"EN SUS MANOS" (Cuento)
“EN SUS MANOS”
1
Isaac
Goldman metió la lengua en la boca de Tomás Lieberstein, desnudos encima de una
cama en una casa de Polanco. Juegan a esconderse, pero nunca nadie les ha
puesto atención alguna, a excepción de la recientemente difunta madre de Isaac,
que nunca dejó de amarlo hasta el día de su muerte. También el abuelo, Elías,
tenía menos de un año de fallecido, asfixiado por el hueso de uno de los
duraznos que vendía diariamente y por camiones a la Central de Abastos y otros
mercados. Su hijo, el padre de Isaac, Abraham, nunca gozó de la fortuna de su
padre, quien decidió dejarlo a merced de la sinagoga y educado como un
miserable. Abraham siguió creciendo y formándose, mas Elías nunca, jamás, lo
sacó de la pobreza que sus ensueños le acarreaban: Abraham estaba más cerca de
la Filosofía que de su pequeña joyería, lo que no significa, empero, que no
codiciara una fortuna como la de otros judíos, y cada vez que oía aquel mito,
de procedencia dudosa, que consiste en afirmar que los judíos sin fortuna son
los judíos que se portan bien a los ojos de Dios, Abraham palidecía del coraje
y blasfemaba contra Yahvé, diciendo entre dientes que lo jodido, cómo él
llamaba a su pobreza, nada tenía de divino que no fuera el rayo caído. Mas
fingía ser un hombre religioso Abraham, y por ello puso a Isaac el nombre del
hijo del profeta, para que Elías se apiadara alguna vez de él y muriera
legándole su inmenso capital… Elías murió a los cien años, treinta años después
que su esposa y cuando su hijo contaba con setenta y dos años de edad, sin
hermanos ya. Su testamento, en efecto, hizo de Abraham un millonario que, como
su padre a él, no soltaba un peso a Isaac, persona no mencionada en el
testamento del abuelo, condenada a conformarse con el ingreso que le proporcionaba
una gerencia en una sucursal bancaria de un banco portentoso. Si acaso, Abraham
le compró un par de tarjetas de crédito y le rechazó, por supuesto, varios
seguros de vida, por accidente, cáncer, etcétera.
Tomás
Lieberstein, por su lado, fue educado de pequeño en la absoluta opulencia,
hasta que su padre lo perdió todo tras ser procesado como culpable de fraudes
cometidos contra la Secretaría de Hacienda. La sinagoga apoyó a Tomás,
brillante estudiante, hasta que finalizó una maestría. En lo que su padre se
recuperó poco a poco vendiendo sistemas de seguridad a joyerías judías,
adquiriendo una con la finalidad de lavar dinero de vez en cuando, Tomás
Lieberstein consiguió la gerencia de una sucursal bancaria hermana de aquella
donde Isaac trabajaba.
Se
conocieron en una convención del banco y se convirtieron en amantes a las
catorce horas de conocerse, tras varias copas y palabras y miradas. Tomás ya
ejercía la sodomía, mientras que Isaac con él la aprendió.
Uno de
los dos automóviles aún no pagados del todo, el de Isaac Goldman, guarda en su
cajuela una caja de zapatos que contiene una cuerda amarrada como soga y un par
de guantes negros de piel.
Son el
carácter, los vicios, los malévolos pensamientos de Tomás Lieberstein los que
la han puesto ahí.
2
El
cuerpo muerto del viejo Abraham Goldman tenía las piernas fracturadas y una
soga alrededor del cuello.
-La
soga no parece del todo apretada, Martínez.
-No, mi
comandante, no lo parece.
El
comandante Suárez Pinos miró al oficial Martínez.
-No me
diga que sí se da cuenta. No me diga que sí nomás por decirme que sí, Martínez;
hay que ser profesionales; pregúnteme mejor por qué digo lo que digo, no nomás
que sí, como idiota.
-No, mi
comandante, tiene razón.
Fíjese
cómo tiene los ojos botados para afuera, pero la boca entreabierta. Una soga le
aprieta a uno la mandíbula, Martínez.
