EL LUGAR DEL MUNDO (Cuento)

 

EL LUGAR DEL MUNDO

 

 

En esta noche hermosa comienzo a relatar la historia de lo ocurrido a diez minutos de aquí caminando. No sé yo si será una historia que provoque esto o aquello, pues ignoro lo que puede ser la historia de estas verdades en específico. Escondo, como una rata, el nombre de la ciudad donde estos hechos ocurrieron, pero menciono, como un héroe, el nombre de México, porque estamos hechos de ese heroísmo que nos infla el pecho, y es natural que rehuyamos a decir: ¡Soy yo!, como si México sólo fuera Tepito y Ciudad Juárez. Sólo diré que de Tijuana al lugar del que hablaré no son diez minutos caminando. Al mismo tiempo, reitero que existe la posibilidad de que esta historia no sea otra cosa que pura y sana diversión, y si resulta, en cambio, una pesadilla, sólo será por el peso que todas las cosas relatadas tienen. Hay cosas pesadas que no se mueven, y aquí estoy yo cargándolas.

            Sea lo que sea, me dispongo a entender o comprender ciertos actos humanos, empresa que, espero, no sea sólo una quimera, para saber más de mí mismo y poder ser útil al gato de mi vecino o al perro de mi patrón… o, quizá, a otro ser humano, mas eso es, más bien, lo que resulte competente al lector, si es que, por tercera vez lo digo, la historia tiene moraleja o instructivo para una acción social. Amén.

 

I

Fue una pena para Sergio salir de la plaza usando los tenis que acababa de comprar en tres mil pesos, completamente blancos, y pisar una descarga entera de excremento. “¡Pinche gente, pinches nacos!”, se dijo furibundo y con razón: Señoras y señores, hay que limpiar los restos de sus perros. Sergio se sentó en la escalera de la plaza y se los quitó. Sacó los previos tenis de la caja y de la bolsa del par que le acababan de vender, donde los tenía por querer conservarlos para hacer ejercicio o alguna faena que el neurótico de su padre, Tesorero Municipal, le ponía a hacer seguido, especialmente cuando lo sorprendía oliendo a alcohol y totalmente crudo. Se puso el viejo par, aunque no viejo en absoluto, entonces, y, sin tiempo para comprar otra vez los tenis que acababa de pagar, pues tenía que verse con su novia, María Fernanda, se levantó y metió los nuevos tenis en la bolsa de plástico. Como buen hijo de político, no podía hacer las cosas así por así, como si la gente supiera quién es, aunque, tal vez, lo supieren, y se subió al coche sujetando la bolsa que no tiró en el diminuto cesto plástico de basura frente a la plaza.

            No tardó en llegar a un semáforo enfrente de un puente de concreto gris de seis u ocho carriles. Arti, cuyo nombre Sergio nunca llegaría a saber, ¿y por qué iba a saberlo?, se acercó a limpiarle el parabrisas. Sergio lo dejó, sacó de su cartera veinte pesos y tomó la bolsa.

            -¿Los quieres? Son nuevos pero están sucios. Los puedes limpiar.

            Arti tomó la bolsa, pues, en realidad, no había entendido bien qué le estaba diciendo Sergio, estando bajo el efecto del pegamento que inhala junto a Rafa, otro limpiador de parabrisas, bajo el puente donde todo el grupo de los Lanudos se recrea y come.

            Sergio arrancó, viendo el verde, y se fue pensando en los tenis: “Por algo no me compré los otros…”. Los otros eran un par de tenis de cinco mil pesos.

 

II

Bicicleta y Sarita estaban sentados bajo la sombra del puente. Él es el líder de los Lanudos y Sarita es su novia, que, en esos momentos, lo estaba masturbando disimuladamente. Su novio eyaculó y ella sacó la mano y limpió el semen en su pantalón, tan manchado de tierra, grasa y comida, que no se notaría en absoluto una mancha más, una mancha de esperma.

            Arti llegó y saludó. Su playera y sus pantalones agujerados de siempre estaban ahora rematados por los tenis nuevos que lavó con agua y un cepillo que guardaba para cualquier eventualidad o chamba.

            -Mira, Bicicleta, mis tenis nuevos.

            -¿De dónde los sacaste; güey?

            -Me los regaló un chavo. Estaban llenos de caca y los lavé.

            -Están nuevecitos… Pero pu´s ni te quedan, Artimaña, ¿no los quieres cambiar por unas piedras, güey?

            -Pu´s, ¿quién sabe? Chance y sí.

            -No mames, Bicicleta, déjalo que se los quede, güey –dijo Sarita.

            -Pero ¿para qué quiere unos tenis tan chidos? Se los van a bajar, y la gente no puede ver a uno con algún lujo colgando, porque no te suelta feria.

            -¡Qué feria ni qué la chingada! Así está más presentable con los coches, le va a ayudar.

            -Uy, sí, cómo no. Van a pensar que se chingó a alguien, y más con la cara de monero que trae… No, Arti, pásamelos y traigo unas piedras. ¿Hace cuánto que no te chingas unas piedras? Tanto resistol te va a joder la maceta.

            -Bueno, pero ¿cuántas piedras nos van a dar, Bicicleta?

            -Pu´s las que nos den, ni modo de hacerla de pedo, ¿pa´qué?... ¿Hay latas?

            -Yo creo que sí… Aquí hay una, ´ira.

            Donde estaban los rodeaba toda clase de basura que ellos mismos producían. Envases, platos, bolsas, pañales, que recogían a medias al final del día.

            -Sobres, pues. Pásame los tenis. ¿Dónde dejaste los otros?

            -Se los pasé al Botes, Bicicleta.

            -¿Al Botes? ¡Si ni le quedan, güey!

            -No, pero pu´s para que los cambiara.

            -¿Los cambiara de qué, güey?

            -Pu´s no sé, al Palos o al Kiko.

            -No mames, pinche Arti, no digas pendejadas.

            -¿Pu´s qué? Yo pensé que me iba a quedar con estos pinches tenis.

