LA MANDARINA (Cuento)
LA MANDARINA
1
No le importa ser muda, porque su
cultura es muda también. Muda el águila, muda la serpiente, como un nopal. Muda
la gente, mudas las letras mudas, mudas las manifestaciones, mudos los
presidentes, mudas las viejas, mudos los güeyes, los animales del zoológico de
Mexquitic son mudos a su vez; esto no significa que todos en México sean
asesinos o violadores o guerrilleros o mártires o santos o demonios, ni que la
cuestión sea triste. No. Es una cosa poética, nada más. Dios no es severo con
el país; aunque digamos que sí, no lo es Él, que con nosotros es mudo: No
cierra los ojos, no se apagan las gotas inmóviles y rojas, resinosas, de su
sangre en la iglesia, al fondo del altar.
Pero no importa. Ella pela una
mandarina en una habitación blanca, luminosa y fresca, sentada en una silla
dura pero firme, ante una mesa limpia y clara. Los gajos, de jugo tensos, han
quedado rápidamente desnudos. Empieza a comerlos, uno por uno, y recuerda las
historias que contaba Roberto sobre México: En una, Luis Echeverría pelaba las
naranjas de Gustavo Díaz Ordaz… ¿Cómo se llamaba el libro aquel sobre las
primeras damas de la Historia del país?... ¡”La suerte de la consorte”, sí!
Roberto sabía todo sobre México por leer ese libro. Lo de las naranjas peladas
no venía ahí, pero sí se hablaba de un Echeverría sumiso, silente, estúpido,
escogido para la sucesión presidencial por esas mismas virtudes como marioneta,
pero Los Pinos no se esperaba al verdadero canalla que, desde el primer día
como el Ejecutivo máximo, se carcajeara hasta hacer retumbar las paredes (ella
agrega: “hoy malditas”) y vibrar los cristales, no durmiendo nunca, después de
engañar a todos. Por ello decía Roberto que Tlatelolco no vino de su puño:
Echeverría no tenía puños. Y Roberto decía también que no fue Díaz Ordaz,
tampoco, porque “para aventarte el problemón del ´68 tendrías que ser pendejo o
invisible”. Pero el mismo Roberto sabía que el dinero puede hacer brillante al
más idiota, o quitarle a cualquiera lo que de visible tuviera. O bien, la
matanza de Tlatelolco fue una borrachera, una parranda más (no la última pero
sí la más febril), en la que agentes con guantes blancos y una delgada escuadra
sin seguro entraron a viviendas y escondites a matar gente, como fotografías lo
atestiguan. Agentes jóvenes, muchachos apuestos; y luego vino la noche, el
paredón, estilizando la violencia a aullantes grados insólitos y culposos;
jóvenes semidesnudos fusilados; torturados, violados.
Pero Roberto detestaba la teoría descabellada
de Octavio Paz, en la que se plantea la matanza como una picada ola de las
tradiciones belicorrelogiosas del pueblo Azteca, aún presente aunque, según
Paz, “escondido”. Roberto consideraba dicha opinión el producto de un hombre
desquiciado y dado a prostituir la poesía en intentos turbios y lastimeros.
Pero ese era Roberto. Ella, Milagros, amaba la poesía de Paz y desconfiaba de
los aztecas, a pesar de y quizá porque nació en la Tenochtitlán libre, hija de
Cosme Jacinto y Fátima, campesinos que emigraron a la capital en tiempos de
Miguel de la Madrid, de padres nacidos en el periodo ultra-presidencial de
Plutarco Elías Calles y que disfrutaron sin poderlo saber de un cándido
empujoncito que Cárdenas dio a la ranchería donde nacieron: a los bisabuelos de
Milagros se les extendió un pedazo de tierra fértil, aceptado con los más
laicos posibles agradecimientos al general, en un país que, en ese entonces, se
sostenía por el mercado interno y, por lo tanto, triplicó en cuarenta años su
población, en gran medida por los avances médicos, en especial los pediátricos.
Ese “por lo tanto” era cosecha, por supuesto, de Roberto, sin embargo; pero a
ella le gustaba comprender en Roberto, y observar, cómo las teorías de
conspiración son un estilo de vida.
Se acabó la mandarina, pero la luz
seguía ahí, y ella pensó en la luz, pensando en su abuela María de la Luz, y la
anécdota, profunda como el campo, que su padre Cosme Jacinto siempre le
contaba: “Mi madrecita no lloró cuando aceptamos la idea de venirnos para acá.
