SENDAS A ELLA (Cuento corto)

 

SENDAS A ELLA

 

“Mis ideales pueden estar equivocados, pero yo no”

Anónimo

 

1

                No puedo escribir poesía, estoy atrapado en las cenizas de la prosa, mutilado intelectualmente. Hoy sólo puedo saber que la razón de ello se esconde entre el amor y los símbolos.

                Cuando comencé a militar en el movimiento llamado Educadores y Alumnos Campesinos, el EAC, escribía poesía con facilidad y con lo que se puede llamar talento. Escribía poemas sobre el amor, la naturaleza y, por supuesto, la política de izquierdas, casi anárquica, en la que se puede hallar toda clase de prisiones y de muertes. Un día me vi en el centro de Plaza de Armas con un megáfono, hablando sobre las condiciones marginales de las primarias rurales en nuestro estado, antes de recitar un pequeño poema de mi autoría llamado “Liberen a Ernesto”. Yo ya estaba en la universidad estudiando Arquitectura, y ya conocía a la maestra Xóchitl Clayman. Dos semestres después, conocido por mis declamaciones y oratoria políticas, ya no escribía poesía. No podía, no venía a mí ni yo encontraba las mismas o distintas sendas a ella. Viendo el lado amable de las cosas, podía concentrarme en mis estudios académicos que, obviamente, detestaba en cuanto a sus perspectivas con relación al arte y a la libertad de grupos e individuos, cuerpos y mentes y espíritus, pero que yo continuaba en aras de un porvenir menos jodido.

                Pues bien, la maestra Xóchitl me ofreció ser su asistente a cambio de ayudarme en mi tesis y de un par de billetitos a la semana. Acepté de inmediato.

               

2

                Conocer a Horacio Guerra no fue fácil. Primero, cuando Xóchitl me presentó a su marido como “Horacio, mi esposo”, y yo estreché su mano diciendo “Mucho gusto, señor Clayman”, él replicó:

                -Señor Guerra… Me apellido Guerra, pero mi mujer suele llamarse como soltera. No lo hace por disgustarme, espero, porque somos un matrimonio hasta ahora feliz.

                Segundo, su perro, un beagle mamón y engreído que se llamaba Felipe y que no dejó de ladrarme nunca, a excepción de cuando, recién alimentado, se echaba a reposar la comida en la sala, con una panza tan redonda e inflada que parecía la de un cachorro, cuando Felipe tenía más de cinco años, ¡era ofensivo!

                Tercero, la política. Horacio Guerra sabía, como todo mundo, que yo era parte del EAC, mientras que él colaboraba con el gobierno estatal; y me hacía preguntas directas de todo tipo con respecto al EAC y a mis estudios, y lo hacía todo el tiempo, gracias a que yo pasaba todo el tiempo en su casa. Me dejaban fumar mis cigarrillos mexicanos en la sala, comer con ellos en el comedor y trabajar en el estudio de la maestra Xóchitl hasta cuando ella no estaba. Pero nunca me escapaba de comentarios como este: “Pues sí, la cosa, sin embargo, es que madures y no termines el resto de tu vida como un muchacho deshonroso”.

                Él, por su parte, se dedicaba a escribir ensayos contra el pueblo mexicano, los que él llamaba “crítica política y social”… Y también escribía poesía. Muy formalmente se consideraba a sí mismo un intelectual.

                Todo mientras Felipe me ladraba.

 

3

                El EAC hacía plantón permanentemente en Plaza de Armas. De vez en cuando, el gobernador pasaba junto a los militantes plantados, y lo hacía con confianza y sin afán de ser grosero, aunque, a fin de cuentas, éramos nosotros, para tanta gente, los invasores, los descontentos, los revoltosos, los “pinches nacos”. Pero Plaza de Armas seguía su vida, se llenaban los restaurantes, la fuente funcionaba, los homosexuales y los chicos emo se sentaban en las jardineras siempre limpias y a rebosar de flores. Nuestra lucha fue pacífica, y el gobierno, a veces, pocas pero ciertas, liberaban a algún Ernesto y pintaban alguna primaria rural, construían alguna calle, llevaban agua o luz eléctrica a alguna comunidad, apoyaban en la difusión de algún dialecto indígena, de todo.

