EL OTRO LADO DE MATAR LA MOSCA (Cuento)

 

EL OTRO LADO DE MATAR LA MOSCA

 

 

            Había venido de Reynosa, como Alfredo Ching.

            Con los ojos, con la mirada triste, como proyectada por el filo de un espejo, ella vio un hombre muerto sobre el estacionamiento de una tienda de autoservicio. Un agente federal, asesinado, ejecutado, sin cara, su cara era una pulpa sin rostro…

            Con Alfredo Ching él no hablaba de filosofía. Alfredo Ching era el hombre joven más tonto e inocente que jamás había conocido, aunque era un virtuoso de la guitarra acústica. Boleros, rancheras, baladas, corridos, de todo, mexicano. Pero para sacarle un corrido era difícil. Él decíase muy orgulloso de ser de Tamaulipas, y nadie lo ha dudado, pero perdió un tío en manos de los Zetas y su familia vivió tres años bajo amenaza de secuestro, y vivía entre trocas broncas y locas balas; y su padre, el desaliñado y astuto comerciante de material para construcción, el señor Aldo Ching, hijo de Kia Ching, chino, decidió llegar a radicar a la ciudad de Santiago de Querétaro.

            Ella decía que siempre quiso, desde los quince años, desde que probó la cocaína, prostituirse, pero que en Reynosa ni loca se atrevía a tener novio, a salir a la plaza, menos aun meterse de puta. ¿Él qué le dijo? ¿”Te amo”? No, él le dijo otra cosa, que la ayudaba, que él la rentaba, la vendía por dos horas, la pimpeaba. Y se acostó con ella, y ella no estaba muy excitada, por lo que, entonces, él se congratuló a sí mismo porque haber escogido el amor habría sido el fracaso, el nunca poseerla carnalmente. Le saturó la fosa nasal de coca y le preguntó que, si era tan miedosa, cómo conseguía la droga. Ella contestó. Un amigo de la preparatoria se pagaba sus estudios vendiendo cocaína y tachas; no tenía padres, tenía unos tíos, tenía una pistola, conocía tipos finos, sólo pensaba en computadoras, sin ella saberlo adrede, en pornografía, y, encima, era homosexual pasivo, estaba gordo y era listo, muy listo, no, inteligentísimo.

            El señor Aldo Ching le sirvió una cerveza, Alfredo estaba en el baño. Le preguntó si era, disculpando el palabrón, puñal. Él le dijo que no, el señor Ching le dijo que qué bueno, porque Alfredo no era bueno teniendo amigos, pero así como hacerle de compañías gay tampoco era la tirada, mejor sin amigos, nomás la guitarra.

            Sus senos eran grandes y rectos, su cadera les correspondía, su pubis se depilaría, el culo era perfecto, y con esa boquita carnosa y de moda, la puta que era no tenía precio. Gracias por confiar en mí, él le dijo. Ella le dijo, por casualidad, sin saber lo que él pensaba, que gracias por no estar “pendejamente” enamorado de ella.

            Ya casi no hablaba con Alfredo Ching. Filosofaba sobre Alfredo Ching. Filosofaba sobre el tiempo de la nulidad del hombre, sobre el virtuosismo que, para él, no era suficientemente trascendente en relación a la posibilidad existente del universo construido por una inteligencia tan, pero tan superior a las fugas de Bach. Ya casi no hablaba con Alfredo Ching, pero consiguió ponerse en contacto con el señor Aldo Ching y decirle, luego de saludarlo, como pregunta, si no le quisiera invitar una chica a su hijo virgen. El señor Ching dijo que claro que sí, pero que a) No era la primera morrita que le invitaba, aunque sí, sí era virgen, y b) Que sabía que Alfredo podía ser un chico sin mucha gracia, pero que, por favor, reanudara su amistad con él.

            Ella se preparó con los ojos, con la mirada triste, como proyectada no por el filo ya del espejo, sino con la faz, y se perfumó, y era ella más que nunca. Ya no era su primera vez vendiendo su cuerpo, el perfume que se roció era carísimo, ente gusto personal y un nacido instinto profesional, algo antes cautivo.

            Ante semejante mujer, Alfredo Ching no consiguió la erección. Habían estado platicando, antes de entrar en materia sexual, y le afectó saber que ella era también de Reynosa. Al joven proxeneta y pródigo amigo le dijo eso, que había sido algo “psicológico”, por ser la puta de Reynosa.

            El señor Ching lo supo, y le dijo riendo a él que las otras morritas eran también de Reynosa, que podría ser eso. ¿No tienes de otra parte?, preguntó el señor Ching. Él tuvo que responder que no, por el momento no, y el señor Aldo Ching le dijo que, él mismo, no era de Tamaulipas nomás porque sí. Vamos a ampliar tu negocio, cabrón, le dijo.

