"LA REINA DE CARLOS GUTIÉRREZ" (Cuento)


 LA REINA DE CARLOS GUTIÉRREZ



            Ya será tiempo de mencionar el fatídico carnaval en la que Reina, a los diez años de edad, fue la Reina de la Primavera. Y lo fue, en toda justicia, por su hermosura indescriptible, no por ser hija del único hombre rico en Carlos Gutiérrez, municipio conformado sólo por su fábrica, por pequeñas casas y una casa grande (posteriormente demolida), algunas tiendas de pequeño comercio, una iglesia y una clínica de Salud Social. Pues bien, el municipio votó por Reina indiscutiblemente. Vestida con bellos atavíos, ella se mostró en un carro sentada al trono. Los obreros y sus mujeres y sus hijos e hijas aplaudían hipnotizados ante la deidad.
            Que quién fue el alma malvada a la que se le ocurrió decir “Violémosla”, no lo sé, sólo ella lo sabe, si es que no fueron varias y simultáneas.
            El trono había pasado al centro de la plaza sobre unas tarimas, cuando un par de obreros se treparon para meter la mano entre las piernitas de la Reina. Uno de ellos sacó con habilidad el sexo masculino duro erecto, y lo metió en la boca de Reina. No hay necesidad de decir más, sólo que nadie, ni siquiera el padre de la niña, se abstuvo de manosear o penetrar a la pequeña estrella; y, es de llamar la atención, no fue un caos lo que ocurrió, sino que los obreros y sus familias hicieron cuatro filas distintas para tomar el turno de hacer lo suyo.
            El problema comenzó cuando los habitantes de Carlos Gutiérrez empezaron a formarse dos o tres veces. El padre, aun cuando él participó en este exceso, empezó a notar los temblores del cuerpo de su niña desnuda, arañada y amoratada; su pequeño sexo parecía una roja cereza. “¡Hasta aquí! ¡Ya es demasiado! ¡Deténganse!”, empezó a gritar, pero el municipio ya había decidido dar muerte a su exquisita y trémula víctima. “¡¿Usted qué sabe?! ¡Usted tiene su dinero y nosotros nada, sólo esto, sólo a ella y sólo esta manera!”, le decían los que estaban convirtiendo en política una situación meramente carnal.
            El padre, para que los habitantes de Carlos Gutiérrez calmaran ya sus vejaciones, tomó un micrófono y ofreció esto: Todas las ganancias de la fábrica, que eran millones, se repartirían al Pueblo. Ni él ni su pobre y violada niña serían ricos nunca más. Conservarían su posición para que la fábrica siguiera andando con los mismos ingresos y funcionamientos óptimos.
            El municipio calmó a sus demonios, quizá por satisfechos, quizá por codiciosos, quizá por burda necesidad; y aceptó el trato.
***