                Podría decirse que eran tiempos de paz, y yo alimentaba así mi alma. Se me conocía en el campo, se me respetaba en la universidad. No era, en efecto, un muchacho deshonroso; mas seguía sin poder escribir una buena poesía.

                Un día se lo dije a la maestra Xóchitl como si estuviera confesando mi impotencia, pues, después de todo, no poder escribir poesía es una clase de impotencia, para como yo veo las cosas y de acuerdo a mi tradición cultural.

                Le mostré mi obra poética pasada, como cien poemas, y, por decirlo rápidamente, la maestra Xóchitl se enamoró de mí y me lo dijo. Yo, en cambio, buscaba todo menos enamorar a mi maestra. Yo quería irme a vivir al campo y buscar la sección áurea en una pared de adobe o, de plano, en un cielo con estrellas; el aire limpio, la bonanza del campesino y la posibilidad de ser maestro me llamaban desde hacía años, pero como líder del EAC estos llamados eran auténticas luces a un escarabajo, uno de esos escarabajos pendejos que se avientan contra las paredes y que son muy malos para la poesía.

                Sin embargo, llegó el día en que me dejé besar por ella. Y ese día, hermanos y hermanas, regresó a mí la capacidad de escribir un poema. Raíces y ramas metafóricas, hojas afinadas por el viento, imágenes del perpetuo tiempo se abalanzaron a mis adentros, y así de mis adentros brotaron para el mundo, para mí y para mi gente.

                Comencé un amorío con la maestra Xóchitl Clayman, mas duró poco… gracias a que, según Horacio Guerra, su perro Felipe le había “dicho” que su mujer se estaba acostando conmigo.

 

4

                Plaza de Armas estaba tomada por el EAC, sin necesidad de dar uso a la violencia. La gente nos apoyó después de que yo declamara varios poemas míos y que se hicieran  públicos muchos de los logros del movimiento. Ya no era un plantón, era una estadía constitucional.

                Festejábamos todas las noches, hasta llegar al festejo mexicano por excelencia: el 15 y el 16 de septiembre, Día de la Independencia de México.

                En medio de la celebración, ente cuetes y chiflados, ocurrió la tragedia: Un hombre arrojó una granada al gentío. Una granada que estalló y dejó siete muertos y veinte heridos, a menos de una hora de que el gobernador diera el Grito tradicional.

                Estuve ahí, ensordecido vi cuerpos y sangre, y humo… mucho humo. La gente daba alaridos de terror y gemidos de injusticia, condenados a ser carne lastimada, maldición de varios siglos. No sé qué pensé, pero quizá pensaba en Xóchitl Clayman, Flor que me devolvió la poesía con un beso, que la extendió y la amplió con su cuerpo y sus murmullos, con sus verdades y con sus mentiras. Pero sólo recuerdo sostener sollozando el cuerpo sin vida de Ernesto, un hombre al que me he referido cientos de veces en mi vida y un par de veces en esta corta narración verídica.

 

5

                Aunque ya no me importó, tras la noche de la explosión la poesía volvió a dejarme, o yo volví a perderla.

                Horacio Guerra le pidió el divorcio a su mujer, a mi maestra Xóchitl, y ella y yo formamos una pareja hasta el día de hoy, pero los versos no vuelven. Y en las noches, muchas veces, mi maestra llora y llama “asesino” a su ex marido, e insulta con rencor a su  maldito perro. Yo sólo puedo abrazarla y besarla, y entregarle en un rincón toda la poesía que no puedo darle, como un tartamudo que nunca consigue pronunciar la palabra que quiere expresar, que se debate en sus ruidosos sonidos, más desesperantes aun que su silencio herido.

 

FIN

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