"AL ENTRAR LA NOCHE" (Cuento)


“AL ENTRAR LA NOCHE”


I

Caminaba por entre las calaveras pálidas de la avenida a medianoche. Buscó, y encontró, a un homosexual que le chupara el pene. Por tanta cocaína no pudo venirse, pero su miembro estaba inmenso, palpitante corazón. Ni siquiera sabían quién le pagaría a quién; lo dejaron así. Dio una vuelta al parque entreteniéndose con la noche, fumando un pequeño cigarro de marihuana. Su cabeza húmeda de droga le mandó de vuelta a su casa, a la abuela nerviosa que sólo podía imaginar a dónde iría su nieto en las medianoches. Pensaba que era cuando compraba la droga, cuando la droga la compraba en las mañanas, y que en las mañanas salía de casa a tener sexo con alguna mujer desafortunada. Se asomaron los vagabundos, los drogadictos y le gritaron “¡Buenas noches!”. Él hizo un ademán con la mano. Todo le hablaba, los árboles, los gatos, los automóviles. Grafitis en las bardas y paredes, espejos en las puertas y ventanas. Su nombre era Claudio, y era un verdugo. Le decían “Beto el zapatero”, por su buen gusto para los tenis y zapatos. Era blanco, muy blanco, de cuerpo atlético, de cráneo desnudo. Adicto era al tabaco, a la marihuana, a la cocaína y a las metanfetaminas. “Aquí se dieron en la madre”, se dijo al mirar una cama de cristales sobre el pavimento frío. Ya no estaban los coches, lo que quedase de ellos. Y se hacía más noche la noche, y corrían las carrozas de fuego, los carruajes retorcidos y casi seguros.
                Llegó a su casa, abrió. La abuelita estaba dormida en la sala, frente al televisor, que transmitía anuncios de tele-marketing. Por fin en el nido. Todavía tenía un poco de su fortuna, que inhaló por la fosa izquierda, intentó, con pornografía, eyacular, pero ahora, aunque completamente excitado, voluptuoso su ser en ese estar, su pene permaneció flácido.
                -¡¿Ya llegaste, hijito?! –le preguntó del otro lado de la puerta, del universo, la viejecilla.
                -¡Sí, abuela, ya me voy a dormir!
                -¡Yo también, hijito! ¡Que duermas bien!
                -¡Tú también, abuela, que descanses!
                La viejecilla se metió a su recámara. Claudio puso en volumen bajo instrumentos negros. En su trono alargó las piernas, cruzó los brazos y cerró los ojos, de la paz que, por la droga, se sentía. Y le vino esa imagen, más que un recuerdo, una viva imagen, de una prostituta llorando, una chiquilla de cuerpo hermoso y cara deforme. No la vio, más que en esta imagen, más sensual que brutal, que vino a registrar su cerebro. Fue en el Jardín; ella no alcanzó a mirarle, como el no alcanzo, por como venía, a verla, hasta ahora.
                Las nubes comenzaron a deshacerse. Claudio prendió un cigarro, porque uno solo no alcanzaría a molestar a la abuela, y sí, decidió acabarse su buena fortuna e ir por más quizá en la mañana; y luego se explicará por qué compra Claudio su droga por jornada, en vez de comprar diez gramos de una puta vez.