            Ella vivía un sueño, una fantasía. Respiraba sin fobias el aire de la noche. Se masturbaba cuando no estaba trabajando, o leía novelas rosas que le hacían reír, o miraba a pedazos cine de autor que él le proporcionaba, pues quería ser como una geisha. Qué mal que no puedo tocar un instrumento, se quejaba, y él le decía: Aprende, yo te pago unas clases de violín o de piano.

            Alfredo Ching se volvió maestro de guitarra de ella.

            El señor Aldo Ching y él consiguieron otras dos chicas, no sin que ella se sintiera celosa pero, a la vez, intrigada. No dejó de verlo tanto como antes, lo que la tranquilizó; y el señor Ching contrató sus servicios, cosa que no afectó de ninguna manera al hijo, porque éste quería compartir lo más posible de entre todo con su padre. Al mismo tiempo, quiso el señor Aldo “calar” a su hijo con una de las dos chicas nuevas. Él le dijo que por qué no con las dos al mismo tiempo, lo que motivó al señor Ching, no sin que bromeando pidiera a su joven socio un descuento. Éste le dijo que pagara sólo lo de las chicas. No, no, estoy vacilando, dijo el señor Ching, a ti, cabrón, te voy a dar diez mil pesos.

            En las clases de guitarra, por supuesto, hablaban de Reynosa.

            ¡Y yo que lo quería meter de cura!, exclamó el señor Aldo Ching cuando supo que Alfredo había eyaculado en una de las chicas nuevas usando un preservativo. Todos se alegraron, menos ella, que escondió su sentir, un sentir sin palabra que lo definiera, un sentir que era el sentimiento de algo que era de Reynosa, de ser de Reynosa, de venir de Reynosa, de querer una barra de chocolate gringo pero ver el cadáver de un federal sin cara, sólo el pelo y una oreja, y la sangre tamaulipeca sobre el cemento caliente de los pájaros sofocados, enfrentado todo a torres de espejos, de cristal, el miedo a ser violada por uno de esos vampiros que desafiaban al día, ganándole al Sol, separándole las piernas para aventarse todo el show y luego rasgarle el sexo apretado y duro, y luego voltearla contra un colchón secuestrada para separarle las nalgas y deshacerle el culo con un fierro. Ya muy tarde para decirle a Alfredo Ching: Oye, yo soy de otra Reynosa, mientras él dice: Yo soy de otras chinas; ella queriendo, de un momento a otro, ser un sueño de amor para los dedos brillantes de ese guitarrista que miraba los mismos vampiros, temiendo por la hermana y la madre, fumando un cigarro pall-mall en la acera de la funeraria, donde su tío estaba muerto y cosido, como un niño dando direcciones a cabrones que le preguntaban hacia donde ir para ir consiguiendo droga: motos, cocos, piedras, tecatos, a lágrima viva y verga bien pelada tras la putiza de la pobre madre, cascadas de tatuajes y fuerza mal encaradas, demonios del infierno en vida. ¿Hacia dónde le damos, güey? Luego la vida es parida por la sangre guardada por litros cúbicos en piscinas, hoteles y puteros, fumada toda chingadera por fumarse, enhiesta la jeringa que entra gritando ya inclinada, hasta ver a un pobre pendejo vomitar del pánico y matarlo ahí mismo o aventarle cien dólares como a un simio bailarín, según la cepa del viaje, metidas bien todas las caricias posibles, Reynosa La Cariñosa. Ella no, no aguantaba el panorama, mucho menos el estar pintada ahí, mareada y sin nostalgia, nuevecita y tan preciosa, tan arañada su garganta por la cocaína de un buen muchacho que sí sabe portarse mal al no portarse peor. Un sentir aún sin nombre, una tempestad entre lo horrible del hecho y lo imposible del objeto del deseo, un tanto la situación muy subjetiva, otro tanto la chamaca la está sintiendo bien clara. Y ella se entrega al señor Aldo Ching llorando a mares y el señor Ching sin saber por qué, ¿No quieres que te la meta o por qué lloras, canija? Ella le explica lo que puede, el señor Aldo Ching le habla del hermano muerto y de la amenaza de secuestro, justificando la impotencia de su hijo, la magia del hecho. Y poco a poco van platicando, se van entendiendo, el señor conoció una Reynosa no tan de la chingada, y le dice que ella recuerda a esa Reynosa, lo que a ella le excita y al señor Ching lo excita más, y concluyen el acto y se están ahí más de tres horas, en la habitación pomposa de un hotel queretano donde es congelado el huevo revuelto que no se acaba en el buffet de la mañana.