No lloró ni una lágrima esa condenada. Pero eso sí, ya casi saliendo, se me
acercó y me dijo: ´No sabes lo lejos que te vas´”.
La mandarina acabada en un rito
sagrado, unipersonal, receptivo, sensorial, abierto a múltiples riquezas, a un
sinnúmero de insultos destruidos. La mandarina lavada en versos de Paz, a costa
de Roberto y su paciencia: “Sácame esa porquería de aquí”. Roberto. La
mandarina acabada, se sirve un café también sacramental; abre la “biblia
negra”, a Nobel Prize!; dice “la
Paz”: “Tus ojos son la patria del relámpago y de la lágrima,/ silencio que
habla”, oh duro girasol, un porvenir incierto, mil novecientos noventa y ocho,
muere el poeta, tan laureado, y muere Amado Carrillo, tan secreto y tan público
a la vez, ahora el Nobel es de José Saramago: “Hay algo dentro de nosotros que
no tiene nombre, eso es lo que somos”. ¿Y qué más? Nada más, Roberto no sabe
más, el país se marea, adiós madrugadas, adiós linda cara, en doce años me
muero. Y más de don Octavio, de esas palabras cuya técnica es el fuero de él,
dice Roberto pero a ella qué iba a importarle, ella no sabe entender que
alguien no se doblegue ante ese fuero de sol. A Roberto no le importa, al
final, porque se acuesta con ella, la que se saca el corazón solita. Aún luz,
pues ¿cómo no?, ¡si es bien temprano! Sí, y ella, Milagros, siempre le escribe,
abogada, para cabrearle: “¿Cómo no iba a impresionar ese colosal poeta a una
campesina como yo?”. Y Roberto, como si no estuvieran bromeando, serio y
fatigado: “Pues sí, no le entiendes a Gorostiza, Villaurrutia es pura muerte, y
Monsiváis te es ilegible, y a Abigael Bohórquez no lo conoces porque lo marginó
tu hijo de la chingada, lo enterró en vida”, y ella: “Algo habrá hecho”, “Sí,
acostarse con otro hombre”. Hasta llegar a “absoluto que parpadea,/ páramo” y
seguirse con las raras buenas nuevas inconstantes, cerquitas en el librononón;
pero Roberto estará en otra cosa, queriendo educación de otra forma, y tan
cándido es que dice: “Este pinche país es propiedad de ese cabrón”, porque la educación
es todo, supone ella. “Un día te van a matar de un balazo, Roberto, si es así”,
y él casi grita al decir: “¡Yo fui obrero!”, pero él ya no es obrero, es
vendedor de bienes raíces, y ella trabaja para él, porque es demasiado bien
portado para ser un cliente, porque gente así es el patrón, o son el patrón, o
ambas: todo mundo, ya llegado a cierto sector, pomposamente llamados los
sectores “socioeconómicos”, todos son patrones. Ella, al final, con Paz o sin
Paz, le jala las orejas y le besa bonito para que él no pierda la cabeza de
purito amor, tan europeizado que está, sin saberlo, su bizcochito gruñón, su
lectorcito de José Revueltas, diciendo maravillas siempre de Diego Rivera,
Netzahualcóyotl y el Quijote, embebido en el español, pero lector del inglés
con muchas “th”, recitándolo bien y no perfectamente, porque se le olvidó de
tanto que calló viejas pasiones. Luz que es él, de cualquier manera. Sólo Paz
diside de su relación. Luz, María de la Luz, a quien no le duró el gusto
cardenista –si acaso Ávila Camacho no fue, tampoco, un mal presidente-, el
gusto de la ideología material que copuló con el socialismo, porque se
desarrolló, de los 40´s a los 70´s, la industria y se desarrolló el sector
servicios, mientras el campo palideció y creció como cuando un escritor avienta
obras maestras sin ser leído, porque no aportaba lo que una fábrica una parcela
al Estado. El campo que creció, sin embargo, todavía hasta los 60´s, ignorado,
pero “casi” autosuficiente, fue el marco miserable y romántico de la vida de
María de la Luz, cuyos padres murieron sin aprender a leer. Porque, al final, y
en medio también, para el campesino todo fue, en palabras de Roberto, una
“chinga”. Se migraba a las torres de las ciudades, a las palmeras de Estados
Unidos, donde el pachuco reinó en la primera mitad del siglo en luminosa
cuestión. María de la Luz, absorta, quizá impávida, en el sufrimiento, en el
hambre, en las humillaciones, en los tormentos; con hijos. Hijos mamando, de
sus chiches trémulas, esperanza. Tata Cárdenas, como un barco que no dejó de
existir pero que partió, luchando en contra del poder y no a su lado, siendo un
héroe dos veces, como regresando a una esencia, a esa esencia revolucionaria:
el hombre que ataca a un monstruo real, palpable, realmente y palpablemente
malo, carente de bondad, pero sin rostro alguno que no fuera el capitalismo,
aún imperante: México no es socialista. No que se sepa, ¿por qué iba a serlo?
