"LO AFABLE DE LO AJENO" (Cuento)
“LO AFABLE DE LO AJENO”
Al liberar a tirones los senos tras la ropa de Michelle,
Jorge tuvo la ilusión de que la amaría por siempre. Los dos olían a brandi caro
que tomaron mezclado con cocacola. Se besaban. Se desnudaron por completo. Le
besaba a Michelle el abdomen vientre abajo, hasta estar frente a frente con esa
línea de piel y alma, depilada desde un auténtico viaje a Brasil. Combinó su
saliva con el sudor agrio espíritu de la jornada, sintiendo que descubría para
él una casa. No por hombre era insensible a la idea de un hogar, inclusive a
medio arranque de histérica pasión. Y a pleno cunnilingus oró agradecimiento a
Dios, Jorge Ramos, cincuenta y tantos, aún sin necesidad de viagra; Michelle
Oñate, todavía en la treintena, aunque avanzada, pelo a los hombros, perfume
francés, un mujerón, tirando suavemente de las canas de su amante intrépido.
La fiesta fue un gran bum-bum.
Empezó como una reunión de toda la oficina en casa del jefe, don Alonso
Montesinos, alcoholicazo. Hubo hasta puros habanos prendidos. Fue una ocasión,
propicia para el desenvolvimiento del amor entre dos personas adultas que
sospechaban un haz divino de algo nunca jamás vivido, ni en el bachillerato, en
esos cortejos animales y celosos, misteriosos aún, aún experimento. No, esto ya
era producto de la experiencia, del conocimiento profundo que la Luna convierte
en errores y aciertos que atraviesan el sexo. Un “ya lo sé” llevado al límite
del frenesí, una “locura”, pero amor, y un amor fuerte, no cabe duda. La
penetró. La volteó con una sola mano y la penetró. Se hundió en su pelo la cara
de él, la besó en el cuello, hizo comentarios bobos, diciendo que era un
vampiro y cosas por el estilo; ella encantada, ese pedazo de carne dentro de su
ser la satisfacía y fascinaba.
Michelle, que enamorada de Jorge
creía que Jorge no la amaba, hallaba un descanso profundísimo y muy de ambos
géneros que se llama “ser correspondido”. Y es que no hubiera aguantado un día
más, una semana más, una “reunión” más, mirando a todo mundo reír contento, no
sin un aire frívolo, ambiente de ejecutivos reales, con maestrías y doctorados;
un día más sin saber si era, como en una novela del siglo XIX, una mujer amada
entre las intrigas. Jorge llevaba dos divorcios encima, por ejemplo. La
secretaria, por supuesto, tenía un fuerte crush
por él, y don Alonso confiaba en él tanto, que lo llevaba un viernes al mes a
un table-dance alfombrado que
manejaba mujercitas rumanas que bebían falso champaña para poder trabajar bien;
a don Alonso le gustaba ser timado como afrodisiaco. Se rumoraba sobre
sadomasoquismo en él, como pasión suya, mas no es lugar correcto para escribir
en su espalda con la pluma, siendo el cuero negro lo que le entusiasma. La cosa
es que Jorge Ramos, sin quererlo, era un hombre seductor, como Michelle era
bella. Michelle, que no era callada, sino que guardaba silencio, pasó la
grandiosa y jugosa fiesta mordiéndose los dedos, hasta que se acercó a su amado
y le dijo sólo a él:
-¿Me voy contigo?
Jorge, como si nada, dijo sí
amabilísimamente y miró su reloj.
-Deja me despido de don Alonso.
Don Alonso no lo soltó. Sin embargo,
Michelle aguardaba distraída caminando sin moverse sobre un Cielo que denotaba
ya ningún dolor infernal y adulto. Estaba emocionadísima. Miraba a Jorge y
Jorge la miraba a ella. Sí, dijeron ambos a sí mismos, es amor. Un amor con a
mayúscula.
Un amor carnal. Terminaron al mismo
tiempo. Un profundo silencio los acercó sobre el tapete de la sala, hasta que
Michelle dijo algo muy simple: Dicen que crees mucho en Dios.
-En Dios sí, en la religión no…
-¿Eres agnóstico?
-Eh, algo así… Quizá no. Tengo una
imagen de Dios muy clara. Le atribuyo el poder de la palabra, hablo con Él, le
escucho, me escucha. ¡Lo imagino antropomórfico! Creo que el Universo le
esconde dentro de él, que Él está en todas partes.
-Está dentro de mí –dijo Michelle,
coqueta.
-Sí, lo sentí –respondió Jorge,
besándola otra vez.