-Sí, mi
comandante, no lo mató la soga.
-No, no
lo mató la soga, Martínez. Pero habrá que ver qué dicen los médicos y qué dice
el juez… A ver, páseme la linterna otra vez, Martínez, antes que se lo lleve la
ambulancia.
El
comandante Suárez Pinos se arrodilló y abrió el nudo alrededor de la garganta
de Abraham Goldman. Lo que vio fue contundente: marcas y moretones que más
parecían provocadas por un par de fuertes manos. No se lo comentó al oficial
Martínez.
-¿Sí
vio con qué facilidad aflojé la cuerda, Martínez?
-Sí, mi
comandante, fue homicidio.
-Así de
fácil, Martínez.
-Así de
fácil, mi comandante.
Suárez
Pinos miró hacia arriba, al follaje del inmenso árbol. Llegaban sus hojas y
ramas, en efecto, a la ventana del estudio del occiso, en un tercer piso de
aquella casona vieja cuya fachada se estaba pintando en horas de luz.
-Quiero
hablar con el hijo antes de que se lo lleven.
-Sí, mi
comandante, hay que ver cómo está.
-Va a
estar de la chingada, Martínez… Va a estar de la chingada.
3
Abraham
mira el documento en sus manos que le acredita como el propietario de una
fortuna valuada en quinientos millones de pesos. Es lo que su padre de cien
años habría dejado a su madre o a sus hermanos. Pero no. Vivir cien años lo
deja a uno muy solo. Tan solo estaba el buen Elías Goldman que heredó a su sinagoga el doble de lo que dejó al hijo
que amaba pero que era débil como una hoja seca y disperso como un drogadicto.
A los cien años lo seguía educando así: Si no te gusta ser un judío pobre,
trabaja, ahorra e invierte. Lo mío es lo mío, y lo tuyo lo tuyo, y lo tuyo
resulta un Dios en el que no crees. Porque, sí, Elías sabía muy bien que
Abraham pretendía ser religioso, hasta piadoso como un cristiano, pero él,
lúcido hasta el último momento de vida, de asfixia, sólo podía fingir que le
creía y pretender que no lo amaba. Si este hombre estaba loco o no, a nosotros
no corresponde el decirlo, así como el lector no sabrá decir si era o no era,
tan sincero y honesto como era, un auténtico hijo de puta.
A
Abraham le hubiera gustado que le dejara el negocio de los duraznos, pero pasó
éste a manos de un rabino. Llevaba ya diez meses pensando en qué invertir sus
quinientos millones, porque no era un hombre flojo ni un hombre tonto, sólo,
como se ha remarcado, un soñador eterno.
Escuchó
los pasos de su hijo acercándose por el húmedo corredor. “Ahí viene”, pensó.
Los pasos, sin embargo, se detuvieron a unos metros de la puerta. Abraham
quedose mirándola, con la mente prácticamente en blanco, hasta que, después de
un largo momento, Isaac caminó de nuevo y tocó la puerta.
-¿Papá?
-¡Entra,
Bubbeleh!
Su hijo
abrió la puerta.
4
Isaac
Goldman lloraba en la sala de su casa, entonando cantos hebreos. El comandante
Suárez Pinos lo interrumpió, presentándose.
-Es
mejor hablarlo aquí como amigos, señor Goldman, que allá en el Ministerio como
si fuera usted un delincuente y yo su captor.
-El
comandante le puede ayudar mucho a su favor –apuntó el oficial Martínez, que
permaneció de pie cuando Suárez Pinos se sentó. Dos oficiales más estaban ahí
previamente.
Lo
primero que vio el comandante fueron rasguños profundos en las manos de Isaac y
un cabello completamente despeinado.
-Sí,
sí, lo que sea, quiero cooperar en esto –balbuceó el sospechoso.
-¿Por
qué cree que su padre hizo lo que hizo?