El campo es sueño perdido, sus ocasos son diferentes que en la ciudad, no llueve ahí, pero “No nos
vamos”, y nace en mil novecientos sesenta la madre de Milagros, antes de que
lleguen los 70´s, el declive, el “peor aún” hasta para las ciudades, adiós al
auténtico Masón, adiós a los diablitos de luz. Adiós a la política, adiós a los
deseos comunistas: El Ejército mexicano se da cuenta que el comunismo anhela a
México por su riqueza, como esa Nueva España cargada de oro puro, preñada de
graneros llenos, adornada de cacao y maíz en todas sus partes; dinero que
saldría del país. Se abre fuego, Roberto, porque el comunismo es pobre, por más
fuerte que haya sido. Una borrachera lo mató, en este país, una y otra vez,
para diversión de esos famosos “unos cuantos”.
No puede el Diablo contra la luz.
Esta luz es muy intensa.
Octavio Paz siempre odió el
comunismo, Milagros. México, por décadas, quiso ser comunista.
La luz, la luz, la luz, las cáscaras
de mandarina sobre un plato pequeño de porcelana. El café mengua tras los
sorbos más calientes y sabrosos. Cae el mundo como cae el peso.
Milagros tiene cinco años sin fumar.
2
Milagros tiene siete años sin fumar,
y un mes hablando. Pero no habla, así como no extraña a Roberto. ¿Por qué
habría de extrañarlo? Ahora Luis le lee “Piedra de sol”, de Octavio Paz, sin
llamarle fascista o bruta. Pero, en fin, la cosa era que la cirugía
experimental a la que se sometió había sido, era, un éxito. Sus cuerdas vocales
eran artificiales pero su voz no era robótica.
“Mi-pa-dre-e-ra-cam-pe-si-no”, fue
la primer oración que quiso Milagros articular completa. Cosme Jacinto, nacido
en 1950, cuatro años después de la instauración del nombre “Partido
Revolucionario Institucional”, y con Miguel Alemán de presidente, tres años
antes de que la mujer mexicana pudiera participar en la máxima celebración
democrática que es el voto, y justo cuando se publica “El laberinto de la
soledad” con la editorial Cuadernos Americanos, pero la década sería de Juan
Rulfo casi hablando de él, de Cosme Jacinto, tan distinto a aquellas playas
impulsadas hacia arriba, el turismo de Alemán; la inauguración, en la capital,
de la Torre Latinoamericana. Pero quince años después de Cárdenas. Cosme
Jacinto nació en la miseria, en una parcela que ya no daba más, entre la
industria que se desarrolló porque tanto socialistas como capitalistas la
encontraron atractiva, irrisoria parcela era, irrisoria como la altura de esa
torre latinoamericana frente a otros monstruos americanos, según sensibilidades
de algunos mexicanos.