            Reina, veinte años después, da un trago al primer café del día. Son las siete de la mañana, y la neblina en Carlos Gutiérrez ha comenzado a disiparse.
            Lo primero que revisa en su cuenta de correo electrónico es un mensaje de su amigo Horacio, nacido años después del carnaval. Era un chico puro y listo, espiritual y guapo. El mensaje se lo ha enviado anoche y habla de desamor. Horacio corteja a una linda obrera que prefiere a hombres mayores. “¡¿Es que, acaso, todas las mujeres son así?!”. Lo dice porque un año atrás, en la fábrica ya desierta a medianoche, Reina y Horacio tomaban un licor extraño y añejo que encontraron en un armario de cachivaches. Se dieron un beso, se quitaron la ropa. Horacio era el colmo de lo divino, con sus músculos definidos y su piel lampiña y su miembro, erecto y escurriendo, era una especie de panal alargado y bello. Y aunque divino y perfecto no son la misma cosa, por azares de un destino crónico en la vida de Reina, ambos conceptos se conjugaban en aquella visión ecuestre, casi con malicia. Pero ella, Reina, estaba más seca que una cucharada de pinole. Se siguieron besando y tocando, pero no lo consiguieron. “Eres demasiado perfecto”, le dijo ella. Horacio, incapaz de retraer su excitación, se masturbó llorando y rápidamente eyaculó, lo cual aumentó el llanto. “¡¿Por qué nadie quiere a un chico guapo?! ¡¿Soy demasiado tonto?!”, y así continuaba el resto del mensaje. Reina, más que conmovida estaba divertida con los pesares de su joven amigo, monaguillo alguna vez del sacerdote que, en el carnaval, fue la única excepción, no la tocó, pero bendijo con agua santificada y oraciones su magullado cuerpo, llamándole “templo del Señor”, incitando a los hombres, mujeres y niños a proseguir con la violación de una pequeña cubierta de orines, semen y excrementos, y postulando que esa belleza no era casual, sino señal de parte de Dios, como cuando los ángeles no detuvieron la Crucifixión de Él mismo, hecho su propio hijo, según este hombre. Y no sería asunto nuestro decirlo, que éste, en efecto, tocó alguna vez a Horacio, si no fuera por mencionar que los índices de violación en Carlos Gutiérrez son altísimos; en este país lo bueno se hace tradición, mas lo malo obligación, imaginemos si no en este municipio. Así, Reina es mitad santa mitad pecadora, pues antes de ella el municipio miraba distinto la vida, nada de ser violado para violar, nada de no querer la vida del obrero, obrero antes campesino, campesino devorado por su propio monstruo nacional, campesino sensible en comparación a las masas reblandecidas del intelecto, pero campesino desaparecido. En Carlos Gutiérrez no hay derechos, sino ocurrencias, de ahí que el señor feudal diera todas sus ganancias por el resto de su vida al pueblo, a cambio de no enterrar una hija desmembrada.
            Sin embargo, aquí está Reina, escribiendo alguna tontería a Horacio para calmarlo y motivarlo en la vida amorosa de un melancólico adolescente; aquí está Reina, esperando a que su padre, alguna vez conocido como don Alfonso, Alfonso a secas hoy, cruce frente a su oficina con rumbo a la suya. Esperando a los primeros ruidos de los obreros, que, muchos, allí ya debieran estar. Esperando a alguien que le pregunte: ¿Eres feliz?, para ella contestar, a pesar de todo, que sí, es feliz y casi siempre lo ha sido.
***

            Alfonso es un hombre de cincuenta y dos años, con una simpática barriga y pelo chino y cano. Fumador y cafeinómano perdido. Viudo. De sangre andaluza. Y podría decirse que un donjuán, ayudándose particularmente con una personalidad varonil, a la vez que despreocupada. Sólo piensa en el trabajo y en acostarse con obreras jóvenes, una de ellas, reciente pero concluida conquista, aquella de la que Horacio está tan perdidamente enamorado.
            Pasa, vistiendo un suéter gris de lana bajo un saco oscuro, junto a la oficina de su hija Reina. La saluda sin detenerse: estará ocupada, piensa, y tengo todo el día para hablar con ella. Llega a su oficina y, como no le gusta el café de la secretaria, se lo hace él mismo, para no andar de malas todo el día y diciendo “Este café es una mierda”, para que ella escuche.
            Enciende el tercer o cuarto cigarrillo de la mañana y mira por la ventana amarillosa que da al frente de la fábrica. Está en un tercer piso. Y entonces, pues siempre entra por la parte posterior de la fábrica, la del pequeño estacionamiento, ve una manta de cuatro metros que dice: “¡Estamos en huelga!”, y una pancarta, sostenida por un obrero de animados movimientos, que dice: “¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!”. Frunce el ceño y sale de la oficina para asomarse al centro de la fábrica, donde están las máquinas y donde debieran estar los obreros que no están. “Reina está en la pendeja”, pensó. Caminó hacia la oficina de su hija y entró.
            -Reina, los obreros están en huelga.
***