II

                Amor y paz.
                -Ahorita te lo traigo, Güero, pero siéntate en el sillón porque tienes carta –le dijo “El Nelson”.
                En la carta vendría un domicilio.
                Con eso de que había pasado toda la mañana dándole vueltas a la visión misma, se preguntó si no habría sido la mismísima Muerte, hoy que tenía carta.
                -Órale, Güero… Quinientos y tu carta.
                -“Sobres…”
                -Chido, güey, cuídese.
                -Igual, Neli, gracias.
                Su figura detuvo un taxi. Olía a pino. Le dio la calle, donde se bajó. Eran casas de interés social, hechas de hormigón y muy pequeñas.
                La Muerte, la Muerte daba vueltas. Siempre le latía aprisa el corazón cuando iba a ejecutar a alguien. Tocó la puerta. Abrió un sicario.
                -Qué onda, carnal, ¿”listones”?
                -Simón, ese.
                Le entregó una pistola. Claudio entró a la casa (las casas vecinas estaban vacías). Sólo había polvo, un hombre gordo, de rodillas y amarrado, amordazado, que lloraba mirándolo a los ojos, hasta que le entró una bala en la cabeza con fuerza explosiva. Le introdujo otros tres tiros en el pecho, pero ya no se movió.
                Al salir notó lo intenso de Febo el día de ese hoy.
                -Treinta- le dijo el sicario, entregándole un pequeño bulto de treinta mil pesos.
                -“Sobres…”
                -Te la lavas, pinche maricón.
                Claudio sonrió (era una broma casual), se despidió con la mano y paró otro taxi, uno que olía a sudor.
                -A la terminal de autobuses, carnal.
                -Sí, señor, con mucho gusto.
                Entró a la terminal. Se metió a los baños, por cinco pesos, y se metió algo de su fortuna.
                Salió, prendió un cigarrillo. Sentía un botón de cocaína en la garganta, sudaba de placer. Pensó en su visión, no vuelta a ver en su contrato. Pensó, por ello: “No es la Muerte, es el Amor”.
                El agua de la lluvia se había secado ya.
                Tomó el transporte público, que esperó fumando otro cigarro. “Es la sangre que te nutre, tu destino maldito, tu herida al alma, el infinito y lo eterno.” “Es el Amor…”

III

                A la sazón de las últimas veinticuatro horas, escribió Claudio unos versos.
               
Te vi amor
                creyéndote muerte,
                pero muerte es dada,
                vida que se escapa,
                pecho que se desinfla,
                cuerpo perforado.

                Visión te vi llorar,
                mujer te vi, llorando.
                Buscarete hoy yo
                para quitarte con navaja
                las últimas lágrimas,
                las más espesas.

                Y habré de amarte,
                yo digo,
                como Mahoma en profecía,
                seré no tu esclavo
                sino tu amo
                y sangré besarás.

                Todo buscarás
                de las calles que he visto,
                que cada noche camino
                y donde se estancan las aguas,
                vino hoy vivo,
                vida y muerte yo soy.

                También fue a hacer su rutina, que le tenía así, además de caminar tanto, al gimnasio. Después quiso tomarse un capuchino grande en la franquicia de cafeterías que más le hacía el Cielo. En lo que le tenían listo el brebaje, se dio de su fortuna en el baño, para dejar de temblar temblores que siempre le daban el matar y la cocaína. Salió a la terraza del café a fumarse otro cigarro. Vicio. Vicio que ves, que oyes, que dices; vicio que escuchas, corrompes, transformas; verso del hombre; la noche, la mañana, la tarde, la noche. Verso todo el día era para Claudio, todo el día. Se acababa la cocaína, pero no la comida ni los recuerdos de cabezas que estallaron por el impacto mecánico de su puño y de su sangre, de su hacha. La renta estaba pagada y su abuela tranquila. Sus padres muertos en una balacera; el día que recibió esa noticia lo lleva como el alma, es el sabor de su café, la calle es el sabor de su tierra, madrastra que les dio de comer a él y a su abuela, a través del pecado y la hinchazón del nervio, que muchos verían, en ese hombre que saca humo por las narices, al mismísimo Diablo, aún sin saber sus quehaceres que ha de la Muerte. Serpiente que entra y sale por los cuencos de un cráneo y que duerme en sus dientes, calavera. Esa noche buscaría a esa prostituta deforme y bella. Quería saber por qué lloraba, ya que le tenía así en la memoria que quedó de la súbita imagen que de ella se le apareció.