Fue hasta 1960 que Fátima, la madre
de Milagros, nació a medio siglo de los inicios en 1910 de la Revolución, dos
años antes del inicio del presidente Adolfo López Mateos, mesiánico,
adquiriente, como el gobierno de México que era, de la industria eléctrica,
extranjera. Gracias a su gestión, Fátima estudió libros de texto gratuitos,
vengadores de un José Vasconcelos, aunque, en efecto, aún revolucionarios,
según las posturas de López Mateos en las cuales declaraba, haciéndolas
públicas, sus ideas izquierdistas; incluso, sea o no en solas palabras, de
“extrema izquierda”. Con él nacen nuevos enemigos de la patria popular; así
mismo, nuevos enemigos del hombre mejor vestido del mundo según una revista
norteamericana que todavía existe. Sus batallas fueron apenas un comienzo, pues
¿cómo iniciar un nuevo y absoluto capítulo de la revolución institucional en un
país donde la mitad de su riqueza derivaba en el dinero de un 10% de la
población? Mientras se forjaba una estable clase media en la sociedad de las
ciudades, el campo se volvió poco atractivo para inversiones impulsivas y
precoces… y endeudadas. Fátima nace en la madrugada, mientras su futuro esposo
ya camina sobre surcos apretujados de tierra fertilizada con incendios; a veces
Cosme Jacinto se siente inútil, porque no hay mucho suelo que cultivar, y
termina por acercarse a los establos de un patrón, ranchero al cien por cien,
que lo contrata y le paga un justo jornal, hecho por el cual tardaría Cosme
Jacinto aun veinte años más en irse, ya casado, a la capital del país, donde la
ciudad esconde la planta de maíz pero la escupe, la vomita con un precio…
“Siempre los precios, chingao”, dirá Cosme Jacinto, ya con una niña, en 1986, a
punto de quedar desempleado porque la fábrica que le empleaba, con un buen
sueldo miserable, cerró debido a la inflación y a los temblores del ´85.
Entonces el otrora campesino, casado y con una niña de tres años, se fue a su
rancho, habló con el ranchero que le empleaba, y le pidió queso para vender en
la gran ciudad; y fue con los padres y les dijo que necesitaba maíz para
venderlo su mujer, apenas pendiente de
la “escuincla”, y así no morirse de hambre o, simplemente, de frío. “Ese canijo
López Portillo nos hundió”, “¿Tú qué sabes de esas cosas, Jacinto? Órale,
llévate los elotes, mejor; hablando de esas cosas pareces el burro que eres, cabrón”.
“Mi padre era campesino”, articuló,
entonces. La tierra, el cielo, la lluvia y la sequía, el adobe, el sudor, la
espalda quebrada de lamentos, el olor a excremento y paja, el tamaño de los
animales, la Historia, la Economía, la verdad es la que tiene la culpa, ora
pues, mentimos, pintamos, escribimos sobre trigales inmensos y noches de
abundancia con tortillas y chiles y frijoles, con un niño que no llora, porque
la esperanza refleja en el hombre su sufrir injusto, olvidado, regañado, árbol
quebrado es el flaco campo, “Mi padre era campesino”, no hay nada de malo en
ello, es un despertar, es una leche distinta que sabe a nixtamal, es el nopal
comido sin sal y con manos de hierro eternas, ay, puede uno imaginar todas las
hierbas que existen fuera del mercado y para hacer una infusión y fingir la
posesión del café arrancado poco después de aquel momento en que la nostalgia
termina y lo terrible empieza, porque no se puede negar lo que hemos olvidado.
El padre y la madre enamorados, viviendo los albores de la “globalización”,
como le llaman: Ya no conviene esa conejería, ya sólo hay la virtud de la
calma, de la tranquilidad para un hombre que era campesino, pero que terminó
comprando, de pesito en pesito, dólares, monedas ganadas con el sudor de su
intelecto, en las mañanas de queso en las que se decía: “A chingarle”, y
limpiaba un carrito, y luego un localito, junto a un mercado, con el que lo
apoyó el ranchero aquél que le salvó la vida una y otra vez, pues si los
hombres fueran todos como él, no existiría este país y la historia de Cosme
Jacinto sería irrelevante y fugaz, hasta para su propia hija. Control de
natalidad fue aquello que el gobierno le pudo dar pensando que siempre sería
pobre, que siempre sería su hijo.
“Mi padre era campesino”, pero ahora
es una mujer en cuerpo y alma, y con una voz, y esa voz deshace el mutismo en
el sentido biológico, pero no dice nada culturalmente; ¿qué es ser campesino?
Un olvido y un secreto: El campo mexicano ahora va a todo dar, pero los ciudadanos que a él no
pertenecen no lo saben, por eso ven y leen sobre campesinos a los que
consideran héroes en fantasías llenas de lágrimas y, a veces, felices. Porque ser es ser más que el nombre de la cosa,
a menos que aparezca, un día, al amanecer quizá, un hombre o una mujer con la
existencia magullada, porque así es el mundo usualmente, hasta que caen
lágrimas más inciertas, sorpresivas, y dice el ser: “Este hombre que soy yo no
está aquí siempre, pero en ocasiones sí: Lo mío es eterno”.
