿”Israel”? ¡Suenas a los rabinos del Judenrat que tanto criticas! ¿Por qué no hablas de Polonia, de ser invadidos por alemanes? O déjate crecer la barba como el viejo Moisky y habla del rey Salomón.

            -¡Ah! Eres una chica moderna ¿eh?

            -Lo soy.

            Era el enero de 1942; pronto partiría el primer tren a Chelmno.

            -¡Hace frío…! –exclamó Zvena.

            -¿Cómo te caería un poco de brandi?

            -¿Por qué, no tienes coñac? –incrédula y sarcástica ella contestó, sorprendiéndose al ver a Randnsky, a continuación, sacar una petaca sucia pero de lo que parecía plata. Los ojos de Zvena se abrieron y los labios también, brillándole las pestañas y los dientes como por obra de magia -¡Randnsky…!

            -¡Calla, calla! Bebe, pero calla…

            Ella dio un profundo trago a lo que, en efecto, era brandi. Se limpió con la manga de su abrigo derruido.

            -Así es que Randnsky es un contrabandista…

            -Sí, pero calla, quedémonos solos.

            -¿Estás en la Organizatzia?

            -No, sólo es un poco de brandi, eso es todo.

            -¡Dame más!

            Él dio un trago y le devolvió la petaca a Zvena, quien se la terminó, emborrachándose un poco y accediendo, con el alcohol de pretexto, a iniciar unos suaves manoseos y unos dulces besos. Besos en el cuello, en la boca. Ella estaba loca por él, y él se sentía sincero. Besaba con humildad, quizá porque llevaba dos años empobrecido, marginado, pisoteado. Sin la guerra, Randnsky nunca habría besado así a una señorita, ni se habría involucrado en el contrabando… Pero el gueto era así y había hecho de aquel muchacho un héroe, de aquél “bubeleh” de papá un guerrero y un valiente.

*         

            -¡Eres un judío! –gritó uno de los cuatro oficiales de la S.S. al viejo Moisky, quien intentó dialogar en alemán sobre no recibir una golpiza. Otro de los oficiales se carcajeó, un tercero prendió sonriendo un cigarrillo, y el cuarto tensaba una fusta negra y brillante y se adelantó hacia el viejo Moisky y le cruzó la cara con ella, abriéndole la piel. El viejo cayó y se encogió en el suelo y escondió el rostro.

            -Judío, levántate.

            -¡No, por favor, no me golpeen!

            -Judío, no lo vuelvo a decir. De pie.

            El viejo Moisky comenzó a llorar. Algo dentro de él le decía que podría salir bien librado, todavía, de ahí. Mientras, el segundo oficial reía aun más y el tercero disfrutaba el cigarrillo. El primer oficial siguió diciendo:

            -Levántate, judío. Es necesario que te levantes. Si no te levantas, Günter te va a reventar la cabeza con las botas, judío. Sé que no quieres eso.

            -¡Soy un hombre inocente, un hombre de Dios!

            -¡¿Qué Dios?! ¡¿Cuál Dios?! ¡¿El que tú mataste, perro harapiento?!

            Günter apuntó:

            -Quizá este sucio despojo se considera a sí mismo Dios.

            El primer oficial abrió exageradamente los ojos para decir:

            -¿Tú eres Dios, judío? Entonces discúlpame, no lo sabía. Y la verdad es que ni siquiera lo imaginé.

 

*

            La desnudez pálida de Zvena retumbó en los bríos más hebraicos de Randnsky, en su necesidad herida de dignidad humana; lo curó. Le humedeció el espíritu también y colocó un segundo corazón en su vientre con dulzura. Estalló el placer cuando introdujo su carne en el salvaje triángulo inverso, oscuro de ella; cuando apretó sus vastos senos endurecidos pero aún trémulos; cuando enredaron las lenguas en un silencio conducido por los ruidos incitantes del amor. “Eres lo que necesito”, reafirmó su alma, y su lenguaje no cesó de declararlo, y su pensamiento, el pensamiento de su persona rodeado de peligro y muerte, declaró que era una fortuna, una bendición estar ahí. Ahí, ahí, ahí: en el gueto de Lodz, donde su furia no había encontrado un rincón dónde devorar su miedo para nutrirse de consciencia. “Yo soy”, se dijo, una y otra vez, yo soy, yo soy, yo soy, con cada roce, con cada golpe en sus terminales nerviosas, absolutamente sexuales ahora.