IV

                Y llegó la noche, y a la noche sucedió la medianoche, y Claudio salió sin despertar a su abuela, que ya estaba en su recámara.
                Llegó al parque, vestido de negro, con cinco mil pesos metidos en el bolsillo. Dio una vuelta y dos. Alguien estaba escurriendo semen bajo un árbol, una patrulla interrogaba a un mala-suerte, travestis se acercaban a los autos, que huían rápidamente; pasó junto a una camioneta vieja montada por hombres jóvenes y feos cuya hermosura se encontraba en una piel tan morena y tan tatuada. Claudio se alegró de no haber traído su daga, pues presintió que aquellos espectros terminarían por ser quienes le ayudaran a encontrarse frente a frente  con la visión que él ya amaba, y no es de buenos modales cargar una Walter preguntando por una mujer, porque la Noche es la Noche y ella sabe qué hacer y de quién.
                Cuando esperas por alguien o algo que te traiga cocaína, lo mejor es fumarse un porro y relajar mente y conciencia. Se preguntó Claudio si darse de su fortuna sería buena mancuerna con buscar a una prostituta, con esperarla. Lo hizo y su cerebro brincó de contento. Se plantó disimuladamente en la esquina y prendió un cigarro. Se le acercó un travesti moviendo las tetas.
                -Hola, guapísimo.
                -Hola, preciosura.
                (¡La cocaína estaba tan fresca!)
                -¿Te puedo tocar?
                -¿Tocarme?
                -Sí, tocar ese pecho.
                -Más bien… Quisiera encontrar a una jefa que vi aquí ayer. Tenía una deformidad en la cara, como una cicatriz de su puta madre. Estaba llorando.
                -Eso te gusta ¿eh?
                -No, hermosa, sólo quiero conocerla. ¿Te llamas Lola?
                Ella no contestó. Le enterró los ojos a los ojos de la Muerte, dando una lenta media vuelta, primero con el cuerpo y luego también con su cara, relamiéndose los labios, y caminó lenta y gloriosamente, moviendo ese culo de muchos, muchos hombres, hacia la camioneta con los chicos morenos. Claudio sintió la adrenalina, que gracias a su fortuna no acompañó un susto o una alarma. Ella habló con ellos uno o dos minutos, tardándose más en regresar con Claudio, a quien le dijo:
                -Me dijeron que sí me llamo Lola y que vayas con ellos, si me das quinientos pesos y a ellos lo que te pidan.
                -Te voy a dar seiscientos, Lola, y sigue moviéndote así, mi diosa.
                -Tu vida.
                Claudio se acercó a la camioneta con mil pesos en la mano. Se asomó a la ventanilla abierta y vio una cadena de oro. Entregó el trigo.
                -¿Qué “transa”, carnal?
                El copiloto no dijo nada, pero lo saludó con la mano: palma y puño. El piloto le contestó:
                -Narinas Doug…, más que tú ¿verdad?
                -Simón. Ando buscando a una chica.
                -Ya nos dijeron lo que te gusta, cabrón, y nosotros lo tenemos, pero son otros tantos miles de pesos, para hacer algo legal tú y yo.
                -Lo que quiero es encontrarla, hablar con ella, nomás por mamón.
                -¿Pues qué crees, cabrón? Yo soy el puto que la hizo llorar, güey. Le di una mala noticia.
                -¿Pero sí está chido que la cotorree?
                -¡Pues cómo no, si a eso se dedica! Dame lo que traes y trépate a la camioneta.
                Los muchachos de atrás se bajaron. Alguien tenía que cuidar a las hadas de los duendes, dijeron.
                -Súbete.
                El piloto acomodó el retrovisor.
                -¿Traes cuete?