            -Pu´s siéntate y dámelos y espérate aquí. Ya con unas piedras encima vemos qué pedo.

            -¿Vas a tardar, Bicicleta?

            -Como una hora.

            -¡Chale! Y yo que quiero sacar más feria para armarme un bajón.

            -Ahorita se te quieta el hambre, güey, ya no la hagas de pedo, pinche güey.

            -Pero, entonces, ¿qué?

            -¡Pu´s no hagas mamadas! ¿Por qué regalaste tus zapatos?

            La discusión continuó hasta que Sarita se enojó y sugirió ser ella quien fuera por las piedras, lo que a Bicicleta no le gustó. La discusión se hizo de tres.

            Luna llegó con su niño en el rebozo, a la espalda, y dijo: “¡Ora, tú, ¿de quién son esos tenis?”. Luna era indígena, como la Fresa, que vendía collares, pulseras, muñecas, monigotes, cigarros y chicles bajo el puente; hablaba la Luna otomí y la Fresa náhuatl.

            -¡Ya chinguen a su madre todos! ¡Si no les gusta, váyanse a la verga! –exclamó Bicicleta, le quitó los tenis a Arti y se fue a conseguir las piedras.

 

III

El Botes estaba a punto de entrar en la pubertad, lo que desconcertaba al doctor Cervantes, porque, mientras Botes veía en él a un padre, el doctor siente ya la necesidad de tomar un niño más joven como amante.

            Su Mercedes negro se detuvo bajo el puente. Bicicleta se acercó junto con el Botes. El doctor Cervantes bajó la ventanilla y le entregó veinte mil pesos al líder de los Lanudos.

            -Ahí va lo del comandante Gómez. No se lo gasten en otra cosa, Bicicleta, por favor.

            -¡Híjole, gracias, doctorcito! Ya nos estaba preguntando el comandante qué show.

            -Pues ahí está, la cuota del digno servidor.

            -¡Pu´s ya está!… ¿Se lleva al Botes?

            El doctor Cervantes dudó, pero asintió.

            -Sí, que se meta, rápido, que no nos vean.

            Ese “que no nos vean” tenía tres años de antigüedad, que era el tiempo de la relación entre los Lanudos y el doctor Cervantes, cardiólogo egresado de la UNAM que atendía y medicaba al grupo sin cargo alguno. Todo comenzó cuando pasó por ahí una noche, vio al Botes solo, pobre y tan niño que abrió la puerta y le dijo que le invitaba unos tacos…

            Aquélla vez, el Botes miraba de soslayo cómo el buen doctor se presionaba el sexo en el carro, hasta llegar a su casa. Le preparó una arrachera a Botes y le sirvió en la cocina. Le quitó su playerita sucia y perforada, y sobó su espaldita morena, manchada como la cara, mientras el pequeño se comía la carne. El doctor Cervantes se desnudó por completo y le dijo al Botes que hiciera lo mismo. El Botes le hizo caso y se quitó sus pantalones desgarrados y sus calzoncitos sucios. El doctor hizo lo que quería hacer desde que tenía veinte años, ahora que tenía más de cincuenta y el pelo y el bigote canos.

            Lo regresó a donde lo había hallado: debajo del puente. Ahí estaba Bicicleta, llorando por pensar al niño, su responsabilidad, perdido.

            -Lo llevé por unos tacos –le dijo el doctor.

            -Ah, pues muchas gracias –contestó Bicicleta, reprimiendo su furia, porque no era un muchacho estúpido.

            El doctor Cervantes le dijo que no se fuera y le extendió dos mil pesos, quedando inaugurada la relación. Bicicleta le preguntó:

            -¿Y qué es lo que piensa hacer luego?

            -No te entiendo.

            -¿No nos quiere ayudar, como ayudó al Botes?

            -Pues puedo llevarme al Botes a comer tacos una vez a la semana, y pasarte una ayuda.

            -Aquí siempre estamos.

            Poco a poco, el doctor Cervantes fue involucrándose más y más con los Lanudos, hasta ser una especie de abuelo para ellos, que empezaron a prostituirse también, con ayuda, nada más y nada menos, de la Policía Municipal, en concreto, del comandante Gómez, que les pedía tres mil al mes para dejarlos trabajar el semáforo, pero diez mil para trabajar sus esquinas.

            Pero el Botes era exclusivo del doctor Cervantes.

            Llegaron a casa del médico y éste empezó a preparar algo de comer. El Botes estaba hablando de su día, de los tenis de Arti, de otras cosas. El doctor Cervantes, sin embargo, no le ponía mucha atención, embebido en sus propios y lacerantes pensamientos: Habíase aburrido del Botes. La primera vez que estuvo con él, la emoción de la carnalidad ilícita, el abuso cometido, la noche, la miseria, la inocencia; todo ello, no regresaría nunca más en la forma de ese chico que ya no podía siquiera excitarlo. Hablaría con Bicicleta y le pediría encontrarle un nuevo compañero, aún inocente y asustadizo, hambriento y sucio, con lombrices en el estómago que pudiera cagar enfrente de él a mitad de la sala.

 

IV

Rafa sentía secretos impulsos, sueños, deseos de penetrar a Bicicleta o de penetrar a Sarita al mismo tiempo que él, friccionándose los miembros, saturando la vagina de la deliciosa Sarita, la vagina por la cual había salido Tizoc hacía ya cuatro años. Fantaseaba Rafa con penetrar junto a Bicicleta, los dos, a Sarita frente a Tizoc, que quizá estaría desnudo.

            La bisexualidad de Bicicleta sacudía a Rafa. Lo había visto inclinado sobre la ventanilla de algún coche o camioneta, sobándose el vientre definido, con los calzones mostrándose, riendo, coqueto, persuasivo, sexual.

            ¡Sí! ¡Quería penetrarlo, pero, ay, también que lo penetrara él a él!

            Arti lo separó de sus pensamientos:

            -¿Qué tranza, Rafa? ¿No vas a chambear hoy?

            -Nel, estoy muy cansado.

            -¡Chale! Pu´s como quieras, güey, pero no me andes pidiendo de mi mona, culero.