Y ahí va Milagros; le pide a Luis el
libro de poemas, y lee: “vo-y-en-tre-ga-le-rí-as-de-so-ni-dos,
flu-yo-en-tre-las-pre-sen-cias-re-so-nan-tes”, cansándose, equivocándose.
Siempre hay que volver a nacer. Y pasará un mes y podrá decir: “voy entre
galerías de sonidos, fluyo entre las presencias resonantes”, y se dará cuenta
que Octavio Paz no le gusta tanto, que extraña a Roberto, que Luis se la robó,
la trepó al caballo, se la llevó, todita ella, como una patria.
Y pelará una mandarina que comprara
en el mercado por docena, donde las habrá bajo una veladora encendida en un altar
a un santo alegre, abundante, hegemónico; la marchanta porta oro, la fruta está
fresca aún. Ella, Milagros, dice: “Hola, ¿qué tal?”, “Dígame, señito, ¿qué le
damos?”, “Una docena de mandarinas”, “¿De mandarinas?”, “Sí, por favor”. Y la
marchanta, dentro de una limpieza casi insoportable, tomará una brillante bolsa
de plástico transparente, arrancada de un rollo obsesivo de ellas, de esas
bolsas, y meterá doce mandarinas, y las pesará e ingresará en la báscula
electrónica el código de la mandarina y sabrá cuánto cobrar por ese fruto suyo.
La mandarina que es el mundo que nos
atropellaba se torna un mundo que exalta al ser humano que comprende la
complejidad de los placeres simples. El placer complicado de la sencillez de
hablar esperará unas horas a que Luis llegue de trabajar: Es gerente de un call-center transnacional donde comenzó
desde abajo como agente de ventas. Llegará cargando su soledad, esa soledad que
pertenece al mexicano y al ser humano y a Dios y al universo, todo es un
hombre, todo está atravesado. Y hay versos que no nos contienen.
Y la besará y le hará el amor hasta
que uno de los dos quede dormido. Ella emite gemidos; en ocasiones, son
espantosos, atonales, pero cada vez Milagros les va dando forma a esos ruidos,
no quiere avergonzarse nunca de nada. Esas son las palabras de la soledad.
Su voz, ella siente, la ha hecho una
esclava. “Ojalá México nunca hable, ojalá nunca se esclavice”, se dice. Callar,
a diferencia de lo que escribió Paz, no es esconderse, sino hacerse responsable
de los límites de nuestras realidades falsas, hasta destruirlas con nuestras
presencias, sin importar cuán solos estemos. Podemos vencer el pasado si un día
hallamos en él a un enemigo, pero se puede conservar si es un aliado, sin
importar las palabras que han forjado un destino, porque ¿quién quiere un
destino? Las palabras son para liberarnos, no para condenarnos, pues, a fin de
cuentas, hay que actuar algún día de estos nuestras propias comedias.
Y luego, hablar agotada de hablar,
estar pensando ya mucho, no poder levantar el libro de Villaurrutia para
morirse de una vez, porque VIllaurrutia quiere morirse pero en serio. ¿Dónde
está, dónde está Gorostiza? Pues siente que, tanto Xavier (Villaurrutia) como
José (Gorostiza), eran conflicto para Paz, como lo fue, en verdad, en su
momento aunque todavía, todo mundo. ¿Quién cubría a quién, Azcárraga a él, o él
al Tigre? Mundo mágico, sí señor. Un yatecito, Nueva York, mientras Abigael
Bohórquez se muere de hambre, mientras todos están muertos ya, nomás porque
unos chavos fuman mota en Teotihuacán, nomás porque con Paz no hay que hablar
de jeringas ni travestis como con Monsiváis. Ese mundo que suda plomo, que
gobierna la Virgencita, Sol de pan, abre la boca y sale Satán, ¡pa´ juera,
cabrón chamuco este! ¡Qué pinche Judas ni qué ocho cuartos! Pero los cerdos se
arrojan por el acantilado, private
fucking property; son apedreados los apóstoles de Dios, desde san Pedro
hasta el cardenal Posadas y, en teoría, Clouthier; ya de Ruiz Massieu no
conocemos credo ni religión. Pero decíamos… El índice del librito de Monsiváis
es en sí una obra de arte. Ésta una abstracción de gente que sabe; ¿a dónde va
el amor si nomás hay puros gatos y homosexuales? ¿Qué va a heredar México? ¿Un
laberinto para todos? Máscaras de agua y pendejadas así, mientras que Monsi es
un mar de algarabía y una discusionsaza con Paz, quien dice saberle más al
escribir, rehuyendo la invitación a articulear en una revista comunista, el
güey lo sacó: avisó que interés para hacerlo no había ya ninguno, después que
le dijeron que era un pendejo.
