ARTEFACTO LITERARIO PARA CRUZAR EL RÍO

 

ARTEFACTO LITERARIO PARA CRUZAR EL RÍO

 

            En sí, me pierdo. Cuando me pierdo, me hallo. Cuando me hallo, me encuentro perdido. Dejo pasar el alarido, lo veo desvanecerse en el fuego. Pasa el tiempo que me como. Si no me lo como me carcome. Me desdoblo. Pinto el cielo, azul, azul. Pinto los llanos, pinto los puercos, pinto el café veracruzano. Y en ese instante de mil años, muto, mudando la piel, y luego siento que me emplumo, pero no me emplumo. No me emplumo porque no me conozco. Se empluma el águila pelada que me acarrea, que me suelta con hermosura, que me sitúa.

            ¿Cuántas caras tiene un rostro? ¿Cuánta sangre dice algo?

            Me hallo y me pierdo. Me empapo de mi pueblo y pierdo al pueblo, devoro toda mi carne y siento hambres. Siento destinos. Siento temblores de sed. Me siento vivo, finalmente. Vivir es un delirio ocasional.

            Vivir no debe ser la marginación de la existencia.

            Me hago de palabras. Me formo de palabras, me armo.

            Constituyo la mutación mentada.

            Las palabras. El rey Lear destierra a la hija que más le ama porque no puede ella poner en palabras su definitivo amor y su necesario respeto, mientras las dos hermanas que urden la decadencia del padre son favorecidas por él al escucharles toda clase de lisonjas.

            Soy el eco de una lectura, soy una voz que surge de su sueño a decir palabras, a derramarlas. El planeta debiera ser una esfera de amor.

            Todo empieza, todo tiene un comienzo. Creo que vomito un pedazo de tiempo. ¿Serán diez años ya? ¿Diez años han pasado desde la vez que leí siete libros de Carlos Fuentes al hilo? Uno o dos de ellos los leí en una playa de Quintana Roo.

            Mi lengua nació. Mi lengua se abrió, mojó la tierra.

            Algo está difuso en mis recuerdos, una laguna, un “no sé qué pasó”. Según mi mente, deteriorada y furibunda, leí a Fuentes por vez primera a los dieciséis años, con “La frontera de cristal”. De ellos serán quince años. Trabajaba yo en una tienda de artesanías y tapetes orientales. ¿Cuándo leí “El naranjo”? ¿Cinco años después? O menos. Mi alcoholismo, ¡mi drogadicción!, no saben qué edad tuve cuando leí esos siete libros que abrieron mi lengua, que sangró sobre la tierra como una yegua.

            Escribí hace unos días un ejercicio de setenta y seis pequeños poemas de unos cinco versos, uno de ellos diciendo que la Pirámide se contorsiona, y otro diciendo que la Pirámide se endereza tras haberse mirado bien el sexo.

            ¿Por qué la identidad? ¿A qué viene todo esto?

            Cuando volé. Cuando fui yo. Inalcanzable. Humo tras tanto fuego, poemas de mi juventud alzada por el rock y los Dioses, por las máscaras de jade, antes de ser puto, antes de chingar a mi madre. Bocinas donde imperaba la voz de Saúl Hernández, una máquina de escribir eléctrica que, años después, succionó una escena bíblica. Un escribir entre lo divino y lo salvaje, incansable, arrimada marihuana noble y tierna y mujer y Diosa. Antes de hacerme añicos, antes de una traición, cuando el amor era posible: cuando ese hombre tenía rostro, cuando se lo comía mi boca a mordidas, antes de ser jodido.

            Pero no puedo doparme con fuertes dosis de nostalgia y recostarme sobre una forma que no es la que hago aquí. Me formo, me armo, soy palabras. Leí hace unos días el final de “La región más transparente” por segunda vez en mi vida. ¿Cuándo fue la primera, hace diez años, no lo sé? Hace dos meses leí “Aura” en una sola tarde fiel, leí hace unas semanas, antes de la región, “La muerte de Artemio Cruz” por vez primera, luego luego la región. ¿Qué le hago? ¡Me gusta cómo escribió Carlos Fuentes! Y ahora, de no hallarlo, me pierdo…

            Me pierdo porque en palabras se manifestó que me perdía, pero hallado.