            La huelga en la que todos los obreros estaban, hasta las amantes de Alfonso, era sólo una huelga. Es decir, la razón de ella o para ella era el hecho en sí de estar en huelga. “¡Huelga, huelga, huelga!”. No había inconformidades laborales, sólo latentes vacíos de espíritu si es que los había. Somos obreros y hace más de veinte años que no entramos en huelga; ya es hora de hacerlo.
            Es de notarse que los habitantes de Carlos Gutiérrez jugaran los papeles propios tan magistralmente. Reina y Alfonso, despojados de sus ingresos millonarios y de toda majestad que no fuera tener una oficina o desgastar poco el cuerpo, eran, moralmente, agredidos por tener un lugar en el mundo cuya injusticia era imaginada. Alfonso, para decirlo claro, se tornó al comunismo a los cinco años del carnaval, pues comprendió que al desprenderse de su dinero otros seres humanos celebraban la vida, construyendo un cine de tres salas y una plaza comercial en el municipio. Pudo, Alfonso, mirar a los obreros a los ojos y a las obreras a los pechos. Olvidó pronto lo sucedido a Reina, se perdonó a sí mismo por cubrir su pechito de esperma, gracias a una ideología económica que, mientras en el pueblo tomaba fuerza, en él conducía a la libertad como a la tranquilidad. Alfonso se volvió un hombre “comprometido” con un sistema ya instaurado. Empezó a amar a los habitantes de Carlos Gutiérrez porque empezó a amarse propiamente. Encontró, como Reina, la felicidad. Pero todo tiene su precio, por más que se luche por hacer de la felicidad algo gratuito, para los puristas, o algo accesible, para los empíricos. Todo tiene su precio, decíamos, porque en este juego, si juego es, Alfonso no ha dejado de ser el hombre a la ventana del tercer piso, dedicado a la producción por manos de otros. Todo tiene su precio, porque Alfonso deberá tomar las riendas de lo que él mismo comenzó, y tomar posturas leninistas, estalinistas o castristas. Tocaría desaparecer dos o tres o tres decenas de vidas para reinstaurar la felicidad, pues él no es más feliz que los obreros y su cine de tres salas, sus recuerdos del carnaval, sus vicios, sus amores.
            Alfonso, para los obreros, era el sistema, aunque lo fuera en representación, cosa que, ya vimos, es lo único real en este municipio. Era el sistema, y todo hombre opuesto a él quería ahora hacérselo saber, lo cual no inició el absurdo de la huelga esta, sino que sólo la nutrió. Pero el sistema que cree en el otro, hace por el otro: Alfonso regresó a su oficina, miró por la ventana amarillosa y vio muchos más obreros plantados ahí, desayunando tamales con atole. Alfonso juega su papel, entonces, y se dice: “¡Les he fallado!”. Se acerca a la caja fuerte y la abre. Adentro sólo hay un viejo revolver y un Rolex de oro. Se pone el reloj y toma la pistola. No recuerda si está cargada, y lleva años sin engrasarla, pero se la pega por el cañón a la sien, quita el seguro y presiona el gatillo. El revólver funcionó, chamuscó su oreja y atravesó con una bala su cráneo y el cerebro de Alfonso, que cayó, sangrando, de rodillas, desplomándose hacia atrás. El charco de sangre se comienza a extender.
            Tanto Reina como los obreros oyeron el disparo. Pero fue la secretaria, que apenas había llegado, la que peor se sobresaltó y que abrió la puerta de la oficina de su jefe para encontrarlo, como diría Baudelaire, tendido. Esta vez fue Stalin quien murió y no el pueblo. Podemos decir, en honor al muerto, que sus avances comunistas hacia lo desconocido, esto es, hacia lo espiritual, podrían conformar un luminoso testimonio de amor y marxismo como nunca antes se vio. Mas, ¡caray!, si tan sólo su secreto fuera propaganda…
***