Pero vamos, ¡vamos! ¿Sabines? No.
Roberto detesta a Sabines. Roberto lee a Homero Aridjis. Roberto, ríe Milagros,
siempre desconfió de todo poeta mexicano que no conocía a fondo, porque
Roberto, hasta el tuétano, desafiaba a cualquier mexicano, poeta o sirvienta,
que viera con agrado a Paz, porque ese agrado, cuando se trata de hombres como
don Octavio, se torna admiración y compraventa del alma. ¡¿Por qué la
literatura mexicana no es Federico Gamboa, Juan Rulfo y, sí, Monsiváis?! ¡¿Por
qué tenemos que estar atravesados por palabras violadas?! ¿”La mexicanidad es
una manera de no ser nosotros mismos” no es un enunciado, Milagros, dentro de
tu ejemplar de “El laberinto de la soledad”? Se planta un cabrón y te lo dice,
en tu cara; te escupe, te araña, pero tú prosigues: “Me da miedo enfrentar sus
palabras, son muchas y muy bonitas”.
“Mi padre era campesino”.
El padre de Luis era un hombre de
letras, un asesino. A todos nos llega el momento, como a Paz, como al padre de
Luis, de defender a los tlaxcaltecas cuatro siglos después del peor abuso que
es la ley de la guerra, ley, en estos casos, sagrada: es ley de Dioses. Los
mayas devoraban o torturaban (cuál depende del significado que se le dé a la
palabra kuxajo en la leyenda de los
dos Yuknoom) a sus adversarios también, pero nadie los odia, no, eran seres
superiores, sí señor. Pero al azteca, no señor, no se le permite arrancar un
corazón al trémulo seno de una persona que verá dicho músculo palpitando aún y
sangrando tapando el Sol en la mano de un cabrón sagrado. ¿No hay sensibilidad
en ello? ¿No hay Dios, no hay derrota, no es bello? Híjole, yo creo que eso depende
de muchas cosas… Porque la carne se hizo palabra y ésta palabra disgustó al
paladar del jaguar en la selva dentro… Si Octavio Paz justificó en momento
alguno la guerra, señores, por mi chingada madre que lo mato. Lo pongo frente a
Villa, se lo mando, a Zapata se lo mando, a cualquiera armado. En un país sin
ley, disperso, a cualquier perfumado le aviento, a cualquier pinche naco le
compro un chemo… “¡Cállate ya, Roberto!”.
Y alguna vez con Luis golpeó la ola,
tras otra ola, enfrente de otra, la ola, la arena y se desparramó su espuma de
alga y sal, oh mar que has sido llamado campo. “Mi padre era campesino”.
4
Se despidió de los besos ácidos de
Luis como cuando no hablaba. Hablando le dijo casi como un saludo lo que estaba
ocurriendo: Llevaba años, ¡desde la cirugía!, pensando mal de él, hablando
mentiras al calor artificial de la cama donde cogía como puta, esto es, no con
fogosidad sino que Luis la penetraba viendo el televisor y ella era penetrada
leyendo poesía. ¿Por qué la mujer en México es relegada al amor? Ese amor tan
franco que no está en los hombres, con su excepción. Ese amor que comienza en
la soledad, que enverdece cuando las flores se marchitan groseras, cómplices de
la más hermosa y, oh, so satisfactoria muerte. El piano chilla, la Luna aúlla,
el perro viene a buscar su alimento, y la muchacha se medica como alivio.
¿Acaso no hay misericordia?
Se enfrascaron una noche, Luis y
ella, en la discusión sobre la eternidad del mar, en que si existe o no existe.