            En una noche, era de esperarse, él la ve muy linda, se enamora de ella, la va a dejar con un cliente que rompe las reglas y le escupe en el ano para penetrarla, ella se enoja, ha estado sensible, susceptible, el cliente no le pega pero le grita, ella sale de la casa sin el dinero pero con las nalgas escupidas y se pone a llorar. Él quiere besarla, amarla, pero no sabe escucharla, no entiende lo que está pasándole a ella, porque ni ella lo sabe, pues si las secretarias lloran ¿por qué no habría de llorar una putita de veinte años, y más en este país? La lleva a su casa, le regala coca, le dice que él le paga una horita, ella abre las piernas, en poco tiempo se empapa, él piensa que es por él, pero no, es porque desde que estuvo con el señor Aldo Ching se moja rapidísimo, está indecisa entre que si lo ama o no lo ama, pero cree que sí. ¿Cómo van las clases de guitarra?, le pregunta él. Van muy bien, le responde ella.

            El mundo tan solamente por un momento tenue y quebradizo la suerte lleva, y lleva la suerte la muerte a la cama, temporal pero indiscutiblemente poseída, del señor Aldo Ching, pero llevándosela a ella: Fue demasiada cocaína, fue demasiado amor, unos muy fuertes orgasmos, un porvenir tan emocionante que a) La mató, y b) Resultó un espejismo. Palideció, de su rígido cuerpo sólo se movían los pechos magníficos y temblorosos. El señor Ching no piensa ni en la ley, se olvida completamente de sí mismo. El oráculo se desenrolló en su lecho de sudor y droga.

            Las dos chicas lloran, él se hace el fuerte pero sufre más que nadie, y su sufrimiento es, en parte, un odio macho en contra de los Ching, padre e hijo.

            Alfredo Ching mira por la ventana la ciudad de Querétaro, mira los cerros, mira las calles. Y llora, se pone a tocar la guitarra, y vive, se expresa, ¿cuál trascendencia, enclaustrado en su habitación en una casa sola tocando como nunca ha tocado su instrumento? Compone una melodía tristísima como los ojos de su alumna, que era la amante de su padre, y escribe una línea que dice: Adiós, Reynosa; adiós, mi vida.

            El señor Aldo Ching tiene que fingir, ante su esposa y ante su hija, que todo está bien, como cuando querían secuestrarlos en su tierra. No hay nada aquí, ya no hay dolor y nunca lo ha habido, mi hermano está vivo y no he tenido una amante ahora muerta. Pero se repite en él un enunciado que le reclama haber conseguido una cocaína tan pura que dejó tiesa a esa chamacona de veintiún años recién cumplidos. ¡Ay, la buena vida! ¡Ay, jugar a Reynosa, Tamaulipas! Conseguirlo todo tan fácilmente que algunos hasta hablarían de moral; él hablaría de la moral basada en una ley máxima universal kantiana, pero su socio el señor Ching sólo hablaría del bien y del mal si de moral estuviese hablando, pero no, no, moral no habla, del bien y el mal, habla de la practicidad, de lo bueno y lo malo. Y que yo la tuve y que yo la amaba, que era mi chiquilla, no son ideas suficientes para sobrellevar el dolor. Pero sólo insiste en culparse, en flagelarse, ¿cuánto de Reynosa sabrá ya Dios? Sólo queda, tras lo materialmente ido, lo cruelmente subjetivo, el espejo en faz o filo, un nopal sangrante, un litro de refresco de máquina despreciado: A mí me trae uno de lata, no esta cochinada, no soy un gringo sin gusto, no soy un consumista, no soy de los que le festejan las maniobras a Carranza, no me gusta ese hielo frágil y estúpido que convierte la cocacola en agua en un santiamén, en un milagro bíblico; a mí me sirve algo espeso y espumoso, que me coloque muy por encima de la cultura de los seven-eleven; no opto por los tiroteos en escuelas ni por los asesinos en serie; y menos ahora que han, finalmente (¿quiénes?), clausurado Ciudad Juárez, y por más que se televisen imágenes e información de feminicidios en nuestra capital; digo, tampoco somos perfectos, pero ese pinche refresco de máquina es una humillación y un crimen; me lo quita de la mesa, por favor, y me trae una coca de a devis. Mas me he distraído con lo materialmente olvidado: la influencia de un pueblo en otro. Un pueblo es lo que de él permanece impune, ¿por qué no aceptar que, moral o prácticamente, estamos, la especie, al revés? Por más Augusto Comte, por más Tecnológico de Monterrey, nada que no sea alguien nos va a salvar de ser lo que sobra de los versos en el norte de nuestro país, antes y después de la frontera, aunque no es que dé lo mismo, es que todos estamos igual de corrompidos.

            El señor Aldo Ching se volvió más como su hijo y Alfredo más como su padre, y él terminó por ser el empleado de ambos, por años, antes de suicidarse un 14 de febrero, por ella, aquélla que el señor Ching invocaba susurrando cuando estaba solo en la cama: Mi hermosa Reynosa, mi nena preciosa, tamaulipeca de carne y corazón, ojos tristes, espejos, espejos, espejos, ¡cómo te gustaban los pinches espejos, canija!


Fin

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