            Con la muerte de su padre encima, Reina sostiene una seria conversación con el Jefe de Policía de Carlos Gutiérrez. Reina lo recuerda metiéndole el pene en la boca. Ahora sólo le habla de los obreros.
            -Tiene que terminar la huelga, Reina –dice el Jefe que, aunque le habla de usted a su interlocutora, ha tomado la decisión de no llamarle “señorita”, para evitar equívocos que parezcan burlas.
            -Yo he hecho lo que más he podido. Pero ellos sólo están haciendo una huelga por hacerla. Nada puedo yo hacer. No puedo bajar, jalarlos de las orejas y ponerlos a trabajar.
            -Puede cerrar la fábrica.
            -¿Y quedarme en la calle? Por lo que sé, ellos tienen dinero acumulándose desde hace veinte años. No les importa el ingreso de aquí. Prefieren estar en huelga que seguir produciendo. Pero, ¿yo?
            -Aun así, usted no perdería nada porque nada se ha producido.
            -Pero espero que, en cualquier momento, vuelvan a trabajar. Me he dedicado a distribuir la mercancía que nos queda, me estoy dando el mismo sueldo de siempre y las mismas responsabilidades, más las responsabilidades de mi padre.
            -Su padre murió.
            -Sí, ya lo sé.
            -Cierre la fábrica.
            -No quiero.
            -La cierra usted o nosotros la cerramos.
            -Ciérrenla ustedes.
            El Jefe de Policía se fue. En el camino a su casa compró varias cervezas; hoy hay partido de futbol.
            Reina llora. Extraña a su padre. No quiere cerrar la fábrica, sola. Y es verdad que no estaba distribuyendo mercancía, porque los repartidores también están en huelga, mas no quiere cerrar, sabe que por ello caería en una depresión mortal. Una vez más, los habitantes de Carlos Gutiérrez hacen lo que quieren de ella. Toma sus cosas, una bolsa vieja pero finísima y su abrigo negro, ambos de su difunta madre. Sale por el estacionamiento pero sin entrar en el auto. Caminando se dirige a la Parroquia de la Santa Virgen, también conocida como la iglesia de la Virgen calva. Entra, se acerca a la Virgen calva, una figura de madera de casi dos metros de la Virgen María, con la afectación de tener el manto muy atrás de la frente, descubriendo, en efecto, una forma esférica que parecía parte de una cabeza calva. Se decía que en un principio la capucha estaba como toda capucha de la Virgen, pero que cambió, un día cualquiera, su apariencia milagrosamente. Su santo rostro era una mueca de profunda tristeza, más que de serenidad, y sus labios sufrientes eran más una seña de terror que de llanto. Sus mejillas tenían pintadas de azul cielo unas cuantas lágrimas gordas y difusas, pitadas por algún maleante juvenil o por un auténtico devoto, no se sabe, y llevan ahí casi diez años. Y casi veinte son los que Reina ha pasado sin ir a la iglesia, cosa que le era permitida en la escuela, pues todos comprendían que la niña pudiera estar resentida con Dios o quizá demasiado temerosa de Él, después de perder a su madre y ser violada por miles de personas.
            -Virgencita –Reina comenzó-, hace años que no vengo a hablar contigo…
            Al salir de la parroquia, a Reina, como a todos los habitantes de Carlos Gutiérrez, se le había nublado el cielo. La lluvia sería fuerte. Los obreros plantados frente a la fábrica recogieron sus mantas y pancartas, y cada quien se fue a su casa. Reina no, ella se fue a la fábrica a meterse a su oficina de cristal, donde se preparó café. Tomó una cobija del armario y se acostó en el sofá, cubriéndose con ella. El cielo tronó por tantos minutos antes de caer el chubasco. Se fue la luz, Reina se cubrió con la cobija para intentar meditar y hacer una oración que prometió a la Virgen calva. Después, se levantó y se acercó a la ventana golpeada por el agua. La caótica visión, más que visión ceguera, le dio fuerzas para seguir, como cuando su padre se vino sobre ella. Y esa ceguera casi total escondía, viéndose apenas, las luces de unas casita cercanas. Pero… ¿acaso no se había ido la luz? ¡Una mano le cubrió la boca, detrás de ella estaba una persona que empezó a manosearla, a lamerla, a restregarse contra ella! Reina intentó gritar, cosa inútil, mientras a jirones le desvestían. El ofensor la penetró. Decía en susurros cosas sin sentido pero sexuales, como esta: “¿Cuándo fue la última vez que mamaste sangre?”. Y por cada cosa sucia que le decía, las embestidas se hacían más y más fuertes. La voz Reina no la distinguía, el olor a cerveza y cebolla podría ser de cualquiera, a veces su padre olía así, y estaba muerto.