            -¡Chingao…! –dijo Rafa, y se levantó del suelo y sin preguntar cubrió medio parabrisas de jabón.

            ¿Qué calmaría sus impulsos? ¿Decírselo a Bicicleta? ¿Meterse de puto como él y como el Bobo? El Bobo tenía once años y ahí estaba: chupando vergas de desconocidos y enseñando el culito a pervertidos, en una de esas y hasta se la metían, quién sabe.

            El rojo le produjo una ganancia de diez pesos. A unos metros, ahí estaba, bajo la sombra monstruosa del puente, Bicicleta metiéndole la lengua a Sarita por el hocico, mientras el Tizoc caminaba de un lado a otro como pendejo, buscando a doña Silvia, la anciana limosnera que lo cuidaba todo el día y que, a veces, lo ponía también a limosnear.

 

V

El Kiko y el Palos llegaron debajo del puente en patineta. También se prostituían, como casi todos los Lanudos. Ellos dos compartían novia, la Lore, experta creatura en mamadas y sexo anal. Los tres siempre cargaban dinero, a diferencia de Bicicleta y Sarita, quienes, aunque también taloneban, fumaban piedra al despertar, y dormían tras fumar piedra, y piedra y piedra y piedra y más piedra hasta para el Tizoc. Podían quedarse sin comer por gastar tanto en droga. Vivían la misma vida que antes de la llegada del doctor Cervantes, pero ahora, la única diferencia, miraban el cielo completamente azul mientras sudaban sexo y cocaína, pero el hambre igual, mas el hambre no es en sí falta, sino virtud. Por eso el Rabias se acercaba de vez en cuando a Bicicleta y le decía, muy serio:

            -¿Ya?

            -No –contestaba Bicicleta.

            “No” era respuesta a la pregunta “¿Ya estás dispuesto a que los Lanudos vendan droga, para que nunca te falte nada?”. Y decía que no por muchísimas razones, la de mayor peso era el doctor Cervantes, que en drogas no se quería meter, lo mismo el comandante Gómez, y así también el propio Bicicleta.

            -Tenemos todo, Rabias, ¿para qué cajetearla, güey?

            -No es cajetearla, Bicicleta, es armarla más en corto. Pero pues, tú sabes, güey, ¡cámara!

            -Sobres…

            Se despedían. Sarita miraba desde lejos siempre, preguntándose si, finalmente, el pendejo de su novio aceptaba lo que le daría a todos, incluyendo al Tizoc, un empujón en el viaje socioeconómico que es la vida. Sabía que Bicicleta no veía la vida así, pero, tal vez, quién sabe, un día dijera al Rabias, quien, además, era guapísimo, que sí, que sí se armaba eso de vender monas, mota, coca, piedra, tachas y demás.

            -¿Qué tranza, Bicicleta? –dijo el Kiko.

            -Nariz, nariz, aquí jalando la carreta, güey.

            -Chingón, chingón… ¿Hoy hay jale?

            -Simón, ya sabes, es sabaduki, puro vato prendido.

            El Palos dijo:

            -¿Y cuándo las perritas?

            -Cuando se emancipen las pinches perras…

            -Uy, sí, ya mero -dijo Sarita.

            -¿Qué? –preguntó Bicicleta.

            -¿Qué harías con una vieja? –preguntó Sarita en mala onda.

            -¿Pues qué te hago a ti, morrita?

            -Lo de siempre.

            -Órale, pinche Bicicleta, no la dejes que no quiera –dijo riendo el Kiko.

            -Sí quiere, nomás que no le gusta a la güey –contestó Bicicleta.

            Sarita se levantó y se fue hacia donde estaba doña Silvia con Tizoc.

            -¿Andan peleados, güey? –preguntó el Palos.

            -Pu´s, peleados no, güey, pero ya ves, cómo se pone, pinche morra… Pero pu´s, sí jálense hoy, a ver si trae el comandante a sus compas; aquí seguro algo sale.

            La Fresa se acercó con su cajón de mercancía…

            -¿Qué onda, Fresita? –le dijo el Kiko.

            -¿Qué onda de qué, güey?

            -¡Órale, pinche Fresa, no te pongas así, nomás te estoy conversando!

            -Pu´s le voy a decir a la Lore.

            -¡Ah, chale, chale! ¿A poco crees que nos trae bien cortos?

            -Pu´s yo creo que sí, porque están bien pendejos.

            -Pendeja tú, Fresa, que no le entras a la movida.

            -¡Ni que fuera chocolatera, tú!

            -Pu´s chiclera sí.

            -Ya no mames, pinche Kiko –dijo Bicicleta.

            Bicicleta sabía de la Fresa lo que los demás no. Su padre abusaba de ella, y ella escapó hasta venir a dar aquí. No vendía en los semáforos, pero pagaba cuota a Bicicleta. Sin embargo, no todo de ella escapó: la Fresa tenía hermanita y hermanito aún allá, con el padre, y ella no podía dormir en las noches por pensar lo peor, porque lo peor, cuando es lo probable, es un temor inextirpable en la conciencia: Dar la vida o dar la muerte, pero descansar. La Fresa no descansaba, mas últimamente se había formado en ella la idea de que, si se prostituía, sanaría el dolor que le provocaba saber lo peor, la certeza del sufrimiento ajeno, el imaginar a su hermana y a su hermano en las garras del miedo más feroz, de lo que nunca sería vengado, del olvido de Dios.

            -¡Fresa!

            -¡¿Qué quieres, güey?!

            -Pu´s que me digas.

            -¡¿Qué, cabrón?!

            -Que si, si le entras, me dejarías pagarte para darte por ese culito de princesa azteca que tienes, mamacita.

            -Ya, Kiko, mejor vete a dar un rol, nos vemos en la noche, güey –concluyó Bicicleta.

            El Kiko y el Palos se subieron a la patineta y, lanzándole besos a la Fresa, se fueron de ahí.

            -Pinches pendejos… -murmuró la Fresa.

