CAVÓ (Cuento corto)

 

CAVÓ


I

Fernando fumaba marihuana sobre una pequeña colina en las inmediateces silvestres de la ciudad, bajo un árbol, cuando vio una camioneta de trabajo que manejaba sin camino de tierra o pavimento alguno. Se quedó inmóvil, sintió miedo, era un muchacho de trece años. Se colocó, lo más sigilosamente posible, detrás del tronco del árbol donde fumaba recargado en un éxtasis interrumpido y se asomó.

            El padre Samuel bajó de la camioneta. “¡Puta madre, es el padre Samuel!”, se dijo Fernando.

            El cura era el sacerdote del colegio de paga donde estudiaba Fernando secundaria y donde estudió preescolar y la primaria; y ahí estaba, ente las colinas verde oscuro del campo, un día nublado y fresco.

            Con un poco de suerte, el padre Samuel no lo vería. Se colocó completamente detrás del tronco. Y, apenas distinguible, percibió el ruido tenue, el sonido del padre Samuel cavando en la grama, cavando la tierra, cavando un hoyo.

            Cuando el ruido cesó, Fernando no pudo evitar asomarse a ver qué era lo que el padre iba a enterrar.

            Vio un bulto largo, cubierto por bolsas negras para basura, que el padre Samuel estaba arrastrando hacia el agujero, donde lo aventó. Ahora, el sacerdote empezó a tapar lo que, al parecer de Fernando, era una tumba.

            Ya había oscurecido cuando la camioneta se fue. “¡Me van a matar mis papás!”, se repetía Fernando mientras caminaba guiándose por las luces que divisaba. Era más de una hora a su casa a paso rápido. Vivía en las afueras de la ciudad con sus padres y su hermano mayor. La escuela tampoco estaba lejos, de hecho, estaba más cerca. Pasó junto a la escuela, inmensa, a diez minutos de un padre y una madre preocupados por la tardanza del hijo menor.

            Y sí, lo reprendieron, sobre todo porque sus excusas de quedarse dormido viendo el cielo no fueron admitidas como ciertas.

 

II

Al día siguiente, en la tarde, Fernando y su hermano, Rogelio, estaban frente a la supuesta tumba. “Sí, aquí alguien cavó y puede ser que haya enterrado algo”. “¿Tú crees que el padre Samuel haya matado a alguien?”, “No mames, Fer, no digas pendejadas”.

            Rogelio encendió un cigarrillo. “¿Qué hacemos, Roge, cavar?”, “No… Mañana en la tarde le avisamos a la Policía”.

 

III

A los dos días, en la mañana, Fernando, acompañado de su familia, señalaba a la Policía la supuesta tumba.

            “Saca la pala”, dijo el comandante; un oficial la sacó y la enterró en la tierra. Se cavó. Lo que se encontró no era un cadáver sino una bolsa negra para basura llena de ollas y sartenes viejas.

            El comandante estaba molesto, y el padre de Fernando dio un coscorrón a su hijo menor. “¿Ya ves, Fer?”, le dijo Rogelio a su hermano.

 

IV

Fausto, un chico ateo de sangre europea, había desaparecido, nadie lo vio en la escuela, en su casa tampoco, desde hacía una semana. Fernando contó los días, la excavación y la desaparición coincidían.

            Fernando, esta vez solo, llamó a la Policía y dio el informe. Tras varios minutos, le agradecieron su información, diciéndole que tanto una cosa como la otra ya tenían un expediente, uno abierto, otro cerrado.

 

V

Pero el expediente cerrado se volvió a abrir, y la Policía, ahí mismo en la escuela, porque ahí vivía el padre Samuel, lo interrogó.

            Incautaron la camioneta al encontrar rastros de tierra: El sacerdote pudo haber desenterrado un cadáver de la fosa que cavó, subiendo el bulto a su camioneta. La camioneta no era de él, sin embargo, mas estaba en posesión temporal del padre Samuel. Indicios de un crimen premeditado los había, pero pruebas no, sólo tierra, sin motivo que no fuera el absurdo hecho de que el chico Fausto no era católico.

            Pero se interrogó también a Fernando, quien, bajo presión, confesó haber estado, ahí y ese día, fumando marihuana.

 

VI

Al año siguiente, un día de Sol, el padre Samuel salió de la sacristía sujetando un cigarrillo blanco y un encendedor de plata, de su fallecido padre, para fumar entre las mariposas y los pastos del colegio.

            Fernando lo vio, se acercó y lo enfrentó. El sacerdote aún no prendía el cigarrillo que sujetaba. Le dijo al padre Samuel: “¿Por qué?”, el padre dijo: “Olvídalo ya, estabas drogado”, pero Fernando insistió: “No, ¿por qué?”, el cura estalló: “¡¿Por qué quieres saber de algo que ni siquiera sucedió?!”.

            Y Fernando se puso a llorar, tanto por Fausto como por él mismo.

            Cosa curiosa, abrazó al padre Samuel, que se tranquilizó y acarició los cabellos de Fernando. “¿Tú qué vas a saber de Dios, muchacho, tú qué vas a saber de Dios?”, le decía, suavemente, mientras ambos sentían la respiración del otro.

            Sonó la chicharra. Era momento de regresar a clase.

 

FIN

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