            La violación terminó. Reina cayó al suelo y el agresor salió corriendo, se fue a esconder en algún recoveco de la fábrica que, todo lo indica, tan bien conoce, y donde pasará un par de días hasta mezclarse con el resto de los trabajadores, obreros o ingenieros, y pasar desapercibido. Él, ya nos dimos cuenta, sabe que la huelga está por terminar, tal vez terminó ya si la lluvia no se detiene.
            Reina sangró. Se levantó aturdida y metióse a bañar con agua helada, adolorida, violada, golpeada, pensando en la Virgen, madre de Jesús, rey de los romanos, esposa de José, aquel que, cada que se metía una paloma a la casa se ponía furibundo y hasta la mataba. Mas no es tiempo para bromas, pues Reina no sabe si se está desangrando o no, y lo único que es certeza es el shock en el que está. Sus ojos acostumbrados a la penumbra, Reina toma una toalla y se seca como puede. Parece que ya no hay sangrado. Se envuelve en la cobija y regresa al sofá donde se acostó para orarle a la Virgen. Tiembla y suda; no puede dormir, tiene fiebre. Es cuando piensa en pedir ayuda. Se levanta y busca su teléfono celular. Lo encuentra; marca a Horacio y le dice: “Ven por mí a la fábrica. ¿Tu celular tiene linterna?”, “Sí, ¿por qué?”, “Porque alguien apagó la luz”, “No te entiendo”, “Sólo ven por mí”, “¿Dónde te veo?”, “En mi oficina”, “¿En tu oficina?”, “Sí. No hay luz, no hay luz”, “Pero, ¿con qué llaves voy a entrar?”. La cuestión terminó, tras varios minutos, en que llegaría acompañado de la Policía, a pesar de la lluvia, por ser una emergencia: Reina tuvo que decirle que alguien acababa de violarla.
            La Policía determinó que el agresor había escapado, y pidió a los médicos que atenderían a Reina una muestra del ADN del ofensor, si la había. Los médicos parecían hasta ofendidos, ¡no era la primera vez que atendían una violación, lejos estaban de ello! Porque, a fin de cuentas, ya lo hemos mencionado, las violaciones en Carlos Gutiérrez eran pan de cada día. Para darse una idea de la mentalidad del municipio al respecto, podemos transcribir un chiste originario de Carlos Gutiérrez: Dos compadres se encuentran. El primer compadre le dice al segundo: “Voy a violar a una chamaca, compadre”, el segundo pregunta por qué, y el primero responde: “Por el ano”.
***

            Llorando, Reina hace sus maletas y deja todo atrás, esto es, se va de Carlos Gutiérrez. Los habitantes del municipio han tomado por completo la fábrica. Si esa fue la intención de la huelga y/o violación, realmente no lo sabremos nunca, tendríamos que estar al otro lado de este cuento, del lado de los violadores… del lado del pueblo. Sin escapatoria, nuestra heroína ha sufrido los peores percances en las dimensiones humanas, pero vislumbra un porvenir distinto al presente que vive, en otro sitio del país donde pueda ser una mujer bella y rica sin ser necesario el suplicio. Y como esta historia es real y no una ficción del Marqués de Sade, estoy seguro que, a diferencia de la miserable Justine, Reina volverá a conocer la felicidad.
            -¿Sabe qué es lo peor? –preguntó Reina a una de las doctoras que le atendían.
            -¿Qué, corazón?
            -Que ese mismo día, antes de empezar a llover, me encomendé en presencia a la Virgen calva.
            La doctora la miró enternecida pero amargamente.
            -Ay, corazón, ¡qué tontería hiciste! Esa Virgen, preciosa, esa Virgen… ¡es peor que el mismo Diablo!


FIN

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