                -Nel.
                -Ya sabía… -dijo el copiloto, que le entregó una tela suave y negra –Tápate los ojos.
                Claudio hizo lo que se le dijo que hiciera, pero hasta la media hora se sintió inquieto. Pero, oh deseos, fue justo cuando prendieron un cigarro de marihuana.
                -¿Quieres? –escuchó Claudio que le preguntó tosiendo el copiloto.
                -Simón, ese –le dijo buscando con su mano el ancho cigarro.
                Otra media hora, de conjuros ordinarios, y se paró la camioneta.
                -¡Ya te puedes ver, cabrón!
                Claudio se quitó la venda. Los dos ya estaban afuera y, con un cañón metido entre el cinturón y la camiseta, abriole a la puerta el copiloto. “Me van a volar”, dijo, para si mismo, Claudio. Pero no, se equivocó sólo unos segundos, no una hora completa. Bajó.
                -¿Estás bien, güey? –le preguntó el copiloto.
                -Simón, cabrón; me asusté, nomás.
                -Esto –le dijo el piloto- esto esto…: Es un regalo de quien sea tu jefa, porque si no tuvieras mamá, no estarías aquí por tres mil pesos.
                Tocó el timbre, se abrió la puerta.
                -Viene un cabrón nomás a platicar con la Yesica –dijo el piloto.
                Nadie ni nada contestó, sólo se abrió la puerta. Una señora en camisón, gorda y contenta, le hizo señas a Claudio de que entrara.
                El piloto le dio un billete de doscientos pesos a Claudio, y le dijo:
                -Ahi te pides un taxi de regreso, cabrón.
                El copiloto estalló en una carcajada que terminó por tirarlo al suelo.
                Claudio entró. El vestíbulo estaba negro, menos por un polígono de luz, roja pero suave, que otro umbral era.
                La gorda contenta le dijo que la siguiera, hasta que Claudio, que entendió que el estruendo de gemidos era algo real, entró por esa puerta.
                Habían fenómenos, mutilados, deformes, en encuentros sexuales con cuerpos ordinarios. Una chiquilla llamó la atención de él. Sus brazos y sus piernas estaban chuecos, pero le metían un pene enorme a su boca deliciosa y morena; Claudio pudo oler el aroma de su vagina. Vio a dos enanos haciendo el amor como pareja casada, pero eran ambos hombres, y sobándolos un hombre se masturbaba. Y Claudio no pudo ver más, pues miró más de lo que creyó poder mirar al ver a su visión de piel morena y rojiza, gimiendo, retorciéndose de placer en un sofá, con su cuerpo perfecto, por cómo un chico sin piernas, muy blanco, le estaba haciendo sexo oral, metiéndose lo más que podía, su vagina a su boca desesperada.
                -Hablar hablar, lo que se dice hablar, no creo que vaya a poder usted hacerlo ahorita –le dijo la gorda contenta a sus espaldas.
                -¿Cómo?
                -¡Que se quite la ropa!
                Sin tener que recibir otro mensaje diciéndole lo mismo, Claudio se desnudó, sintiendo esa liberación madre de la voluptuosidad más hija, que es desnudarse en público sexualmente excitado. Su pene duro y grande escurría baba. Se acercó al niño sin piernas y empezó a masturbarlo, mientras miraba a Yesica, contorsionada, y así conoció su abdomen, un abdomen perfecto que hacía juego, uniéndose a él, con el triángulo inverso, el relieve con vello corto, de su sexo glorioso.
                -Penétrame –le dijo al chico blanco, y se colocó en el lugar qué él ocupaba, y el resto sólo Dios podría ponerlo en palabras, pues el Diablo en otra cosa, en ese entonces y ahora, se ocupaba y ocupará.