            Bicicleta, sonriendo, le preguntó:

            -¿Y si te los pagara yo?

            La Fresa se abochornó y no dijo nada. Pasó un coche que se detuvo a comprarle tres cigarros, mientras Bicicleta, incitado por la piedra y por las palabras de Kiko, imaginaba la desnudez india de su protegida, y la amó, por segundos, acaso minutos, pero la amó. Cuando regresó ella a sentarse junto a su cajón de mercancía, Bicicleta subió un poco su playera y bajó apenas unos centímetros sus calzones, pudiendo la Fresa ver su vello púbico.

            -Sarita se enojaría –dijo ella.

            -Pero tú no, Fresita, y eso es lo que me importa.

 

VI

El doctor Cervantes habló con Bicicleta, en lo pleno de la noche le dijo qué lo contrariaba.

            -Botes ve en usted a un padre, doctor, no sé cómo lo va a tomar, pero las órdenes las da usted. Botes puede empezar a talonear, recordándolo a usted…

            -No tengo que dejar de verlo, puedo ser su padre, quiero ser su padre. Verás, Bicicleta, tuve una esposa alguna vez, pero se divorció de mí por no consumar el matrimonio por tres años.

            Lo que era peor es que la mujer notaba la agitación del doctor Cervantes cuando un niño se le acercaba. Además, en ese entonces, el doctor Cervantes tomaba aún; era alcohólico que dejó de tomar por su cuenta y con ayuda de Alcohólicos Anónimos, pues el efecto del alcohol en él era terrorífico, al grado de haber golpeado a su mujer una vez y de maltratar al perro que tenían de mascota, mas lo peor eran las visiones delirantes que le daban: arañas gigantes, puentes al infierno, cuerpos mutilados, etcétera. Ya divorciado dejó de beber, y cambió su adicción por los desoladores placeres de la admisión pedófila.

            -Nunca tuve hijos, aunque los quise, pero mi impotencia y el alcohol lo impidieron.

            El doctor Cervantes se fue. Otros carros se acercaron; Bicicleta se preparó para acercarse a ellos y preguntar qué buscaban, si su culo, si su verga, si su novia, si sus amigos adolescentes, y a qué precio, cuando se acercó a él el comandante Gómez vestido de paisano.

            -Bicicleta…

            -¡Comandante! ¿Qué lo trae por aquí? A sus órdenes…

            -Primero lo primero, Bicicleta.

            -Dígame…

            -Sé que el Rabias sigue ofreciéndote vender narcóticos aquí.

            -Sigo diciéndole que no, comandante.

            -Haces bien. Con toda confianza, Bicicleta, voy a decirte porqué aquí no se van a vender narcóticos.

            -¿Por qué, comandante?

            -Porque se venden en el barrio donde los compras, y no quieren los de arriba que cambie el punto de venta. Se quieren expandir, sí, y en todo momento, pero no aquí. Obstruiría otros negocios, y está muy cerca de los normaloides. Este lugar es para lavar parabrisas y vender el culo, nada más. Además, hay que darle lugar al doctor Cervantes. Él no quiere meterse en los narcóticos y eso se debe respetar, por un lado, por otro lado hace bien. Si tú te metieras, Bicicleta, en esos jales, te darías pronto cuenta que has perdido todo lo que en tantos años te ha llevado tener. Consume todo lo que quieras, pero no vendas esa mierda aquí, por tu bien y el de tu grupo.

            -Ya lo he pensado así, comandante, y así va a ser.

            -Y cuídate de ese Rabioso. Está trabajando para nuestros enemigos jurados, pero está tan pendejo que no lo sabe. Y si lo supiera… pobrectio.

            -Está bien, comandante, de acuerdo con todo.

            -Bien…

            Quedaron ambos en silencio.

            -Traigo unos compas…

            -Nomás el Palos se ha ido, aunque no tarda.

            -¿Y el Kiko?

            -Aquí está…

            -Ah, sí, ya lo vi. Pues háblale. Cuando llegue el Palos me avisas.

            -Sí, cómo no, comandante, aquí a usted se le trata bien, ya lo sabe.

            El carro del comandante, como siempre, estaba vacío. Solo es como tenía encuentros con el Kiko y con el Palos, mientras debajo del puente se fumaba piedra y marihuana, bebiéndose cerveza.

            Alguien levantó a Bicicleta. Ese alguien era Sergio, el joven que regaló los tenis blancos cubiertos de excremento a Arti.

            Era guapo y Bicicleta, excitadísimo, lo empezó a masturbar. Como buen católico, eyaculó rápido, y le pidió a Bicicleta que se bajara del auto; le pagó el servicio más el taxi. Bicicleta se sintió afortunado, y se dirigió caminando al barrio, donde compró piedra. En el camino de regreso, ya que había fumado en la casa de su proveedor, su mente estimulada malignamente, resolvió el problema del doctor Cervantes: Le iba a prestar a Tizoc.

 

VII

Sergio es un hombre joven, de veintisiete años, con un gran secreto: se siente completamente atraídos hacia los hombres. Se odia a sí mismo por ello. Sólo una vez engañó a su novia, María Fernanda, y fue con un hombre, un amigo suyo que lo inició en la cocaína y que aprovecharía una noche de droga para besarlo y hacerle sexo oral. Dejaron de verse, por supuesto.

            Manejaba rumbo a casa del Peque, un amigo, a entregarle la parte de coca que le pidió. Sabe que ahí está Vanesa, ex novia suya, de Sergio, y no sabe qué le depara. María Fernanda está de viaje.

            Peque decidió ir a un motel a consumir la cocaína, que era bastante. Eran un grupo de cuatro: Sergio, Vanesa, Peque y Pau, su novia.

            En el motel, Peque y Pau no tardaron en mandar a Sergio y Vanesa a la cochera. Éstos sacaron algo de coca, un pomo de ron y dos vasos, sin refresco: ya no había.

            Se pusieron a beber.

            -Dos años con María Fernanda…

            -Sí, –respondió Sergio, dando un traguito encendido al picante ron dulce añejo- dos años ya.