-Eh…
Por su padre. Por su padre y por mi madre, que falleció justo después que mi
abuelo. Pienso que no pudo tolerar el hecho absurdo de verse inmensamente
enriquecido sin su padre y sin su mujer. Mi madre… mi madre murió de un paro
respiratorio que mi padre atribuía a la emoción de verse millonaria después de
una vida en la pobreza.
-¿Pobreza?
¡Pero si usted tiene una casa de tres pisos!
-Pero
vea lo vieja que está… Además, tal vez no comprenda lo que es ser pobre para un
judío en la Ciudad de México.
El
comandante se rió.
-Será
que no es asunto mío…
5
-¿Todavía
tienes la soga? –le susurró Tomás Lieberstein a su amante Isaac Goldman, entre
besos y caricias, en la habitación en penumbras.
-Sí, y
los guantes.
-Vamos
a hacerlo, cabrón… Dime que vamos a hacerlo.
Como
Tomás se lo había planteado a Isaac unas semanas antes, sería el crimen
perfecto. El viejo Abraham Goldman estaba deprimido porque su adquirida riqueza
mató a su mujer y porque su padre tuviera que morir para hacerlo un hombre
“feliz”. Y el hecho de no quedar en sus manos la empresa de los duraznos era
una humillación para él. Entonces, se hace de una cuerda y se cuelga del árbol
que, prácticamente, invadía su estudio.
-Nadie
me creería.
-Es que
no todo es la coartada, no.
Y le
explicó que ya tenía gente comprada en la Policía, en los Juzgados, en todos
lados.
-Papá
nos ha ayudado. ¡Le conviene este negocio!
-¡Sólo
estás diciendo disparates!
Tomás
tomó la cara de su amante entre las manos y lo besó; le dijo:
-No es
un disparate, amor mío… Es la verdad, podemos hacer esto.
-¿Por
qué no esperar a que se muera?
-¡Porque
le quedan treinta años de vida!
-No lo
creo…
-Yo sí,
va a vivir más que su padre, más que su sinagoga…
-No es
religioso…
-¡Más
que tú!
-¿Y si
no soy yo el de su testamento?
-¡Sabes
que sí!
-No, no
lo sé.
-¡Sí,
sí lo sabes!... Mira, escucha, te voy a dar una soga y unos guantes. Lo ahorcas
con tus manos y luego lo cuelgas del árbol. Como ya te dije, la investigación
ya está comprada. Podrías apuñalarlo diez veces en la espalda y dirán que fue
un suicidio.
-¿Y
para qué quiero los guantes?
-Para
que no te clave las uñas cuando lo estés matando, tonto. Y para que la cuerda
no te deje marcado.
Y desde
ese día, la mortífera caja de zapatos estuvo dentro del auto de Isaac Goldman.
6
-Nos lo
vamos a llevar como principal sospechoso de la muerte de su padre Abraham
Goldman, señor Isaac.
-¡¿Qué?!
Pero, ¿por qué?
-Por
las heridas en sus manos…
-¡Fueron
las ramas del árbol, me lastimé cuando descolgué a mi padre!
-¿Tuvo
algún cómplice, señor Isaac?
-¡No!
¡O sea, no, porque yo no lo maté!
El
comandante Suárez Pinos se levantó.
-Aquí
déjenmelo, oficiales, no se me vaya a ir. ¿Trae la linterna, Martínez?
-Sí, mi
comandante.
-Si es
que no está ya en la ambulancia… Vamos a verificar, señor Isaac, que su padre
no tenga carne o sangre en sus uñas.
Isaac
se levantó, con los ojos desorbitados, del miedo, de la confusión… de ser
culpable.
-¡No!
–gritó.
-Entonces,
como le dije, lo dejamos claro aquí mismo, como amigos, o lo dejamos claro más
al rato, como asesino.
-¡Lo
confieso! –dijo Isaac- Lo confieso… Yo maté a mi padre.
7
Cansado
de hacer el amor toda la tarde y parte de la noche, con la cabeza dando
vueltas, sí, muy fríamente a las propuestas de muerte que le hacía Tomás a su
mente, pensó despedirse de su padre, ya sea con malicia, ya fuera por bondad,
porque amor, amor no parece que pudo haber sido.