            Me di el tiempo necesario para perderme, siendo. Me encontré unas fauces, unos ojos, un aliento… Un espejo donde pierdo el pelo, donde engordé por dejar la cocaína al mismo tiempo que otras costumbres.

            En el ámbito del penacho me muevo ambivalente. Entre “Aura” y “La muerte de Artemio Cruz”, “Todos los gatos son pardos”, y me mueve, miro con los ojos de los sueños, desorbitados globos de éter y acero, y me mueve el simbolismo, el griterío genético, la masa en cocción que ha de ser masa aún, ¡siempre masa y nunca pan! Nunca nadie. Nunca nada. Hijos de la chingada.

            Esta noche extraño a Carlos Fuentes, esa es la cuestión. Porque puedo leer a sus maestros, al mismísimo Joyce hasta arriba en mi librero, a mi gran señor Miguel de Cervantes, a cuyo Don Quijote el lomo toco al extender mi brazo y flexionar apenas la columna vertebral. Pero Fuentes… Carlos Fuentes es mexicano, y él entiende cosas que yo no.

            El siglo XX… En la Ilustración, la erudición permitió la literatura, en el siglo XX fue la literatura la que permitió la erudición. Ésta fue la monstruosa y fascinante propiedad de los intelectuales mexicanos, cuyas siembras se alzaron alto, alto, tan alto que sólo las cosecharon nuestros Dioses, y los jóvenes murieron en un mundo de raíces, balaceados o capados porque sus fuegos eran inextinguibles. A mi gusto, en mi pobre entender, Tlatelolco fue aparentemente un acto político, pero realmente fue una triste borrachera, un reventón de gente enferma, y una de sus víctimas fue la política misma. ¿Acaso los jóvenes no eran políticos? Sí, sí lo eran, y buscaban la política; en ese entonces, como ahora, la política es el futuro de México. Alguien nos la quitó, y unos nos la quieren volver a robar. Por más que se favorezca una al otro, la política y el poder son dos cosas distintas… y hasta muy diferentes.

            Ladran los perros, cuetes de Año Nuevo. Ladridos feroces, silbidos que preceden la detonación de la pólvora en los aires. Alguna razón hemos de tener en ser lo que somos, esa oración tan dicha en el siglo XX, tan cierta en el XXI: Tengo identidad porque mi identidad es terca como la chingada e insiste en que la tenga, pero me es indefinible como mexicano, se me pierde como se me va, solita y patinando. Cuando me hallo me encuentro perdido. El laberinto es descifrable, es una pendejada, pero yo, ¿yo quién soy cuando soy sólo ojos de dos brillos en petates escondidos, en un pachuco o en un playboy, en Las Lomas o en Chihuahua, en mi abuelo y su acordeón, en su sangre francesa y en su taxi, en mi unión a Huitzilopóchtli, o en mi bata roja y las lecturas de Proust, en mí, en Eric, quién soy? En todos y como sea hay una interrogante rasgada de las paredes; hay un grafiti que grita: “¡Hállame!”. Porque, además, dicen en “La región más transparente”: “no son los hombres los que hacen la vida sino la tierra misma que pisan ¿sabes?”. Situado por el águila pelada, difumino mi rostro de piedra con mis dedos de pendejo. Soy palabras, ¡pero palabras que no encuentro!