            -¿Y haces con ella lo que hacías conmigo?

            -Lo mejor sería cambiar de tema, Vanesa.

            -Estás en un motel, metiéndote cocaína, chupando ron derecho con tu ex, con tu mejor amigo cogiéndose a su vieja, ¿y quieres hablar de nuestras mascotas?

            -Sólo estoy diciendo que no quiero faltarle el respeto a María Fernanda.

            Vanesa le metió la mano en los pantalones a Sergio, quien la retiró rápidamente. Vanesa abrió los ojos sorprendida:

            -¡Tienes la verga empapada! ¿De dónde vienes, jovencito?

            -De ningún lado…

            Vanesa se lamió los dedos. Empezaron a escucharse gemidos desde el cuarto. Vanesa se levantó y se acercó a una coladera, se bajó en cuclillas parte de sus jeans y empezó a orinar.

            -Hay algo en ti que es muy misterioso, un halo de incertidumbre en tus actos y en tus actitudes.

            Vanesa terminó de orinar y volvió a sentarse junto a Sergio; bebió un fuerte trago de ron.

            -¡Ah, el alcohol! Soy alcohólica, ¿tú?

            -Sabes que no.

            -¿Me extrañas?

            -Menos que tú a mí.

            -¿Estás enojado?

            -Sí.

            -¿Ese halo de misterio es un síntoma de homosexualidad o realmente estás considerando el pecado como cosa  grave?

            -Chinga tu madre, Vanesa –dijo Sergio, levantándose.

            -Puedes cogerme por el culo…

            -Nunca cambiarás…

            -Podemos poner reggaetón si quieres.

            Sergio apuró hasta el fondo su trago.

            -Acuérdate de que tú manejas, muchachón.

            -Sí, tal vez nos matemos todos.

            -Una vez cogí con el Peque, ¿sabías?

            -No, y no me interesa –dijo Sergio, pero sintió una punzada de dolor y celos.

            -Pau estaba ahí, jugamos, fornicamos, el Peque la pasó bien, y, hasta ahora, Dios no nos ha castigado.

            -Felicidades…

            -¿Quieres metérmela por detrás?

            -No, gracias, nuevamente.

            -Quieres metérsela al Peque, ¿verdad?

            -Te estás pasando, Vanesa.

            -No me engañas, Sergio, fui tu novia por más de un año. Quieres que el Peque te la meta a ti con sus calzones en tu boca, como un puerquito.

            -Si quieres que te agarre a cachetadas vas por buen camino.

            -Un hombre no le pega a una mujer, putito. ¿Escuchas esos ruidos? No sólo son de Pau, también son del Peque. No le está pegando, se la está cogiendo.

            -¿Y luego?

            -¡Que si fueras hombre estaríamos cogiendo, pinche maricón!

 

VIII

Las lágrimas de Sarita, montada en Bicicleta desnuda y penetrada, caían de los ojos a los senos caídos y tersos y expresivos e irregulares. Sus movimientos pélvicos definían la cadera sensual y ancha que aproximaba a Bicicleta a un orgasmo potente y viril, mientras lloraba como mujer el placer que sentía debajo de su empapado vientre. Sarita se llevó las manos a los pechos y los apretó, sujetada firmemente por su amante, y ambos alcanzaron el clímax fatídico de su carnal enlace, húmedos de sudor y salada espuma, casi líquidos sus cuerpos.

            Sarita, a un lado de Bicicleta, siguió llorando.

            -¿Y si nos pasamos, Bicicleta?

            -Nombre, ¿de qué te apuras? Si doña Silvia fue con ellos. Confía en ella y en el doctor. Tizoc ni se va a dar cuenta de nada, güey.

            -¿Pero pu´s qué le estará haciendo?

            -Ora sí que quién sabe, es asunto entre Tizoc y el doctor.

            -¿Y si lo lastima, güey?

            -¡Cuál! Pinche Tizoc, le entra a todo, ha de estar risa y risa el cabrón.

            Tizoc no estaba “risa y risa”, pero tampoco estaba llorando, sólo se sentía confundido por la propia desnudez y una erección temprana, acostado bocabajo en la sala del buen doctor Cervantes, que, frotando su pene entre ambas nalguitas, sucias y suaves, eyaculó sobre ellas. Doña Silvia, excitada también pero estoica, le preguntó al doctor si ya había terminado.

            -No, doña Silvia, déjeme recuperarme tantito para hacerle lo mismo pero enfrente. Que se coma los chocolates primero.

            Tizoc, muy serio, se levantó desnudo y corrió a abrazar a doña Silvia.

            -Pero déselos usted –dijo la anciana-. Vete con el doctor, Tizoc, pa´ que te dé tus dulcecitos.

            En el regazo, los dos desnudos, encuerados, Tizoc recibía un chocolate tras otro, manchándose la boca y las manos. En un inocente descuido, el doctor Cervantes lo acomodó de forma que pudo introducirle el glande en la boca, que chupó con gusto.

            -Dale de besos, de besos –le pidió temblando el cardiólogo, mientras sobaba el pequeño sexo de su nuevo amante, erecto otra vez.

            -¿Quieres ir al baño, Tizoc?

            El infante asintió.

            -Pues venta, vamos –dijo el doctor Cervantes, levantándolo del suelo.

            Y en algún lugar en la calle, bajo las estrellas que pronto desaparecerían, Rafa piensa masturbándose, precisamente, en Bicicleta, Sarita, Tizoc y, por avanzada ya la noche, en su amigo Rafa, en su abdomen que conocía, en la liga de sus calzones, en sus muecas drogadictas, en el pene que alguna vez ha visto, en el curioso destino controversial de todo hombre joven que no siempre se atreve a imaginar al mejor amigo, arquetipo de la heterosexualidad, con las piernas abiertas sobre un catre ruidoso e invasivo. Todos se le han unido a Rafa, su fantasía es una orgía, ahí está el Botes, Luna, la Fresa, el Kiko, el Palos y la Lore… Uy, la Lore, metiéndose los rabos de sus dos novios en el tierno cuerpo… ¡El semen salió disparado y palpitó aguerrido el miembro masturbado de un bisexual que ya no está reprimido! No se siente mal consigo mismo, y tardará muy poco en acercarse a Bicicleta y decirle: “Quiero trabajar en los que tú trabajas”, porque bien sabe Arti las pruebas que Bicicleta aplica a todo aquel del grupo que quiere hacer carrera, y se le antojan. No dejaría de lavar parabrisas, no, pero tendría dinero suficiente para cambiar las monas por marihuana y las chaquetas por chicas guapas a las que sorprende, en sus sueños, lamiendo el culo desprevenido de su amigo y compañero en la faena de limpiar a los coches los vidrios.