            Y ella lo sabía con cada movimiento en cada embestida carnal, en la plenitud de su pelvis colmada de sentimientos y regocijos. De sexo, en ese infierno, tras esos tragos de brandi contrabandeado, no permitido, escondido, que le había vuelto líquida una parte de su cuerpo empapado de excitación y gusto. “Te he conocido, me haces el amor, me lames la cara y te metes en mi boca con tu boca, en mi pubis con tu falo; ¡que nadie nos escuche, que nadie nos vea, que ya no termine este momento, hermoso judío cabrón, preciosa gota de perfume viril en mi vida incomprensible y, por incomprensible, vivida innegablemente. ¡Oh, que nadie nos separe, que nadie nos golpee, que nadie nos escupa! Yo soy yo, Zvena, la hija de un padre, circunciso como tú, como todos, como se espera, un padre que es un hombre liberal que sólo odia más al Estado que a Dios. Sigue entrando en mí, bandido, pirata, sigue aplastando mis penas impuestas y mis ganas presiona con más fuerza: ¡Sí, así! Llévame lejos, voltéame y mírame la espalda y las blancas nalgas, e introdúcete en mí con cautela. ¡Sí, así! Aquí, aquí, pero aquí contigo, como mi padre está con Zaratustra desde que leyó de Nietzsche una devoción por los judíos que no ha desarrollado filósofo alguno. Yo no lo sé, nadie lo sabe aún, que Nietzsche será ofendido por la más brutal ofensa: será llamado antisemita y antecedente vital para el Tercer Reich como contemporáneo lo es Martín Heidegger… Sí, papá… Sí, Randnsky. Yo soy una mujer que siente los músculos, la piel suavizados por este amante, que está practicando conmigo lo innombrable, lo bíblico… Mañana, Randnsky, me buscarás, en este enero maldito, por donde suelo estar y no me encontrarás, y no me encontrarás tampoco donde no suelo estar; y sabrás, con los días, que me subieron a un vagón para ganado, rumbo al infierno, bautizando a la injusticia, pensando yo que sólo quiero verte, que estoy enamorada de ti y que no quiero la libertad que me prometerán con falsía, quiero el encierro en este gueto porque yo, Zvena, la hija de papá, sintiendo ésta un brutal orgasmo, esta especie de arcada erótica y de muerte dolorosa, estoy perdidamente enamorada de ti, bribón”.

            Mas, tranquilos, enlazados y desnudos bajo el frío, bajo sus abrigos pulgosos, él no dirá nada que no sea: “¿Qué era el amor antes de esto? ¿Qué eran las licencias antes de estos actos?”, y se perderá en un ensoñar tibio y plácido, abrumado por dicha lozanía, porque sólo es un chico, sin importar su edad, pero ahora ya es un hombre, sin importar la forma, como le sucedía ya a cierta Literatura en la que la forma importaba menos que la figura…

            La figura de Zvena, pálida y eróticamente mística, cabalística, preñada de vitalidad a pesar de la escasa comida que recibía su cuerpo. Ella era el sexo, se desdibujaba el deseo en donde imperó la posesión, la gratitud, esa leche que recibió Gautama tras su ayuno monstruoso y sabio de manos del cuenco de su futura esposa, naciendo Buda…

            La figura de Zvena, raptada por un dios mortal pero catastrófico y voraz, el Gobierno. Ella no lo sabe pero lo dice: “Seré llevada como un animal maltratado, como un pájaro violentado por lo que se proclama una maldad natural, aunque nada ha habido tan artificioso, tan cruel y robótico: Una máquina que tritura carne humana, que no cesará de funcionar por años: El alba nos traerá el Holocausto. Desfalleceré de sed y calor… Lo que me sucederá por unos meses me parecerá demasiado, sólo que no será todo lo que me ocurra. Tú me volverás a ver, amado mío, en Chelmno”.

 

*

            El viejo Randnsky hizo lo posible por evitar que su hijo fuese introducido a los vagones del tren cotidiano. Como miembro de la Judenrat en el gueto de Lodz, llegó a permitir daños a su gente, como un traidor, sólo por salvar la vida, esa era su esperanza, de su unigénito.