            Amaneció hace ya unas horas. Busco en el mundo trozos del mundo que yo quiero, pero sólo estoy apartando espinas. Debo detenerme. Es primero de enero, dos mil veintiuno, y me invaden una calma inquieta y un dudar respondido. Leo una novela de Yukio Mishima y, por más que adore a este autor japonés suicida samurái, debo decir, repitiéndolo, que extraño esas lecturas que me di de Fuentes, y me obsesiona el hecho de estar tan entregado a un autor, aunque comprendo que la lluvia moja y que la gallina aletea.

            No recuerdo la edad que yo tenía cuando mi padre compró en Sanborn´s “La frontera de cristal”, libro de cuentos conexos, de Carlos Fuentes. Si no me equivoco, yo era aún un niño. Mi padre lo leyó y dijo que no se entendía ni madres, que Carlos Fuentes escribía así por querer ganar un Nobel a como diera lugar. El libro descansó en el muy nutrido librero de mi padre varios años en San Luis Potosí, hasta que en Querétaro, como lo dije, a mis dieciséis lo abrí y lo terminé: Cada libro que mi padre tildaba de difícil o incomprensible, yo lo leía, no como un reto, no, sino por vanidad. Y vaya que, sin embargo, mi padre es asiduo de Virginia Woolf desde joven. Gracias a él me zambullo muy seguido en sus lecturas, por mi parte, y es la culpable de que yo considere que las mujeres escriben mejor que los hombres. Tenía yo doce años cuando mi padre me prestó “Al faro”. Se lo devolví esa misma tarde y le dije, “Está escrito de manera tan complicada que no lo entiendo”. Mi padre respondió: “Eso es Virginia Woolf”.

            Entonces, hay un tipo de narrativa que “no se entiende”, y es, digámoslo, a partir del siglo XX, el pico más alto de la literatura mundial moderna. Hoy que entiendo tantos libros que antes no entendí, extraño sensiblemente el no entenderles, de la misma manera en que la música en inglés era, por decirlo de algún modo, más musical, más instrumental, cuando no comprendía la lírica y era la voz sólo un ritmo más, sólo una melodía.

            Hay libros que no están escritos para ser entendidos, como en el caso de la novela en siete tomos de Marcel Proust. Páginas enteras de claridad se confunden con páginas enteras de ilegibilidad: “En busca del tiempo perdido” es arte conceptual, tan conceptual como si una hiciera un collage de imágenes latinoamericanas sobre la imagen de la bandera estadounidense sin decírselo a nadie. Es ese nivel de modernidad. Insistir en que las palabras pueden materializarse con o sin la comprensión del lector, prescindiendo, incluso, del lector mismo, esto es, que las palabras pueden producir la existencia por sí mismas y existir en sí.

            Sin embargo, Proust puede ser definido como un autor posmoderno debido a la naturaleza conceptual de sus abstracciones literarias, mientras que otros autores se presentan como meramente modernos debido a la naturaleza literaria de sus abstracciones conceptuales, esto es, que su complejidad es en aras de, simplemente, contar una historia con mayor profundidad, amplitud o detalle, como, en mi opinión, es el caso de Carlos Fuentes en “La región más transparente”, su primera novela. De ahí que en estas páginas yo no me extienda en un análisis complicado de algo que es muy simple: el uso excelente de la palabra, que es el uso excelente de sus elementos y formas tradicionales o innovadoras. ¿Qué dice esa palabra? Lo que hemos dicho: Cuando me encuentro no me hallo; cuando me hallo estoy perdido. Y, también, que el poder es el centro de México, pero que ese poder es mortal en el individuo e inmortal en la libertad. Palabra que también enuncia concretamente Carlos Fuentes en su obra de teatro “Todos los gatos son pardos”, o en la novela epistolar “La silla del águila”, o en tantos donde la lucidez es del pueblo, en tantos donde el vuelo es el recuerdo de un hombre como yo: joven, briago, engreído, idiota, que se torna membrana de mexicanidad, que va  a la feria a ver las vacas y a fumar marihuana y a ver a Café Tacuba en concierto: “Desde aquí todos parecen florecitas”, dice Rubén, y él enloquece con Rubén, abre la boca, abre las caras, sueña viviendo, crece más de diez años y deja empolvarse el altar que tiene a la Santa Muerte y hace  con sus manos un jaguar de periódico y engrudo, y aunque ya no vive sueña, y en el soñar ya no sueña y vuelve a vivir, y se transforma y ríe y llora, y se come el tiempo para que el tiempo no lo carcoma, y escucha y cree y se esfuerza por no idealizar a su psicoanalista que odia a Pablo Neruda, y lee a Neruda a solas porque en el “Poema 20” está su vida y está su historia, el paso de su lengua, la espalda de sudor, y toma a sor Juana como antes tomó a Baudelaire, y ya no cree en Sartre, a quien dejó un cigarrillo sobre la tumba en París, y lee a Simone De Beauvoir y a Mary Shelley, y escapa de Fidel Castro en una lata con la que fuma crac, y se rehabilita del mundo que quiso encontrar, y entiende que el sufrimiento puede abarcar todo un mar pero no el océano en donde duerme pensando en Michelle, porque pensar en Michelle es pensar en su otra vida, en lo mejor de él, pensar, sí, pensando en una mujer que se llama Michelle, era ella apenas una chiquilla recuperando su fe, “Oh Michelle, yo también soy cristiano”. Oh Michelle, que eres el “Poema 19”, un villano me colmó de mí mismo y, como dije, mi historia no fue contigo sino con el “Poema 20”.