            Tizoc llega con bien a los brazos de su madre, que regresa con él a la cama del novio amante, donde lo desnuda para revisar su cuerpo libre de hematomas, y Bicicleta, como disimulando ante el niño, mete su sexo en el ano de la madre, que termina lamiéndole el culo a su hijo de cuatro años que llegó a sus brazos con dinero suficiente para comprar piedra por tres días seguidos.

            Comerán, dice Jesucristo, los que no han comido.

 

IX

El Kiko y el Palos, con la novia de ambos, la Lore, dan un espectáculo a tres caballeros que se besan y tocan ente ellos.

            Completamente desnudos, Lore en posición de perro, recibe en el culo fuertes embestidas del Kiko que ella intenta frenar con la mano, mientras el Palos le llena la boca de su pene.

            -Los dos por la panocha –dice uno de los caballeros.

            Ellos hacen caso, y saturan el sexo de su amada Lore, que gime de placer, que siempre pide que eyaculen dentro de ella, pero los caballeros quieren ver el esperma y observar con tranquilidad el par de vergas jóvenes, por lo que piden, ahora, al Kiko y al Palos que se coloquen boca arriba, mientras Lore los masturba, y uno de los caballeros la penetra, primero en el culo, después, con menor resistencia muscular, en la vagina. Llorando de placer, la chica le pide que, por favor, meta en sus genitales toda la mano, en ese surco delicado, colgante, empapado, peludo. Lore grita y, sin poder evitarlo, defeca en la cama, donde eyacula el siguiente caballero en acercarse. El tercero se aproxima para chupar el pene de los chicos y comenzar una larga sesión de sexo anal.

            Regresan los tres novios al cuarto que rentan en una vecindad, para dividirse los tres mil pesos que acaban de cobrar.

            El Kiko saca a colación el tema de la Fresa, mientras el Palos enrolla un cigarro de marihuana. Lore dice que hablará con ella, pues no había pensado en la posibilidad de tener esas tetas grandes y puntiagudas frotándose contra las suyas. El Kiko está obsesionado con penetrar analmente a la Fresa; le mordería las nalgas, se comería su mierda.

            El Kiko se desnuda, su juventud y el hecho de no meterse cocaína le permiten, después de lo que hizo toda la tarde, tener una erección. El Palos fuma del porro y se lo entrega a su novio, cuyo miembro mete a la boca. Lore se está desnudando también, se deja sólo un calzoncito rosa.

            En el televisor de cristal ponen videos porno, a bajo volumen por consideración de los vecinos, quienes, obviamente, saben qué pasa en el cuarto número ocho y viven una experiencia sexual al mismo tiempo. Todos se drogan en esa vecindad, donde hace ya varios meses, se vive una plena sexualidad.

            El video es de lesbianas, luego entra un hombre joven y una de ellas le da las nalgas que él penetra, lubricando el ano con ayuda de la otra chica, que chupa tanto el agujero como el miembro grueso y largo, con una cara de contenta que sólo puede hallarse en una mujer sana y cuerda, porque ¿qué es un poco de sexo? ¿Qué más se va a hacer de la vida si no una terrible cogida de deliciosas embestidas frente a un televisor donde una de las chicas enseña a la cámara la lengua que sostiene el semen que se va a tragar.

            Los tres novios se quedan dormidos, orgullosos unos de otros, pero siempre sintiendo, y esto es el sentido de la vida, que falta un poco más.

            ¡El calzoncito rosa en sí mismo tendría tantas historias que contar!

 

X

El Botes es un buen malabarista.

            Los rayos del Sol ya se clavan en el asfalto,  ni Bicicleta está ahí. Noche ocupada habrán tenido todos, como en todo sábado, como esta desolación de domingo, como toda esta poca gente que va a desayunar o viene de desayunar, ¿qué es un restaurante?

            Un choche rojo lo ve malabarear sin reparar en su talento, sino en su soledad.

            El Botes se acerca al coche, cuya ventanilla el conductor ha bajado, y se acerca más al ver un billete. Casi asomado se da cuenta de que el conductor tiene desabrochado el pantalón y muestra una erección mayor.

            -Oiga, ¿no me quiere llevar a desayunar? –dice el Botes.

            -Sí, súbete –contesta el conductor.

 

XI

Aparcó, no sin las luces intermitentes puestas, el Mercedes negro del doctor Cervantes bajo el puente de seis u ocho carriles. Bicicleta se acercó a la ventanilla que bajaba.

            -¿Qué tal, Bicicleta? Le traigo un regalito al Botes.

            -Híjole, doctor, estamos harto preocupados, ya hace casi una semana que no lo vemos al güey.

            -¿Cómo…?

            -Como lo oye, doctor.

            -¿Ya le dijiste al comandante?

            -Ya, doctor.

            -¿Qué te dijo?

            -Pu´s que van a armar un operativo clandestino. En las cámaras aparece un coche rojo que se lo llevó. Andan buscando la nave pero nomás no la hallan. Se fue por toda la avenida, sí, pero las cámaras ya no dieron para más. Las placas no son del estado. Dice el comandante que lo van a buscar como si fuera el gobernador, pero que también sepamos nosotros que sólo somos el comandante y la municipal, que tampoco hace milagros.

            -Entonces, ¿lo van a encontrar o no?

            -Pu´s que entre sí y entre que no. Pero pu´s el comandante quiere hablar con usted, de todos modos.