Luego, en la eternidad del cielo; en la eternidad, punto medio, de la lluvia. Y
Luis habló del fuego, y Milagros habló del Calendario del Sol, cuando Paz
escribió sobre su finitud. “¿Ya no estás conmigo, Milagros? ¿Ya no estás en
Paz?”, “Dios me libre”, contestó ella, y él casi la abofeteó. Las únicas dos
personas en interesarse en ello, pues Roberto había muerto, estaban en esa mesa
pero en desacuerdo, como el Diablo y Dios. La empatía no era tal, se jugaba el
todo por el todo; el sexo, la trascendencia, el ego, ahí listos para la mutilación
inicial, para el asco del ser moderno, para la golpiza verbal. Milagros debió
decirle: “Bueno, ¿y tú cuándo supiste mejor que yo quién o qué fue Octavio
Paz?” Y Luis le dijo, fuerte y claro, lo que ella ya sabía: “Mi padre lo
conoció en una fiesta en la playa privada del fundador de El Economista. Iba
con Elena Garro”. Sí, alguna vez fue de una mujer, y ella fue de él, ¿por qué
negarlo? ¡Shakespeare por todas partes, sí señor! Ese pecho de éxito bañado de
arena y sol, de gramática perfecta, y sus genitales en un chulísimo bañador
cubiertos, casi duros, aunque olvidadizos. Eso es la educación en México. Ese
es ahora nuestro dios.
Luis intenta algo hirviente: “¿Por
qué te tragó Paz así? ¿Por qué no leíste a alguien más? A García Márquez o yo
qué sé”. Sí, ella había sido engullida por esas cascadas de poesía y sacrificio
desde joven, por eso baja la mirada, “Luis, no seas así”, pero no lo dice,
porque es ella la que se oye hablando, diciendo que está harta, que no lo ama,
que quisiera estar en otro lugar, un lugar algo ausente, una roca callada, en
una playa pública, con un libro de Gabriela Mistral, para crecer después dentro
del “Neptuno Alegórico” de sor Juana Inés de la Cruz, congratulándose por nunca
haber leído “Las trampas de la fe”, de ese demonio, de ese pinche Paz.
“Pues escápate”, le dice Luis.
“Escápate y mátate”, le dice Luis. Luis le dice muchas cosas dignas de la peor
bajeza. Cosas cobardes. “Tú y yo crecimos con el PRI. Tu padre se enriqueció
con el PRI. Campesina tu chingada madre, porque tu padre era un hombre de
negocios”, “Ya es suficiente, Luis”, “No. Tú has dicho suficiente, que no me
amas, que me has mentido”, “Ya estamos viejos para esto, Luis. Ya se acabó la
Historia. Ya no existe la política”, “¡Cállate! ¡La política eres tú, y sigues viva!”,
“Bueno fuera, Luis, seguir viva la política, esos viejos cabrones, esos
diablitos de luz, ese circo para drogadictos de Jacobo Zabludovsky; ¡Dios
bendiga a ese hombre que me vio crecer! ¡Ese hombre que me dio una educación
comprobable, a pesar de mi mutismo! ¡A pesar de mi mutismo soy abogada! ¡A
pesar de mi mutismo, un hombre me amó!”. Y el llanto, el mismo llanto del que
se dice lo que dice aquella canción que dice: “Ya no llores más, ya no llores
más, porque si lloras me muero”.
De la nada, un rayo seguido de su
trueno, y gotas pesadas cayendo infinitas en un techo universal, gotas que son
inmortales en relación al mundo.
Ya todo es el futuro, bien dicho
está que no existe más la Historia, por radicalmente poética que sea esa
afirmación absolutista. En medio de esa no-Historia, bajo esa no-política, abre
Milagros el paraguas gris. Por esos hombres, por esos hombres y mujeres
encerrados, castigados hasta en el idioma, Milagros busca su caracol sagrado,
bélico, absurdo, para guarecerse en esa noche, en esa noche tras un ocaso. El
país c´est une merde, por decirlo así
(“el país es una mierda”).
Signos que se desnudan, penetrados
por la psique, se voltean y a la psique penetran también, fascinados todos,
pueblos uno, siempre éste en un México bandido, sin respeto por su manantial de
asombros, por ello una tierra parca, después un sinfín de llagas, ahora el
lugar del miedo.
Vestida con gusto de parisina, sube
al coche que la llevará a un hotel oscuro que a ella le encanta, que no es la
gran cosa, donde hay mandarinas y existe el silencio.
FIN
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