            Michelle, nunca te he amado tanto.

            Ay, conocí en los pastizales la rueca del amor hasta exceder lo vasto, hasta quedar encerrado –esto sería la pesadillas de mi psicoanalista- en un librito de cincuenta pesos de Pablo Neruda. Entregado a mis sentimientos, pero sin rendirme. No, al amor no lo ahoga ni la burocracia. Amar una rosa es meterse en el pecho un pinche rosal.

            Y luego viene el silencio, el beso astral, el significado que cede, la conjugación termal, el códice puro en su interpretación inmediata y directa, esto es, el ser.

            Después, la Malinche se torna implicación erótica, y sus pechos se endurecen y se dejan ser mamados, completamente lamidos y masticados, se corre a Eros y la Muerte excreta la verdad de la traición, la culpabilidad de las oraciones de Malitzin, y grita su sexo el sabor del chile, y sus caderas facilitan el terror y las energías asesinas, se hinchan sus labios del poder que no es de Tenochtitlán ni de España, sino de una leyenda güera y barbada. Todos han traicionado a Quetzalcóatl. Quetzalcóatl, que se escondía tras un disfraz de perro para poder alimentarse de las sobras de los músculos comidos por el Sol, pateado con saña, un día se viste de estrella y todo se quema como en el inicio de los tiempos, cuando los hombres de palo sufrieron una lluvia de fuego. Moctezuma es allanado, sólo es juguete de Tezcatlipoca, su poder es tanto poder que unos sospechan que ese poder no es suyo en un sentido productivo. Su poder no es factible. Su poder es de Dios, y Dios sobre él suelta las flemas de los luceros. Lo sustituye como tlatoani su sobrino Cuauhtémoc, que permite al dolor inundar su Historia triste, que ve en silencio cómo sus llamas los pies le queman, porque Hernán Cortés, aunque otras cosa se diga en las escuelas, no era Dios tampoco.

            La tarde, de un Sol que ya se inclina, comienza a palidecer en su propia lumbre, como si fuera ese resplandeciente color el color de la soledad, la extensión terrena de los límites del espíritu. Un silencio repleto de ruidos adormilados invita a la meditación, intuye que estoy solo en mi recámara, que está solo el baño, que no hay nadie en las otras dos recámaras que hay en este lado de la casa, que del otro lado de la casa hay poca gente: tres personas, tres personas bajo la misma palidez que es la superficie del tiempo palpitante y comestible. Es la soledad de la casa que da al faro, una tarde en la que la señora Ramsay ya ha muerto. Son esas palabras que se anidan en los recovecos de las costumbres de aquellos que han pasado a una mejor existencia. No sé a qué hora haya muerto Virginia Woolf, con esas piedras en los bolsillos de su abrigo.