            -No faltaba más. No puedo creerlo…

            -¿Se lleva hoy al Tizoc?

            -Eh… Sí, sí, échamelo pa´cá.

            -¿Lo lleva doña Silvia con usted a su casa?

            -Me da lo mismo, es una mujer muy discreta, se calma el niño cuando está ella.

            El doctor Cervantes, doña Silvia y Tizoc se fueron.

            Se acercó Sarita a Bicicleta.

            -¿Le dijiste?

            -Nel, ¿pa´qué?

            El rostro de Bicicleta se descompuso, los ojos se deshicieron en lágrimas. Sarita lo abrazó.

            -Ni modo, güey.

            -Eso le dije yo al doctor.

            Esa mañana, el comandante Gómez se había aproximado al Bicicleta para decirle que el Botes había sido hallado en cinco distintos basureros de la ciudad.

            Bicicleta abrazaba con fuerza a Sarita, reprimiendo los sollozos pero escupiendo una y otra vez esta frase:

            -Me lo mataron, morrita, me lo mutilaron…

            Ningún Lanudo preguntó qué había pasado con el Botes. Se asumió solamente una dramática desaparición, siendo que el enigma es menos angustiante que una certeza dolorosa clavada en el corazón con sangre.

 

XII

Un día, la Fresa no vendió nada, y al no vender nada, comenzó a llorar.

            Bicicleta se acercó a ella, y dijo:

            -No mames, Fresa, no te pongas así, güey. Comida hay pa´ todos, ¿qué te falta? Nada.

            La Fresa dirigió a los ojos de su líder la mirada dolorosa y cálidamente cristalina.

            -Es que estoy ahorrando, Bicicleta.

            -¿Ahorrando para qué?

            Los sollozos incrementaron.

            -Para sacar a mis hermanitos de esa pinche casa –dijo.

            Bicicleta se sentó junto a ella y la abrazó.

            -Es tiempo de pensar en tu porvenir, Fresita. Pa´ ti te alcanza con las pulseras y los cigarros y los monitos, pero si estás pesando en sostener a tus hermanos, tras un viaje hasta la capital, acompañada hasta de un abogado… vas a tener que incrementar tus ingresos, güey.

            La Fresa entendió de qué estaba hablando Bicicleta.

            -Nomás que no te sientas mal. Luna ya va a entrar, güey, el Arti y el Rafa también, todos. El Bobo tiene once años y en eso chambea, güey, y mantiene a sus papás, Fresa…

            Bicicleta tomó la mano de Fresa y la puso sin soltarla sobre el pene que ella sintió crecer. Él cerró su mano y con ello la de la Fresa, quien sintió la dureza brusca de ese sexo erecto, inflamado.

            -Ahora mete tu mano por debajo del pantalón y hazme una chaqueta.

            Sin ya llorar, la Fresa hizo caso, masturbando a Bicicleta torpemente.

            -¿A poco se te hace difícil?

            -No.

            -Pu´s ahí está, te metes al show como todos. Así de morenita, de curveadita, vas a hacer un chingo de feria, Fresa.

            Fresa sacó el miembro de Bicicleta del pantalón, se agachó y lo metió a su boca.

            -Eso es, Fresita, eso es…

            Sarita estaba viendo a unos metros, difuminada por la noche. No sentía celos, no sentía molestia, pero iba a armarle un buen pleito a Bicicleta, por más excitada que estuviera, sólo por diversión, sólo para que se acostara con ella una vez más. Su relación no se hundía, estaba ya en el fondo del mar, sin nunca saber uno ni el otro porqué, sólo sintiéndolo, sintiendo cómo el amor por otra persona va endureciéndose en la forma del amor propio, revitalizante  y olvidadizo.

            Bicicleta eyaculó y la Fresa sintió el chorro líquido dentro de su boca.

            La jornada había terminado. Bicicleta se quedaría una o dos horas para vigilar el territorio, para sacar más dinero para la piedra. En mitad de semana, las cosas calmadas, tranquilas hasta las doce o una de la mañana, cuando retornaban la mayoría de los Lanudos a rentar su cuerpo vendiendo su vida, sus palabras, sus silencios, sus besos, sus mordidas, sus placeres, sus heridas.

 

XIII

Tan enojada estaba Sarita que organizó una pequeña orgía en la que se iniciaría a la Fresa en los quehaceres de la unión sexual.

            Bicicleta la desvirgó, Sarita la consoló sobando su clítoris, y el Kiko y el Palos se dedicaron a lo que el Kiko había, tiempo atrás, dicho que deseaba tanto: entrar en la Fresa vía anal.

            El acto fue físicamente dolorosísimo para la Fresa, pero su psique, de algún modo voluptuoso, se había liberado de represiones y enredos mentales que, probablemente, se formaron con los abusos de su padre.

            Ese trabajo carnal continuó por horas, ida ya la excitación, pues pretendía educarse para el noble oficio que es la prostitución.

            Cuando se fueron del lugar donde estuvieren, Bicicleta y Sarita llegaron a la posada donde solían dormir por doscientos pesos, y fumaron un par de piedras con Tizoc; sus sexos estaban tan irritados y sus mentes tan fatigadas, que no tuvieron de otra que prender el ventilador, apagar la luz y pensar en el terrible destino del Botes.

            Al Botes Bicicleta lo había hecho uno de los primeros miembros de los Lanudos, pues lo trajo a la ciudad desde la misma ranchería donde Bicicleta había nacido y vivido toda su infancia y parte de la adolescencia. Se conocían desde antes de vivir en la ciudad. Tanto Bicicleta como el Botes se tornaron personas completamente distintas, citadinas, desdeñosas de sus orígenes difícilmente olvidados. Y era una pena la muerte del muchacho: bajo la tutela del doctor Cervantes pudo haber llegado lejos.

            Sarita se despertó con el llanto de Bicicleta.

            -¿Qué pasa, güey?