Bostezó
y subió las escaleras con pasos cansados. Llegó al tercer piso y anduvo por el
corredor, iluminado solamente por la potente bombilla del estudio de su padre
que daba contorno a la débil puerta. Su padre, su estudio, su dinero… Isaac se
detuvo. Atrás de esa puerta su padre, ese hombre cuyo existir era, hasta hacía
poco, lo único que tenía; ahora era su existencia y algo más, pero qué
importaba, la cosa era que seguía existiendo.
No, se
dijo, inmóvil, no lo mataría ni ese día ni nunca. Tomás no podría estar tan
obsesionado con ello como para terminar la relación con él por no matar a su
progenitor. Amaba más a Tomás que a su padre, pero, por esos momentos a unos
pasos del estudio del nuevo millonario Abraham Goldman, supo que algo de cariño
para el viejo había de su parte. Matarlo, cosa infame. Sería más fácil
convencerlo de que le diera parte de su fortuna, pero ese maldito anciano avaro
no le soltaba ni diez millones de pesos. Sin embargo, “Te quiero, papá”, dijo
Isaac en voz demasiado queda para ser escuchado, y siguió caminando hacia el
estudio.
Tocó la
puerta y preguntó:
-¿Papá?
-¡Entra,
Bubbeleh! –su padre le indicó.
Isaac
Goldman abrió la puerta y vio al viejo sentado tras un escritorio sin nada
sobre él que no fueran un par de folios blancos, aquel documento que le
acreditaba quinientos millones de pesos.
-Buenas
noches, papá.
-Buenas
noches, Isaac. ¿Te sientes bien, hijo?
-Sí,
¿por qué?
-Te veo
muy pálido.
A Isaac
le vinieron a la mente el cuerpo de Tomás y sus jadeos.
-Estoy
bien, algo cansado, es todo.
-A tu
edad no me gusta verte así.
Isaac
suspiró. Ahora recordaba lo que no le
gustaba de su padre.
-Tal
vez, si me dejaras invertir un poco del dinero del abuelo Elías.
El
semblante de Abraham Goldman se tornó sombrío y molesto.
-¿Vas a
venirme con la misma cantaleta?
Isaac
alzó la voz.
-¡No es
ninguna cantaleta! Sólo quiero un poco de dinero, ¿qué tiene eso de malo? No se
te va a acabar…
-A mí
no, pero a ti sí. ¡Piensa en tu futuro!
-¡¿Mi
futuro?!
-¡Cálmate
y no me hables así, Isaac!
-¡¿Mi
futuro?! ¡Mi futuro está aquí y ahora! ¡¿Olvidas la edad que tengo?!
Abraham
se levantó de su silla ergonómica nueva.
-¡Tú
eres el que olvida la edad que tengo yo! ¡Soy un anciano, y me respetas!
-¡Ni
siquiera tenemos por qué vivir juntos!
-¡Pues
lárgate!
-Dame
dinero, entonces.
-Dinero,
dinero, dinero. ¡Eres igual que tu madre!
La
madre de Isaac, la dulce Raquel, la de las golosinas y los besos y los mimos,
lo único puro en su vida exasperante.
Isaac
escuchó estas últimas palabras y, como un interruptor en él, decidió que lo
mataría, y no mañana ni la siguiente semana. Lo mataría en ese mismo momento.
-Si
vuelves a hablar de mi madre te vas a meter en un problema.
Abraham
sonrió.
-Si no
quieres que te hable de tu madre, no te comportes como ella –sentenció Abraham
Goldman, y se volteó hacia la ventana, dándole la espalda a su hijo, que quedó
en silencio unos momentos, pensando: Es ahora o nunca. Dio unos cuantos pasos,
rápidamente para que su padre no volteara, y rodeó su cuello con sus manos y
apretó con una fuerza que no había creído poseer. Lo único que el viejo pudo
hacer fue clavar las uñas en las garras de su hijo.