            Dejo que el silencio me encuentre.

            Me encontré comprando cigarrillos en la misma luz, en la farmacia, que ya conozco, en la farmacia de no sé cuántos rostros al día. Salí y me crucé con dos lesbianas adolescentes, morenas y de anchos hombros, en un México evolucionado. Como bisexual –y milité en la homosexualidad pura un par de años-, he vivido la represión y la agresión, el completo desconcierto perverso de toda clase de gente buscando acostarse conmigo, las pesadillas ajenas, después de luchar contra mi propia homofobia por años. Mi vida sexual ha ido explosiva e intensa, sin ahondar en detalles, mas mi vida social fue vivir escondido y adolorido por la complicación que resultó tener un tema de conversación sincero. Me atrevo a decir que no conseguí liberarme. Yo no soy de esas parejas gay de menos de veinte años paseándose amorosos por la plaza donde estaba el Sanborns en el que me tomaba mi café, antes de la pandemia de coronavirus que asoló la Tierra. A esa edad tenía un amante, sí, pero nos odiábamos el uno al otro tanto que creo que aún lo odio y él seguramente me odia a mí, salidos del clóset como estamos, arrastrados por una comunidad degenerada, los dos idiotas, los dos “amigos”. Desde entonces no confío en la burguesía, y cualquier persona abstraída en ese término, para mí, es sospechosa de tener los más equivocados pensamientos y de cometer las peores injusticias. Sin embargo, no viven con la amargura con la que yo vivo, ni les tiembla la mano a la hora de morder. Son seres humanos productivos dentro de sus propias ideas, y están alejados de las tristezas del mundo. Se autoproclaman herederos de la Ilustración, y no fueron educados para perder. Me han hecho llorar alguna vez, lo acepto, y el confort en sus vidas sólo lo supera lo ergonómico  de sus cuentas bancarias. Yo, en cambio, tuve que dar la vuelta al mundo para hallar la dignidad, y otra vuelta aun para no aventarme a un tráiler en la carretera. Sin embargo, dichas vueltas las di: mi vida es digna y no me suicidé. A veces, como una gota de agua que pasase de mi ceja al párpado y del párpado a la punta de una pestaña, a punto de caer, cristalizada, siento algo que bien podría ser la felicidad absoluta.

            Todo el Sol que queda es una franja naranja aparentemente quieta que dibuja las siluetas de los cerros azules y grises. Las luces lejanas titilan preciosas ya, como misteriosas aguas hermosas y elegantes, sobre el vientre negro acostado de la civilización local.

            Hemos cruzado un río. El dragón de la melancolía nos acompaña sin incendiarnos; a veces, siente vergüenza. Lo mejor de unos es lo mejor de otros. Es falso que en este país haya existido la paz. Se escurren las paredes del lamento, y podemos pasar y decir que aprendimos algo que nos coloca en una especie de éxtasis pagano. Veníamos preparados por las fuerzas de nuestros pasos y la espuma se revuelve con la noche cálida. Somos lo que leemos, diría algún obsesionado, pero hoy se admiten los comentarios cursis, y es bienvenido. Sacamos las flechas de la tristeza de nuestro tórax sin desangrarnos, y nuestras manos tiemblan por los designios divinos, somos mexicanos. Somos lo que leemos, repiten los ángeles, cuidando nuestro paso por la nueva orilla, la orilla de la fuerza, el territorio del amor. El tiempo está más apetecible que nunca y nos permite jugar con la carne de sus miradas. Una cosa es la resignación y otra cosa es la sabiduría, pero las pretensiones acechan y todos callamos… El suspenso eleva nuestros corazones de mimbre, nunca supimos qué sacrificamos.

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