            -El Botes… el Botes…

            Y cómo decirle a su novio “Ya pasó”, o “Fue por algo”, o “Ya descansó”, o cualquier otra fórmula que bajo ciertas circunstancias es fórmula veraz y hasta de cierta sabiduría, pero que ahora serían más una ofensa que unas palabras de humana virtud. Realmente, llama la atención que no se hubieran vuelto locos todos, mas es real que el que realmente es de la calle sepa de antemano la tragedia posible que espera en cada esquina, en toda persona y sólo en ese mundo, porque no es nuestro mundo, donde la gente se da un pasón, choca fatalmente, se mata de cáncer, se vuelve impotente, le salen las canas. No, el mundo de ellos es el reino de las pesadillas, y los instintos intuyen lo que las inteligencias sugieren: Te va mal y te duermes por siempre, ya no despiertas, de eso te mueres.

            -¡Cálmate, Bicicleta!

            -El Botes… el Botes…

            El doctor Cervantes, por ejemplo, no hubiese aguantado saber que su amante y posterior pupilo había sido desmembrado. Para él, la desaparición del Botes fue suficiente, casi nada más que una cuestión de celos.

 

XIV

La Fresa estaba nerviosa, la noche de ese día iba a ser su primera noche prostituyéndose. Bicicleta se acercó a ella y le pagó un cigarro. Fumaba tan poco que se mareó, pero era una sensación enervante. Vio entrar al Rabias bajo el puente. “Ahí viene ese pinche güey”, se dijo.

            -¿Qué tranza, Rabias?

            -¿Qué onda, Bicicleta, cómo va el jale?

            -Va bien, va bien, ¿tú qué tranza con lo tuyo?

            -´Ira –le dijo y le enseñó un reloj aseñorado y fino- Es un Nivada.

            -¿Y eso qué chingados es?

            -Pu´s lo que es, Bicicleta, nomás.

            -¿Y luego?

            -Pu´s aquí, viendo a ver si ya.

            -¿Si ya qué, güey?

            El Rabias chasqueó la lengua.

            -Ya te la sábanas, no me hagas decirlo.

            -¿De andar vendiendo piedra?

            -Junto con lo que ofrezcas.

            -Órale, órale, suena chido pero paso, güey, andamos relax; tú también ya te la sabes, pinche Rabias.

            La Fresa no sabía si quedarse o irse.

            -Pero, pu´s, ´ira, si estuvieras en el jale…

            -¿Qué?

            -Tú y yo lo sabemos bien, Bicicleta.

            -¡¿Saber qué, güey?!

            -Ora, ora, no te me esponjes.

            -¿Pu´s qué te traes, güey?

            -Lo de siempre, pendejo, ¿cómo ves?

            -´Tons sí te la sabes…

            -Nomás que sí te quiero compartir una cosa, una sugerencia…

            -¿Cuál?

            -Si estuvieras en el jale, Bicicleta, no le hubiera pasado nada al Botes.

            Bicicleta lo empujó con ambas manos en el centro del pecho, tirándolo.

            -¡Ay!

            -Vete a la verga, güey, si no quieres que te partamos el hocico.

            Rabias se levantó.

            -Órale, pues. Si te pones así, órale, güey, pero luego no andes chillando, putito.

            -Simón, güey, ya llégale.

            -Pu´s ya le llegué, ¿qué me va a pasar?

            El Rabias se fue.

            -¿Estás bien? –le preguntó la Fresa.

            -Simón, Fresita, tranquila. Ese pinche güey ya sabes cómo es.

            Arti y Rafa se acercaron corriendo; no habían llegado antes porque el verde del semáforo se los impidió.

            -¡¿Qué pasó, Bicicleta, estás bien?!

            -¡Pu´s sí, güey, ¿no ves que fue ese pendejo el que se tropezó?!

            -Chale, ¿vino a chingar otra vez el güey?

            -Sí, güey, pero ya se fue, pónganse a darle…

 

XV

Al Mercedes negro, detenido pero con las luces intermitentes puestas, se subió doña Silvia con Tizoc. El comandante Gómez, de paisano, llegó a decir que tenía unos compas: Arti y Rafa, para iniciarse, se acercaron a él, que realmente venía solo. Sergio estaba colocado detrás del Mercedes del doctor Cervantes, y el Bicicleta se le acercó a decirle “Hola, güerito, ¿ya se te pasó el sacón de onda?”. La Fresa observaba todo, hermosa y pintada, nerviosa, emocionada.

            Y en ese momento, un momento donde la energía de diversos dioses se conjugaban en las calles, en los sexos, dos camionetas cruzaron bajo el puente disparando metrallas de balas contra todos y todo lo que había ahí.

            Tras el ruido ensordecedor de las detonaciones, cuando los últimos vidrios en caer se separaban del resto de la película estrellada, gritos y gemidos de dolor se alzaron, primero tenues, trémulos, mas luego fuertes, como cuando uno escucha en vez de oír los cantos de los grillos.

            Todos sufrían un cruel desconcierto, malheridos, cuando doña Silvia, con voz rasgada por el dolor y la célula trágica en las mentes de las ancianas, comenzó los gritos que se deslizaron en la noche:

            -¡Ay, ay… a Sarita… a Sarita… ya le mataron a su niño… ay, por favor, por favor… a Sarita ya le mataron a su niño…!

            Poco a poco, algunos de ellos pasaron de malheridos a muertos, y los que vivieron, si no esa noche la siguiente, regresaron del abismo fatal para aterrizar de vuelta en el planeta, humillados, deshonrados y, algunos, hasta enjuiciados, pero eso ya fue cosa de la sociedad, de la ley, y de las más sucias sospechas, que no por ser ciertas son más dignas.

            El resto es el olvido, o bien, acomodarse en la perspectiva favorita para dilucidar el bien y el mal, lo humano, lo animal, lo terreno y lo jodidamente celestial, cuando la vida es una bocanada de gasolina, un artículo silenciado, un noticiero callado, pues, hemos dicho, esto no sucedió en la frontera. Sucedió a diez minutos caminando de aquí.

            Un testigo, un ciudadano. Hasta luego.

 

 

FIN

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