V

                -¿Por qué llorabas? –preguntábale Claudio besándole la cara, encima de ella desnudo, aún en ese sofá que ella y él hacían sagrado.
                Se escurrió de Claudio la Muerte sobre ella, y ella le enterraba la Santa Noche. No contestaba al cuestionamiento ella, sólo lloraba otra vez y él recogía con besos esas lágrimas. Estaba completamente dentro de Yesica.
                Después de lo que fueron horas, ella le ofreció una cerveza y un cigarro en el jardín.
                -¿No tienes café? –preguntó Claudio.
                Yesica sonrió.
                -Sí, sí hay café.
                -No tomo.
                -Pero tu boca sabe a otras cosas.
                El chico sin piernas estaba en el séptimo cielo. Claudio pudo cargarlo y acostarlo en el sofá.
                -Él sí se tomó unas chelitas –le dijo Yesica.
                Claudio tomó de sus ropas su fortuna y el paquete de cigarros con la lumbre. Se prepararon un café instantáneo en la cocina, donde había luz blanca y estaba la gorda contenta fumando marihuana. Salieron desnudos al jardín. Inhalaron un polvo mágico y prendieron sus tabacos. Estaban la luz de la Luna y los gemidos ya cansados de la orgía aún viva.
                Los sueños de los dos se conjugaban. ¿Será necesario decir lo enamorados que estaban?
                -Sé que eres un chico malo, muy malo.
                -Jé, simón… Pero también me porto bien.
                -Un chico sanguinario.
                -¿Por no llamarme un asesino?
                -No me importa que seas lo que seas. Lo que me importaría es no volver a verte. Quiero ser tu novia.
                -Pero serías más que mi novia, serías mi mujer.
                -Nunca pregunto a los clientes o amantes o como quieras tú decirles, por qué me cogen, simplemente sé lo que están haciendo- Pero tú, ¿tú por qué, si estoy así de la cara?
                -Por lo poco que de ti conozco, preciosa, sé que es suficiente para sentir amor y un lenguaje propio. Para mí eres las calles y lo divino. Te vi sobre ese sofá y me volví loco. Tal vez me recuerdas lo difícil que es dejar la violencia, recuerdo que quiero tatuarme en el pecho. Me gusta escribir versos y tú eres un verso que siento por mí escrito. Ayer mismo te escribí unas estrofas, pues te vi en una visión después de no mirarte, sólo te vi. Hoy le volé la cabeza a un cabrón y no he dejado de pensar en ti, en por qué llorabas…
                -Esto es el mundo del crimen. Lloro todos los días, güey. Ayer me dieron una mala noticia, y ya, luego luego me puse a chillar.
                Claudio la besó; un beso menos dulce que sexual, un beso fuerte, de propiedad. Se puso de rodillas para hacerle sexo oral. Yesica comenzó a gemir, le palpitaba el corazón. ¡Benditas las lágrimas que los trajeron aquí! “Somos almas gemelas”, pensó uno de los dos.
                Al alba, Claudio partió.

VI

                Amarrado e hincado, amordazado, sobre mantas de plástico, el hombre espera su ejecución, desesperado. Abren la puerta, y por la puerta entra un rostro tan espantoso, que grita aterrado. Claudio corta cartucho y le mete dos plomos a la cabeza. Ha dejado de gritar, sangre caliente Su cuerpo recibe otros dos impactos en el pecho. Lo que se hizo no se deshizo.
                A veces, “Beto el zapatero”, se cubre la esfera calva y la cara deformada por un par de cirujanos de la mafia de la ciudad, con una capucha negra, según lo que requieran las almas negras que le contratan.
                Había hablado Claudio con su santa abuela, con Yesica a un lado, que iba a deformarse el rostro por ella. La viejecilla, con lágrimas tras unas gafas de cristal grueso, le da su maldita bendición, y siempre se sobresalta cuando lo ve pasar por el umbral, que del umbral venimos todos, según los signos claros de las teorías de Jung-
                O en el palacio rojo o en la esquina que es de calle de ese parque tan antiguo, Claudio y Yesica, casados por la Santa Noche, se prostituyen como pareja. Y siempre serán las noches suyas.
                Quedan, oh, cuestiones por abordar, como la procedencia del chico sin piernas, o el porqué de esa esquina donde se prostituye lo espantoso y terrible, pero este solo cuento sólo un cuento es. Lo que podremos decir es esto: Claudio no quiso cambiar el rostro de su amada Yesica, sino que pasó por un cuchillo para anudarse a su ella en un compromiso que muchos consideran eterno y legendario; convirtiéndose en su siervo, grandioso sempiterno amor.

FIN

Comentarios

Entradas populares