***
Se enteró. Lloró por siempre. Sentía
la herida como una abertura violenta en su carne. ¿Qué pasaría si los mato a
los dos aquí?, pensó. Tenía un arma en la guantera: una PPK divertidísima
calibre 32. Podría aprovechar y cargarse al jefe. Iría a la cárcel y viviría
ahí, ¿qué más daba? Al final del día todos somos marxistas, o todos somos
cristianos, pero somos buenas personas aunque merezcamos morir. Podría
levantarse de su escritorio, tomar el elevador hasta el estacionamiento, sacar
el arma, subir de vuelta y desatar un infierno de película. Ya no más habanos
para don Alonso, por lo menos no en la Tierra. ¡Ya no más Alicia! A Alicia, la
secretaria de Jorge, la mandaría al otro lado del espejo. Después le abriría de
un tiro la tapa de los sesos al afable y seductor Jorge Ramos. Se acercaría a
Michelle, le diría que la ama y le metería un par de tiros en el pecho, por su
traición. ¿Por qué no? ¿Por qué demonios no, maldita sea? Todos tenemos sangre.
Todos estamos hechos de sangre.
Ganaba ciento cincuenta mil pesos al
mes. No era tímido, ni siquiera introvertido, al contrario, sus aires de
superioridad le habían dejado solo. Tenía aliados, sí, pero no amigos. Nunca
amigos. Nada de amigos. Cocaína, anteojos redondos, peinado perfectamente,
pornografía, gimnasio. Producción, eficiencia, rendimiento. Capitalismo.
Capitalismo y nada de éste que esconder. Compartía secretaria con dos seres
humanos más, pero no importaba: Si Jorge quería iniciar una guerra de
secretarias, ¡adelante! Porque él estaba hecho para superar a Jorge Ramos, para
superar a su Dios, para superar a don Alonso Montesinos. Dividiría su poder con
Michelle, dividiría su éxito con Michelle; sólo pedía estar a)Entre sus
piernas, y b)En su corazón. A fin de cuentas, era un hombre de negocios. Él era
un ganador. Siempre fue un campeón.
Mas no se suicidaría como
Ecos-Mecos, su profesor de Economía en la Universidad. Estaba apodado así por
alumnos de bajo estrato, debido a que llegó un día al aula con una mancha
húmeda en el pantalón. Así dio clases y así se ganó el apodo. Se suicidó. Nadie
en el grupo lo aprobó. Todos, sin embargo, se preguntaron si tenía que ver la
mancha con su forma de morir. Metió el cañón de una pistola en su boca y
disparó. Él nunca supo por qué, pero Ecos –Mecos era un apostador patológico
que perdió su casa, a su familia, y que antes de perder sus dos empleos se
mató; además de profesor, era asesor financiero de una empresa que producía y
distribuía yogurt.
Él no sería Ecos-Mecos, no señor.
Abriría fuego contra quien tuviera que abrir fuego, y eso era todo. ¿Qué más
era su vida? Nada. Nada, realmente.
***
Personalmente, no me gustaría
continuar de esta manera: “Jorge Ramos suspiraba de amor en su oficina cerrada,
cuando escuchó el primer disparo”. Sería algo terrorífico. “Inmóvil, escuchando
los gritos, dispuesto a dar su vida por proteger a Michelle, a don Alonso, a
Alicia, escuchó el segundo disparo, mucho más cercano, quizá justo al otro lado
de la puerta”. Sería algo infame, sería algo irreal. “Abrió, lleno de bríos de
valentía y miedo. Alicia estaba desquiciada, y el cuerpo de aquel cocainómano
que nunca iba a las reuniones aún escurría sangre caliente en el suelo. Un
integrante del equipo de seguridad de la oficina lo había abatido. Sin embargo,
Michelle, también, murió ese día”.
Pero no fue lo que sucedió. No.
Al finalizar el día, sabiendo él que
Michelle no había partido aún, tomó el elevador al estacionamiento y caminó con
sus zapatos de cuero al hermoso automóvil. Abrió la guantera y sacó la PPK. La
acarició. La miró, y vio una lágrima suya caer sobre ella. Se desató su llanto.
Michelle. Nunca sabría de mujer más bella. Mas eso no importaba: otro hombre la
penetraba y le conocía lo más recóndito de su carne, o terminaría de hacerlo
pronto.
La pistola. La obsesión. La locura. El
amor. Michelle. Michelle. Michelle…
Volvió a tomar el elevador, que subió
dos pisos antes de abrirse, y los vio. Ella y Jorge Ramos. Ella, que abrió
mucho los ojos y exclamó, más por amabilidad que por auténtico aprecio:
-¡Tomás!
Él sonrió.
-¡Michelle! –dijo.
Después, saludó a Jorge. Se estrecharon
las manos.
-¿Cómo has estado? No te vi ayer en
casa del jefe.
Platicaron los tres unos minutos. Él
no recordaba si había guardado el arma en el saco o si la dejó en el auto. No
importaba ya. Se desharía de ella, inclusive.
Se despidieron. Michelle y Jorge
tomaron el elevador, aún sonriendo afables, en una cordialidad tal, que sus
mentes empezaron a sentir ese aprecio que ahí no estaba.
Lo que sí estaba, aunque en Tomás,
era la certeza de amarla. ¡La amaba! ¿Qué más podía decir o hacer? Nada. Nada,
realmente. Porque Michelle y Jorge estaban juntos, punto. No se separarían, por
lo menos no al día siguiente, y eso era una eternidad, eso era “por siempre”.
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