Cayeron
hacia adelante y la rodilla de Isaac depositó toda su fuerza e impacto en la
pierna de Abraham Goldman, fracturándola; sus manos palpitaban, mientras su
padre dejaba de respirar.
Pasó
varios minutos sobre el viejo. Sólo se oían las ramas del árbol rascando la
ventana de la habitación demasiado iluminada. Pero llegó el momento en que
reaccionó y se levantó, corrió por el corredor, las escaleras y el hall de la entrada para abrir la puerta
y salir a sacar la cuerda de la cajuela de su automóvil. Dejó los guantes
dentro de la caja y volvió a correr de regreso al estudio de su padre.
Le
colocó la soga en el cuello al fresco cadáver. Abrió la ventana y amarró el
otro extremo a una gruesa rama, no sin
muchos esfuerzos, poniendo la propia vida en peligro, pero lo consiguió. Volvió
al cuerpo y lo levantó, sintiéndolo muy pesado. Lo arrastró un par de metros a
la ventana… y lo pasó al otro lado. El nudo que había hecho en la rama, sin
embargo, se deslizó, deshaciéndose, inmediatamente. La soga apenas y apretó el
cuello del cuerpo. Oyó a su padre, muerto, caer a la grama tras una caída de
tres pisos.
8
-Hay
algo que no me está contando, piezas que faltan, señor Isaac –le dijo el
comandante- ¿Compró usted la soga con el nudo ya hecho, por ejemplo?
El
sospechoso había contado la historia sin nombrar a los Lieberstein. En parte
por lealtad, en parte por lo que nos atrevemos a llamar amor, en parte porque
Tomás le había dicho:
-Si
algo sale mal, si te capturan, haz lo posible por no delatarme… Si me delatas,
¿quién va a ayudarte con algún buen abogado o con un buen soborno? Necesitarás
aliados afuera, y los únicos que podremos serlo somos papá y yo.
-Sé que
tuvo cómplices, señor Isaac. Simple y sencillamente, sé que los tiene.
-Quiero
un abogado.
El
comandante Suárez Pinos rió una vez más.
-¡Lo
necesita, claro que sí!
9
Tomás
Lieberstein recibió la llamada de Isaac Goldman, pidiéndole toda clase de
ayuda.
-Te
busco un abogado y voy para allá.
Tomás
colgó y marcó el número de un buen amigo suyo, litigante, y se reunieron en un
café concurrido y ruidoso.
-Para
lo que te necesito, Samuel, amigo mío, es para no ir a dar a la cárcel yo
también.
Samuel,
con unas ganas terribles de salir a fumar un cigarrillo, le preguntó:
-¿Por
qué le dijiste que la Policía y todo el mundo serían o habían sido sobornados?
-Si no
le hubiera dicho eso, él no se habría atrevido a hacer nada.
-Pero
todo saldría mal, ¡todo salió mal!
Tomás
Lieberstein se acomodó en su silla.
-La
cosa, Samuel, el meollo, pues, de la vida, es vivirla al límite. Yo sólo quise
divertirme a costa de Isaac. Nunca pensé en ganar una fortuna y crear un
vínculo especial con él. Hasta puedo repetirte lo que tú me has dicho: Todo
saldría mal, y yo lo sabía. Quise ver a ese paisano en apuros y lo conseguí.
Quise apreciar la comicidad de un anciano mancillado y ahorcado por su propio
hijo, es todo. Fue una broma para mí… Una broma por siempre.
-Yo lo
que necesito ahorita es fumarme un cigarro y pronto. Tú lo que necesitas es un
psiquiatra, no un abogado.
-¿No
cuento contigo?
-Sí, sí
cuentas conmigo, sólo estoy diciendo que estás un poco chiflado, pero cuentas conmigo.
¡Hasta Isaac cuenta conmigo, para eso me has contactado! Todo saldrá bien para
los dos.
-Sí…
Eso espero, porque, ¿sabes?, creo que empiezo a enamorarme de ese pobre judío.
FIN
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