            Pero el muchacho era un joven valeroso y un judío completamente desencantado. Fue descubierto como contrabandista y como revoltoso, una y otra vez, hasta que dijo: “Paren, nazis hijos de puta, judío padre mío hijo de perra”, y que su padre no pudiera ya hacer nada por él. Y lo levantaron del suelo, y lo condujeron en un vagón a Chelmno, donde trabajaba el comandante Hans A. firmando documentos completamente ebrio.

            Allá los ancianos parecían bailar, pero estaban corriendo desnudos y desnutridos y lastimados, al ritmo de órdenes y música salidos de un altavoz. Corrían y corrían, y así eran insultados, y era tan difícil correr que era casi una tortura, pero el “casi” es una formalidad y tortura, en esta vida, es prácticamente todo y sin intentar.

            Y comió cosas podridas, y, sí, se arrepintió de ser valiente, se arrepintió de su honor, extrañó a su padre en ese olvido, y muy dentro lo perdonó como una bestia.

            El comandante Hans A. conversaba en su oficina con un joven muchacho nazi y una secretaria:

            -La Historia tendrá que inventarnos cuando nos escriba. Las palabras siempre sobrarán o faltarán. Nadie sabrá la verdad porque la verdad solamente cabe en demasiados libros, no es una realidad. Las palabras serán como un café frío, absurdas e ilógicas, inaceptables. No como ese café espeso y humeante, espumoso, sí señor, de Viena o de París. Lo que se escriba será una fantasía, una recolección dolorosa de datos imaginarios y relativos. El Tercer Reich es más que la Literatura, es más que Dios. Como aquel pistolero americano, Francisco Villa; no sé si saben o han oído hablar de él. Bueno, pues Francisco Villa hizo tanto por desinformar a la realidad sobre sus verdaderos paraderos, movidas y destinos, que la Historia de ese continente no sabe nada o sabe de más de su tránsito por esta vida, esta dimensión celosa de sus habitantes y cruel con sus parásitos. Hay una luz ahí, esa luz es una tiniebla, porque la luz sólo es un punto en la oscuridad.

            Hans A. salió de su oficina después de eso. Se iba caminando ebrio entre filas de judíos en harapos, sucios como siempre, esqueléticos y manchados, asquerosos, su gran esfuerzo, su servicio al Führer (Hitler, Hitler, Hitler, Hitler… Su vida), fumando un cigarrillo fuerte al que estaba acostumbrado, como tantos en la época aquélla, cuando una piedra golpeó su cabeza.

            Gritó de dolor y de sorpresa. Para cuando se volteó, dos oficiales golpeaban a un judío joven.

            -¡Alto! –les dijo.

            Era Randnsky.

            -¡Levántenlo!

            Los oficiales lo levantaron y sujetaron. El odio de la inteligencia brillaba en el rostro inflamado y sangrante del osado muchacho. Hans A. dio dos pasos hacia él y extrajo la pistola Luger de su funda negra. Y le metió una bala en la frente que tronó su cráneo y se alojó en su cerebro, matándolo.

            Él fue el único judío que Hans A. mató personalmente durante toda la ocupación alema en Polonia.

            Ahí, en Chelmno, yacía entonces hecho un cadáver Randnsky. Una estrella de sangre alrededor de un redondo agujero, en su frente había.

            -Revienten a todos estos malditos puercos –les dijo Hans A. a sus subordinados oficiales. Y esa fue la única vez que el alcohólico oficial se molestó durante toda la guerra.

            Fue en verdad un mal momento para él.

 

*

            El día anterior a su muerte, Randnsky miró el humo salir de unas altas chimeneas industriales. En él, en ese humo, estaba Zvena. Exterminada, asfixiada por un gas e incinerada.

            Un pájaro cruzó el azul gris del cielo cuando el humo se fue, disipándose.

            Y Randnsky supo que ese mismo pájaro pronto comería sus ojos, que él pronto estaría muerto, que nunca podría soportar el amor después de lo que estaba viviendo. Era tanta la puta humillación, que Randnsky no podría jamás volver a amar su carne otra vez. “No soy suficientemente un ser humano, no soy digno de Zvena, ya no aguanto esto, quiero matar y no amar”.

            Su cadáver cayó a una fosa junto a cientos más. Eran miles los judíos exterminados diariamente, y llegarían a ser millones.

            “El pájaro me lo dijo”, enloquecido.

 

FIN

 

Eric

 

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